Justamente hoy se cumple un mes desde la última vez que los españoles pasamos por las urnas y, hace unos días, viendo las mascaradas que organizaron algunos de sus señorías para tomar posesión de sus escaños, he vuelto a preguntarme una vez más en qué pensamos los ciudadanos cuando elegimos a los destinatarios de nuestro voto. Para mí es un misterio. En función de qué criterios decidimos los votantes que un candidato es merecedor de que le otorguemos plaza de diputado en el Congreso. Qué razones, sentimientos o emociones, movieron el 20D a un cierto porcentaje de españoles para sentar en el máximo órgano legislativo de la nación, a semejante repertorio de fantoches y mascarones… Sí, sí, fantoches y mascarones. Porque, no nos engañemos, el respeto hay que merecerlo; los votos no redimen de la estolidez y quien hace mamarrachadas es un mamarracho por mucho “señoría” que se intitule. Ya lo decía don Miguel de Cervantes: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro.
Y quede claro que no estoy hablando de ideologías ni de adscripciones políticas, ni siquiera de simpatías partidistas. En absoluto. Estoy hablando de responsabilidad, de dignidad, de honradez, de integridad. Conviene no perder de vista que estos diputados, son los profesionales que van a tomar las decisiones que regularán nuestras vidas y haciendas en todos y cada uno de sus aspectos, y hasta en sus más mínimos detalles. Que sus leyes nos llevarán a la prosperidad o a la ruina, que sus decretos fomentarán la concordia o el rencor, que su ejemplo, en fin, marcará tendencia social.
¿De verdad decidimos nuestro voto con el mismo elemental sentido común que aplicamos a cualquier otra decisión de nuestra vida cotidiana? ¿De verdad que sopesamos los pros y los contras con el mismo interés, objetividad y acopio de datos, que cuando elegimos coche nuevo o seleccionamos dentista para nuestros hijos? Pues yo estoy convencido de que no es así, y para argumentarlo, parodiando la conducta de sus señorías, voy a conjeturar algunas situaciones inverosímiles… por ahora:
– Tienes un juicio importante y los abogados y procuradores del bufete que se encarga de tu defensa, hacen su aparición en el juzgado ataviados con camisetas a juego, pertrechados con instrumentos musicales y tocando un pasodoble. ¿Pensarías que se trata de profesionales serios y competentes que se merecen los crecidos emolumentos de su minuta?
– Te diriges a una cita. Vas con el tiempo justo y decides parar un taxi. Al abrir la portezuela ves que el taxista, además de conducir, se ocupa de cuidar a su bebé de pocos meses. ¿Te montarías tranquilamente y como si tal cosa?
– Tu empresa necesita liquidez y acudes al banco a negociar un préstamo. Al entrar en su despacho, ves que el nuevo director viste vaqueros ajados y camiseta descolorida, que sus rastas harían palidecer de envidia al mismísimo Bob Marley y que su barba marcaría tendencia en la comuna de okupas perro-flautistas de dos manzanas más abajo. ¿Sentirías tu ánimo invadido por una oleada de alivio y confianza?
– Tienen que operarte de apendicitis. En el hospital te informan de que el personal ha votado y, como consecuencia, será el camillero quien realice la intervención quirúrgica. ¿No exigirías que te operara un cirujano y, a ser posible, el jefe de servicio?
Podríamos seguir imaginando situaciones absurdas que, además, son intercambiables. Tanto da figurarse a un taxista incapaz de obtener el permiso de conducir o a un cirujano que se lleva su bebé al quirófano. En todo caso, son supuestos que ultrajan la sensatez más elemental.
Pues entonces, para elaborar y aprobar las leyes que van a organizar desde las relaciones internacionales de España, declaraciones de guerra incluidas, hasta la más trivial cotidianeidad de cada uno de nosotros ¿por qué no procuramos seleccionar a personas con una competencia académica y profesional acreditada?
Y esto no solo es aplicable al ámbito nacional, también lo es al autonómico y, por supuesto, al local. E incluso, apurando el argumento, a las cooperativas, las cofradías, las peñas y las comunidades de vecinos. ¿Quién no conoce algún caso de concejal o incluso de alcalde que, con un expediente académico penoso y un currículo profesional inexistente, jamás ha sido capaz de conseguir un puesto de trabajo ajeno a la política? Si hasta hemos tenido presidentes de gobierno que responden a esta descripción. Y no es asunto baladí, porque si nos gobierna una caterva de majaderos, sus decisiones van a ser una colección de majaderías. No hay otra.
A día de hoy, tenemos dirigentes municipales y autonómicos que apuntan maneras, pero precisamente los españoles tenemos un ejemplo histórico espectacular, y bien próximo en el tiempo, de los extremos a los que pueden llegar los sandios con poder, en el ejercicio de su sandez.
