En 1625 reinaba en España Felipe IV, aunque quien gobernaba era don Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares. Una situación parecida a la actual, en la que reina Felipe VI pero quien gobierna es… bueno, mejor sigamos con nuestra historia.
Ese mismo año, durante la guerra con las Provincias Unidas de los Países Bajos, don Ambrosio Spínola Doria rindió la ciudad de Breda, lo que proporcionaría a don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez el motivo perfecto para realizar uno de los cuadros más maravillosos de la pintura universal.
En la católica Francia, reinaba el católico Luis XIII pero quien gobernaba era el catolicísimo cardenal Richelieu. Sin embargo los franceses combatían contra España al lado de los protestantes, sin reparar en que aquella era una guerra de religión. Actuar a la francesa se llama eso. Claro que, por otro lado, a los españoles, cuando nos ha ido realmente mal en las guerras, ha sido cuando hemos tenido que cargar con los franceses como aliados, ergo… no hay mal que por bien no venga.
También ese mismo año, Carlos I de Inglaterra casó con Enriqueta María de Francia, se alió con las Provincias Unidas de los Países Bajos, en contra de España naturalmente, y envió una flota anglo-holandesa –la flor y nata del corso, el filibusterismo y la piratería debía de ser aquello, con razón dice el refrán que Dios los cría y ellos se juntan–, mandada por el almirante Edward Cecil, a saquear Cádiz y capturar nuestra flota de Indias. No consiguieron ni lo uno ni lo otro; la expedición resultó un desastre y volvieron a casa con mil bajas y treinta barcos menos, pero esa es otra historia.
En este contexto, que no es otro que el de la guerra de los Treinta Años, superpuesta a la guerra de los Ochenta Años o de Flandes, y por si acaso el dios de la guerra no hubiera quedado ya suficientemente servido en ese año de gracia de 1625, una gran flota de corsarios holandeses atacó Puerto Rico con la aviesa intención de quedárselo.
Por aquellos años, las Provincias Unidas de los Países Bajos se habían convertido en una potencia económica y militar gracias a sus barcos de comercio y de guerra. Y, claro está, se les antojó su pedacito de territorio americano, no iban a ser menos que los demás. Y para conseguirlo, se les ocurrió lo que a todo el mundo: quitárselo a los españoles que tenían mucho, especialmente en esos momentos en los que el “rey Planeta” había reunido las posesiones españolas y las portuguesas. A tal fin armaron una flota y la pusieron bajo el mando de Boudewijn Hendricksz, antiguo burgomaestre de Edam, su ciudad natal, reconvertido en corsario. Los españoles, por razones obvias, lo bautizaron como Balduino Enrico… mucho mejor, donde va a parar.
Poco antes, en agosto de 1622, don Gonzalo Fernández de Córdoba y Cardona, nieto del Gran Capitán, había aplastado a los protestantes tudescos en la batalla de Fleurus. Los supervivientes, unos tres mil soldados de caballería, se refugiaron en Breda junto al ejército holandés. Inmediatamente, el general Spínola levantó el sitio de Bergen-op-Zoom, que ya no suponía un peligro, y acudió a sitiar Breda con el desenlace conocido.
Los holandeses, viendo que de frente no tenían nada que hacer, lo intentaron por detrás: mandaron sus escuadras a atacar la América española, saqueando San Salvador, Lima y Callao. En este estado de cosas, Enrico recibió la misión de socorrer la ciudad de Salvador de Bahía, que había caído en manos holandesas y estaba siendo atacada por los españoles. Y allá que fue el corsario Balduino con treinta y cuatro barcos de gran tonelaje artillados con unos mil cañones, y seis mil quinientos hombres. ¡Cualquiera le tosía! Pero cuando llegó, se encontró con que Bahía ya había sido recuperada por la flota hispano-lusa de don Fadrique de Toledo Osorio, formada por veintiséis navíos con cuatrocientos cincuenta cañones y tres mil quinientos temibles y temidos infantes de marina españoles. Era la mayor armada que había cruzado el Atlántico hasta la llegada de Balduino y su escuadra de treinta y cuatro urcas, muchas de las cuales desplazaban más de quinientas toneladas. Don Fadrique no había dejado ni rastro de holandeses en Brasil y, en esta ocasión, el nuevo ataque holandés de Balduino Enrico fue contundentemente rechazado.
