Un año memorable

Por muchos motivos, 1983 puede considerarse el año en el que, definitivamente, se cierra la Transición. El año en el que levanta el vuelo la nueva etapa democrática, que había quedado oficialmente inaugurada con la entrada en vigor de la Constitución de 1978.

Atrás quedaban unos años procelosos, cuajados de riesgos que habíamos sabido conjurar y de asechanzas que habíamos sabido sortear. Atrás quedaba el acongojante asesinato del presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco el 20 de diciembre de 1973. Atrás quedaba la muerte del Dictador el 20 de noviembre de 1975, el consecuente vacío de poder y el inquietante futuro que auguraba; la inverosímil aprobación, en enero de 1977, de la Ley para la Reforma Política con la que las Cortes franquistas ejecutaban su propia inmolación; los dificilísimos Pactos de la Moncloa tan hábilmente conducidos por Adolfo Suárez González y firmados el 25 de octubre de 1977; y el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.transicion_democratica

En las elecciones generales de 28 de octubre de 1982, el PSOE supo ilusionar a casi el cincuenta por ciento de los veintiún millones de votantes. En aquella España con treinta y siete millones y medio de habitantes, más de diez millones cien mil españoles con derecho a voto, creímos firmemente, profundamente, que el gobierno socialista encabezado por Felipe González Márquez, el joven adalid sevillano que nos había encandilado con su oratoria, representaba el bálsamo de Fierabrás que iba a curar a España de sus males seculares agravados por cuarenta años de atraso y enquistamiento. Albergamos la sincera convicción de que implementaría sus promesas electorales; de que ante nosotros, se abrían cien años de honradez y de progreso.

Pero al margen de ideologías o de simpatías políticas, España entera respiraba ilusión, esperanza, empuje. Los españoles volvíamos a creer en nosotros mismos, y si algo simbolizó esa vorágine de confianza y autoafirmación o, como gusta decir hoy, de asertividad, fue nuestro espectacular despegue en el terreno deportivo. Puede decirse que en ese bendito año de 1983, se rompió para siempre el maleficio que parecía pesar sobre nuestros deportistas en las competiciones internacionales.

img756En el Campeonato Europeo de Baloncesto Masculino, que se celebró en Francia entre mayo y junio de 1983, nuestra selección maravilló con su juego y con sus victorias, aunque perdiera la final frente a Italia. Esos mismos Antonio Díaz Miguel, Epi, Corbalán, Martín, Solozábal, Iturriaga, Romay, etc. apenas un año después, nos llevarían hasta el éxtasis en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles celebrados en el verano de 1984. A aquel equipo de leyenda, le cupo el mérito de mantenernos despiertos madrugada tras madrugada hasta las claras del alba, para mandarnos a la cama con la ilusión saturada de jugadas espléndidas, el espíritu henchido de gozo y el orgullo enaltecido por la victoria. Tanto se extendió la costumbre de trasnochar cuando había partido, que el suplemento dominical de mayor tirada de la época, publicó toda una serie de recetas de tentempiés para amenizar la noctámbula espera. Alguna de ellas aún sigue formando parte de mi recetario habitual. La final se perdió frente al “Equipo de ensueño” de Estados Unidos, encabezado por Michael Jordan; pero, en verdad, no hubo español al que aquella plata olímpica no le supiera a oro de veinticuatro quilates.

Sin embargo, si tuviera que señalar un momento concreto en el que el deporte español, dando un puñetazo encima de la mesa, proclamó: A partir de ahora contad conmigo, estoy entre los mejores y he venido para quedarme; yo elegiría el veintiuno de diciembre de 1983. Aquella tarde de miércoles prenavideño, en el estadio Benito Villamarín de Sevilla y animada por solo treinta mil espectadores, poco más de la mitad del aforo, la selección española de fútbol se jugaba, frente a la de Malta, su pase a la Eurocopa de 1984; pero para conseguirlo debía vencer… ¡por once goles de diferencia! Probablemente, ningún otro equipo del mundo lo hubiera conseguido, pero el nuestro sí, el nuestro lo hizo y apeó a Holanda de la clasificación. Miel sobre hojuelas. Pero como para los españoles nunca las proezas han resultado fáciles, el primer tiempo terminó con el magro resultado de tres a uno. La cosa no pudo empezar peor, pues a poco de iniciarse el partido, Señor falló un penalti. Santillana hizo bien su trabajo, marcó los tres tantos, aunque tras el 1-0, en la primera ocasión que los malteses dispararon a puerta, desde fuera del área, el balón rebotó en Maceda y fue a parar a la red española fuera del alcance del portero Buyo. Otro golpe de mala suerte que no auguraba nada bueno. Quedaban solo cuarenta y cinco minutos para marcar nueve goles y terminar doce a uno… si es que Malta no conseguía ningún tanto más. ¿Un gol cada cinco minutos? ¡Imposible! Ni siquiera en la mágica Sevilla, ni durante las mágicas fechas navideñas. Imposible de todo punto… y sin embargo lo hicieron. Creyeron en sí mismos y lograron la hazaña.

marca_portada_malta_ESEn la segunda mitad los españoles desplegaron toda su furia, su rabia, su coraje. Tras marcar, recogían el balón y volaban con él al centro del campo. No había un segundo que perder. En el minuto cuarenta y siete marcó Rincón y comenzó el festival. Con cada nuevo tanto, acudían más y más espectadores al Benito Villamarín que, para ayudar al triunfo, había abierto sus puertas tras el descanso. Otros muchos se agolpaban en los alrededores del estadio. Una nación entera entraba en éxtasis. ¿Serían capaces de lograr la hazaña? Los malteses se arrugaron, se encerraron en su campo, formaron una muralla en torno a su área y se dedicaron a perder tiempo con un descaro irritante. Sobre el terreno solo parecía haber camisetas rojas corriendo por todas partes, regateando, pasando… y marcando. Cuando, en el minuto setenta y ocho, Rincón marcó el décimo gol, el presidente de la Federación Maltesa de Fútbol abandonó el palco. Faltaban solo diez minutos cuando Sarabia marcó el undécimo con su elegante estilo habitual. Tan solo uno más y se culminaría la gesta. ¿Harían presa en nuestros jugadores el nerviosismo y la presión? ¿Nos quedaríamos otra vez más en un “casi”, “por poco”, “que mala suerte”? ¿Volverían a imponer su ley los complejos, las inseguridades y los miedos que, invariablemente acompañan a los perdedores? España entera estaba en vilo… Y sí, por fin. En el minuto ochenta y cinco, tras cuatro fallos consecutivos de la delantera española, el centrocampista Señor recibió un balón rechazado por la defensa maltesa y, desde fuera del área, bordó un disparo inalcanzable para el portero Bonello. El habitualmente flemático José Ángel de la Casa, perdió la voz mientras cantaba el gol definitivo, pero no importó; ya nadie lo escuchaba porque toda España estaba gritando a la vez ¡GOOOOOOOO…OL! Aquel grito lo dejó bien claro: ¡España había vuelto por donde solía! Aún hubo un decimotercer tanto de Gordillo, que el árbitro anuló por fuera de juego imaginario.

En la Eurocopa de 1984, aquella selección llegó a la final, que perdió frente a la anfitriona Francia. Desde entonces, España dejó de ser la eterna perdedora y se convirtió en finalista habitual de todo tipo de competiciones deportivas. Y hasta hoy. Pero mucho ojo, porque tal y como advierte el azulejo tabernario: verás como viene alguien y lo jode.


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