Nuestra memoria colectiva ha sepultado aquellos episodios en el lugar más recóndito de los olvidos, el de la ignorancia. Tal vez haya sido un mecanismo de defensa para no sentirnos permanentemente abrumados por la vergüenza. No obstante, en la actual situación parlamentaria, conviene sacar del baúl de los recuerdos, siquiera sea brevemente, algunos de los disparates que perpetró aquella panda de mentecatos que coparon el poder a todos los niveles, durante la Primera República española. Solamente duró once meses, pero lo suyo fue de órdago a la grande. En tan corto plazo, se sucedieron cuatro presidentes de gobierno, se proclamó una República Federal y se redactó una Constitución que instauraba el federalismo y dividía España en “diecisiete estados y cinco territorios”. Nunca llegó a entrar en vigor aunque, naturalmente, nadie se conformó con aquello. En semejante espiral de irracionalidad, no cabía esperar otra cosa. Una treintena de provincias y ciudades proclamaron su independencia, pusieron en marcha su propia política internacional y hasta iniciaron hostilidades unas contra otras. España ya estaba desangrándose en dos guerras simultáneas, la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de los Diez Años en Cuba. Pero se conoce que a nuestros bisabuelos les sabía a poco y armaron una tercera, la llamada Sublevación Cantonal. Granada abrió hostilidades contra Jaén. Afortunadamente no tenían ejército. Pero Cartagena, el cantón insurrecto más activo y belicoso, sí tenía fortificaciones y contó con el apoyo de la escuadra. Le declaró la guerra a Madrid… y a Prusia. ¡Con un par! La broma se saldaría con el cañoneo de la ciudad y cientos de muertos. Andalucía se declaró independiente, Málaga se constituyó en cantón independiente al igual que Sevilla, Toledo, Salamanca, Ávila, Castellón, Valencia…
El ridículo internacional fue inenarrable. Solamente Suiza y Estados Unidos, que por entonces era una nación de segunda fila, reconocieron a la nueva república. El resto se reía de nosotros a mandíbula batiente. Un periódico francés de la época daba la siguiente noticia: Se va restableciendo la tranquilidad. Hoy no han sido asesinados más que tres generales y un obispo. En Sevilla, fueron apedreados unos extranjeros. Pi y Margall amenazó a Castelar con un revólver. El ex alcalde Rivero se naturalizó alemán. Hasta alguien con tan poco sentido del humor como un prusiano, Otto von Bismarck, se sumó al pitorreo general con esa frase que se ha puesto de moda reproducir en medios de comunicación y redes sociales, como si hubiera sido un elogio: La Nación más fuerte del mundo es, sin duda, España. Siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido. El día que dejen de intentarlo, volverán a ser la vanguardia del mundo.
El desconcierto, el caos, la violencia, el ambiente de aquelarre descontrolado y feroz llegó a extremos tales, que un presidente de gobierno abandonó su despacho alegando que salía un momento a tomar el aire, se largó por pies a Francia y mandó desde allí su dimisión. Estanislao Figueras y Moragas se llamaba y, días antes, presidiendo un Consejo de Ministros, había gritado fuera de sí: Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros! Según cuentan, la imprecación le salió en catalán, su lengua materna.
Aquellos diputados irresponsables, ruines e incompetentes, perdían el tiempo con palabras rimbombantes, con proyectos disparatados y con quimeras extravagantes, mientras les importaban un comino la libertad, la honradez y las verdaderas aspiraciones de la gente. En palabras de don Benito Pérez Galdós, que no se perdió una sesión parlamentaria desde la tribuna de prensa: Era un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena. Julián Marías describe aquellas sesiones con las siguientes palabras: allí podía decirse cualquier cosa, con tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad.
Aquella desgraciada Primera República acabó fiel a sí misma, de una forma esperpéntica, vergonzosa y ridícula. El dos de enero de 1874, tras más de tres meses de vacaciones por cierre del Congreso, se reunieron nuevamente sus señorías. El capitán general de Madrid, Manuel Pavía, respaldado por los conservadores, estaba preparado para actuar, con sus tropas y con efectivos de la Guardia Civil. Por otro lado, también estaban listos los batallones de Voluntarios de la República. Ante el resultado de las votaciones en el Congreso, fue el general Pavía el que mandó rodear el edificio. Ante tamaño atropello, los diputados republicanos juraron morir antes que traicionar a la patria, pero tan heroica resolución tuvo un recorrido muy corto. Apenas entraron los primeros soldados y sonaron unos disparos al techo -¿a qué me recuerda a mí esto?- sus señorías salieron corriendo en todas direcciones y abandonaron el edificio saltando por las ventanas. Y así, de forma tan ayuna de garbo y gallardía, se cerró el fracaso de nuestra Primera República.
¿Habremos aprendido de nuestra historia o estaremos condenados a repetirla?