Para no hacer el viaje en balde, Enrico dividió su flota. Según cuenta don Héctor Andrés Negroni en su obra “Historia militar de Puerto Rico”, mandó cuatro barcos a practicar el corso antes de regresar a Holanda; doce, al mando de Veront, los envió a África, presumiblemente para capturar esclavos negros, que eso sí que se les daba bien a los holandeses. Con los otros dieciocho, mil seiscientos marineros, seiscientos soldados y quinientos cuarenta y cinco cañones, se dirigió a Puerto Rico con ánimo de conquistarlo. Desde allí, tenía planeado tomar La Habana, que era su idea fija desde que se iniciara en el corso.
Por el camino una de las urcas, la Vlissingen, se separó de la flota y de ella nunca más se supo. Probablemente naufragó. Con las diecisiete restantes, el veinticinco de septiembre de 1625, sobre las trece horas, el antiguo alcalde de Edam apareció ante San Juan.
En esa época, la ciudad estaba sin amurallar y con una guarnición muy escasa, unos trescientos soldados en el castillo de San Felipe de El Morro. Los castillos de San Antonio, San Gerónimo y San Cristóbal, aún no se habían construido.
El gobernador don Juan de Haro y Sanvítores, que llevaba solo veintisiete días en el cargo, había reforzado las defensas en la zona de Boquerón, en la playa este de la isleta de San Juan, por donde esperaba el desembarco. Sin embargo Enrico, en un golpe de audacia, atravesó la bahía, pasó por delante del castillo de El Morro cañoneándolo, y ancló sus naves en la rada de La Puntilla, fuera del alcance de la artillería española. En palabras de don Cayetano Coll y Toste: al favor del alisio brisote del mediodía se entraron de sorpresa dentro del puerto a velas desplegadas, como si hubieran penetrado en un surgidero holandés. Cuando, al paso de las urcas holandesas, los artilleros españoles hicieron fuego: muchas piezas al primer tiro se apeaban por estar las cureñas y encabalgamientos viejos, y algunos cañones había cuatro años que estaban cargados.
La antigüedad y el deficiente estado de los cañones españoles, permitieron que la arriesgada maniobra de Enrico fuera un éxito total. Ante la imposibilidad de impedir el desembarco de tan formidable adversario, el Gobernador ordenó evacuar la ciudad y se atrincheró en el Morro con sus tropas y algunos vecinos armados, con la intención de obligar al enemigo a un cerco prolongado, única posibilidad de recibir refuerzos. Los bancos de arena y el hondo calado de las urcas, retrasaron el desembarco de las tropas holandesas, lo que dio tiempo a que los vecinos se pusieran a salvo y a que el Gobernador reuniera en San Felipe de El Morro un total de trescientos treinta hombres (según el cronista Larrasa), con todas las armas y vituallas que pudieron reunir. También trasladaron a sus murallas seis cañones adicionales, algunos de ellos traídos de Boquerón, donde ya no rendían ningún servicio. Con el Capitán General don Juan de Haro, estaban entre otros, los capitanes Amézquita, Ávila, Botello, Mojica y Pantoja, que en los días siguientes grabarían sus nombres con letras de oro en el libro de honor de los valientes.
Al mismo tiempo don Juan de Vargas, anterior gobernador, organizaba una milicia de civiles voluntarios en el interior de la isla.
El veintiséis de septiembre, el corsario de la Compañía de las Indias Occidentales y ochocientos de sus hombres, se apoderaron de la ciudad vacía y establecieron su cuartel general en el Palacio de Santa Catalina, conocido como “La Fortaleza” por ser la primera fortificación que se había construido en San Juan. Actualmente es la residencia oficial del Gobernador de Puerto Rico. El resto quedaron en los barcos para llevar a cabo el bloqueo por mar de la posición española.
Mientras que sus tropas se dedicaban a un saqueo concienzudo y minucioso, Enrico mandó emisarios para instar al Gobernador español a rendirse, y en caso de negativa: ejecutaría a todos los españoles, incluidos viejos, mujeres y niños. La respuesta no pudo ser más clara: si todo el poder de Holanda hubiera desembarcado, a todo el poder de Holanda le haría frente… si queréis que os entregue las llaves de El Morro, venid a cogerlas.
Ante una actitud tan poco dialogante, Enrico intensificó el sitio de la fortaleza, emplazó baterías en el llano que media entre el castillo y la ciudad, y ocupó el fortín de El Cañuelo, situado en una isleta al oeste del puerto. Tras finalizar los preparativos, comenzó un bombardeo incesante de las posiciones españolas, al tiempo que progresaba la construcción de aproches para ir acercando más y más la artillería de sitio. Se estima que, cuando finalizó el asedio, los holandeses habían hecho no menos de cuatro mil disparos de artillería.
Los días pasaban, el asedio se prolongaba y los españoles no cedían. Las lanchas y canoas ligeras, burlaban una y otra vez el bloqueo por mar de los pesados navíos holandeses y llevaban alimentos a los sitiados. Uno tras otro, los asaltos holandeses eran rechazados y una tras otra, las misivas conminando a la rendición recibían la misma respuesta del Capitán General: ¡No! Se conoce que era hombre parco en palabras y poco proclive a cambiar de opinión.
El uno de octubre, un barco español cargado de suministros para los sitiados intentó aproximarse, pero fue repelido por las naves holandesas. El dos de octubre, en una rápida incursión, los españoles consiguieron capturar a un holandés que dio cumplida información sobre su número, posiciones y pertrechos. Durante la madrugada del tres de octubre, dos compañías de cuarenta hombres cada una, mandadas por los capitanes Sebastián de Ávila y Andrés Botello, asaltaron por sorpresa las trincheras enemigas, causando gran número de bajas.
Cuenta don José Morales Dorta en su obra “El Morro”, que el cinco de octubre fue un día especialmente aciago para los holandeses. El comandante del castillo, el donostiarra Juan de Amézquita, salió al mando de cincuenta hombres, destruyó las obras avanzadas holandesas y dio muerte a sesenta enemigos, un capitán y un sargento de zapadores. Ese mismo día, un artillero de El Morro acertó de lleno en un cañón holandés, haciendo saltar por los aires a los ocho servidores de la pieza. Entretanto, los voluntarios de la milicia organizada por don Juan de Vargas, no estaban mano sobre mano. Ese día destruyeron dos embarcaciones holandesas matando a veinte hombres y al capitán del Nieuw Nederlandt; y para rematar la jornada, ya de anochecida, sorprendieron a una lancha enemiga en la zona del río Bayamón, matando a dieciocho piratas y haciendo dos prisioneros que fueron llevados a El Morro.
El dieciséis de octubre, el capitán canario Andrés Botello, con treinta guerrilleros de la milicia, consiguió sorprender a los holandeses y tomar El Cañuelo, un pequeño fortín situado en la punta opuesta a la ocupada por El Morro en la bahía de San Juan. Mató a dos enemigos, capturó a otros catorce e incendió el baluarte.
El veintiuno de octubre, harto ya del continuo flujo de bajas y de la terquedad del Gobernador, el corsario hereje cumplió la amenaza expresada en su postrero ultimátum y mandó incendiar la ciudad causando pérdidas irreparables, como los archivos municipales o la excelente biblioteca del obispo Bernardo de Balbuena. Obviamente el Gobernador y Capitán General siguió en sus trece: ¿Rendición? ¡Qué rendición ni rendición! Como muy razonablemente había respondido a Balduino: si quemaba el lugar, valor tendrían los vecinos para construir otras casas, porque les quedaba madera en el monte y los materiales en la tierra. Don Juan de Haro no era baturro, no, era natural de Medina del Campo, pero en materia de cabezonería, cualquier rincón de España es bueno para nacer bien servido.
A pesar de esta denodada resistencia, el cerco se iba estrechando inexorablemente y las obras de fortificación y ataque de los sitiadores iban progresando día tras día.
Estando ya próxima la festividad de Todos los Santos, mientras un destacamento holandés ocupaba posiciones peligrosamente próximas a los baluartes haciendo fuego cerrado de mosquetería contra los sitiados, el comandante de El Morro don Juan de Amézquita Quijano, comprendió que no podía permitir mayores progresos en las obras de asedio y decidió llegado el momento de jugarse el todo por el todo.
De repente, bajó el puente levadizo y del castillo salió en tromba la infantería española con el propio don Juan a la cabeza. El choque fue brutal y el combate sangriento. Al mismo tiempo, el capitán Andrés Botello al mando de la milicia, atacó la retaguardia enemiga. Nuestros tercios se precipitaron sobre los holandeses con tal empuje, que a pesar de su abrumadora superioridad numérica, consiguieron ponerlos en fuga. O dicho en castizo, cuando los piratas vieron írseles encima a aquella caterva de fieras barbinegras, aquel tropel de basiliscos tronantes, aquella estampida de energúmenos con las caras desencajadas por la rabia contra los hideputas que les habían quemado sus hogares, entraron en esa suerte de paroxismo que la gente fina llama terror, y los de mi pueblo cagarse por las patas abajo, echaron a correr y no pararon hasta alcanzar el abrigo de sus barcos.
Cuenta don Antonio Valladares de Sotomayor en su “Historia geográfica civil y política de la isla de San Juan Bautista de Puerto-Rico”, que los españoles perseguían a los holandeses con tal furia, que sin mirar donde pisaban, caían con ellos en el fondo de los barrancos y derrumbaderos que hallaban a su paso. Y no satisfecho con esto el capitán Amezqueta y Quijano, jefe de los valerosos héroes de esta jornada, persiguió a los holandeses sin tregua hasta alcanzar a su general Balduino con quien empeñó a la espada un duelo personal y a muerte. Muerto quedó, en efecto, el general holandés en este lance; y sus soldados, fugitivos y dispersos, no pararon hasta llegar al abrigo de sus embarcaciones. Embarcados ya los sitiadores que lograran salir con vida de este trance, prisioneros muchos, y cubriendo otros con sus exánimes cuerpos el campo del combate, aquella noche los esforzados defensores de la patria española se atrevieron a levantar en las orillas del mar una trinchera y colocar en ella algunos cañones con los que comenzaron a batir a la escuadra enemiga: acto quizá más asombroso que el realizado durante el día por aquellos valientes. La escuadra levó anclas y se alejó de aquellas costas, después de perder un navío y sufrir en otros, averías importantes. Don Antonio Valladares (1737-1820), periodista, poeta y dramaturgo coruñés, basa estos hechos en relaciones publicadas por la “Gaceta Americana”.
El duelo a espada entre el comandante español y el general holandés, es corroborado por don José Morales Dorta en su obra “El Morro”, y recreado por don Cayetano Coll y Toste en su narración “Una buena espada toledana” que forma parte de su obra “Leyendas puertorriqueñas”. En cambio, don Héctor Andrés Negroni en su ya mencionada “Historia militar de Puerto Rico”, da la siguiente versión: El 5 de octubre se lleva a cabo otro ataque a las trincheras holandesas en el cual se cubrió de gloria el puertorriqueño Juan de Amézquita al medirse en combate con un capitán holandés, el Capitán Wessel o Vseel.
Lo cierto es que, fuera o no el protagonista del duelo, el delegado del príncipe de Orange no murió. Según versiones, quedó malherido y fue retirado por los suyos que se refugiaron en sus barcos, dejando atrás numerosos prisioneros que serían ahorcados.
Los navíos holandeses permanecieron anclados en la bahía en espera de vientos favorables. Los sitiados se convirtieron en sitiadores. Abandonaron las murallas de El Morro y emplazaron baterías próximas al fondeadero holandés y a lo largo del camino de salida. Desde allí se dedicaron a barrer las cubiertas y los aparejos con nutrido fuego artillero y de mosquetería.
Por fin, el primero de noviembre pudieron los piratas levar anclas y embocar la salida bajo un intenso cañoneo español. Según el cronista Larrasa, cada barco recibió el fuego de no menos de treinta piezas. Además, uno de sus más formidables buques, la nave capitana Medenblink propiedad del príncipe de Orange – quinientas cuarenta toneladas, treinta y dos cañones y ciento veintiséis hombres –, encalló y hubo de ser abandonada a pesar de los esfuerzos de los navíos que acudieron en su auxilio. Las restantes urcas, aunque muy dañadas, lograron salir de la bahía y ponerse a salvo; lo cual, en palabras de don Héctor Andrés Negroni: No debe ser tanto un tributo para los holandeses que pudieron entrar y salir del puerto, sino una vergüenza para los artilleros españoles que no hundieron la flota entera.
Tras la huida, los holandeses dejaron atrás cuatrocientos muertos mientras que, entre los españoles, las bajas fueron solamente once.
Aún realizó Balduino un nuevo intento de invasión atacando la ciudad de Aguada, en la costa occidental de la isla, pero la milicia local estaba precavida y lo derrotó nuevamente.
Abandonada definitivamente la pretensión de conquistar Puerto Rico, el corsario y su flota rondaron por Santo Domingo, Araya y las Antillas, intercambiando cañonazos con las defensas costeras españolas, aunque sin causarles inquietud, y saqueando poblaciones indefensas como Pampatar y el Pueblo de la Mar (hoy Porlamar) en la islita venezolana de Margarita, o Cabañas en Cuba.
Ocho meses después, en palabras del cronista cubano: al frente de la Habana, el día 2 de julio de 1626, sucumbió este almirante holandés, de resultas de una herida recibida el año anterior en Puerto Rico, peleando cuerpo a cuerpo con el capitán don Juan de Amézquita. Allí, frente a la presa que había codiciado hasta la obsesión, murió este corsario holandés al que, en criterio de sus victoriosos enemigos, le sobraba alguna consonante en el nombre y varias más en el apellido. Su flota regresó a Holanda, donde llegaron solamente setecientos corsarios.
En el magistral relato de don Cayetano Coll, cuya riqueza léxica apabulla al más leído, el duelo entre Enrico y Amézquita fue a espada y daga, como era costumbre en la época. Esta es mi propia recreación basada en lo que cuentan don Cayetano y don José Morales.
El capitán español, con aire arrogante y retador, empuñaba su espada toledana de cazoleta calada, cuya hoja llevaba grabado el mote: No me saques sin razón, ni me guardes sin honor.
El general holandés, que ostentaba merecida fama de ser el mejor espadachín de Holanda y aún de todas las Provincias Unidas, había exhibido su pericia en innumerables duelos tanto en Europa como en América… y seguía vivo.
Ya desde los primeros compases, se evidenció que ambos contendientes dominaban los fundamentos del noble arte de la esgrima y sabían ponerlos en práctica con solvencia. Ambos eran de similar estatura y discípulos aventajados de Capo Ferro y Carranza Pacheco, los mejores maestros de esgrima del momento. No cruzaron sus aceros, sino que mantuvieron las espadas en guardia de punta, y las dagas a la altura de sus petos. Avanzaron con precaución, con los músculos doloridos a fuer de tensos, prestos a convertir el menor descuido del adversario en su último error. El holandés, duelista experimentado, estrechaba a Amézquita haciéndolo retroceder y girar de flanco, con el fin de ponerlo de cara al sol. El capitán español, viendo una oportunidad en esta maniobra, aunque muy arriesgada, le seguía el juego, acomodándose a los intentos de su contendiente. Cuando tuvo el sol de cara, entornó los ojos, más acostumbrados que los de su enemigo a la cegadora luminosidad boricua, y esperó su ataque, tenso como cuerda de guitarra. El corsario que vio llegada la ocasión que había estado preparando, aprestó su estocada y entró a fondo, abriendo la guardia en el movimiento. La reacción de don Juan fue instantánea, hizo el quite con la daga, desviando el acero de su enemigo, al tiempo que su toledana encontraba una vía expedita para introducirse en el cuello del holandés.
Los suyos lo retiraron prontamente perdiendo sangre a borbotones, mientras que el español caballerosamente los dejó hacer, desdeñando rematar al enemigo indefenso.
El rey Felipe IV premió la hazaña del capitán don Juan de Amézquita y Quijano con mil escudos y un ascenso. En 1632 lo nombró gobernador de Cuba donde, el 15 de marzo de 1635, abortó un nuevo intento holandés de invasión. En 1636 renunció a su cargo para regresar a Puerto Rico.
En el Campo de El Morro, se erigió un monumento funerario conmemorativo de este señalado triunfo, en honor a los defensores de San Juan. Sorprendentemente, el nombre del heroico capitán brillaba por su ausencia, motivo por el cual, don Cayetano Coll y Toste (1850-1930), terminó su relato exclamando: ¡Que repugnante herrumbre es, en una sociedad, el olvido de sus muertos de valía! Opinión con la que no puedo estar más de acuerdo.
En 1925, durante la celebración del tricentésimo aniversario de la derrota holandesa, el monumento fue dedicado al capitán Amézquita, y en 1940, Estados Unidos dio el nombre de Fuerte Amézquita al que inauguró en la isla de Cabras.
Buenos. Gracias Por la información.
Busco image de Boudewijn Hendricksz. Print o pintura. No veo mucha información sobre el en términos de images.
Gracias. Mark
Siento no poder proporcionarte ninguna. Un saludo.
Busco fotos del castillo de el morro de los años pasados si es que existen las mas viejas que se puedan conseguir exterior e interior. Y de la guerra en el llano o fotos. Gracias
Las que tengo las hice yo en el verano del 2009, así es que no son antiguas.
Tengo entendido que el nacio en la ciudad de Edam (patria del queso de bola). Ahi podrias encontrar mayor informacion.
Gracias por la sugerencia. Un saludo.
Hola. Muchas gracias por su trabajo. ¿Sabe usted qué fuentes primarias narran estos eventos (expedición de holandeses a Puerto Rico)?
No. Yo he utilizado fuentes secundarias.