
Dijsselbloem es el político holandés que ha menospreciado a los europeos del sur de forma pública e institucional.
Jeroen René Victor Anton Dijsselbloem es economista, ministro de finanzas de los Países Bajos y actual presidente del Eurogrupo. Ya algo debieron de barruntar sus padres acerca del prometedor futuro de su retoño, cuando lo cristianaron con un patronímico tan florido y prolijo.
Uno, en su inocencia, a tan conspicuo y exitoso personaje le atribuye de oficio presunción de inteligencia, de seriedad, de formalidad y de todo eso ¿no? Pues no. El fulano ha resultado ser un auténtico soplagaitas con toda la cuerda dada. Se ha descolgado diciendo en el Frankfurter Allgemeine Zeitung que en los países del sur de Europa la gente se gasta el dinero en alcohol y en mujeres, y luego pide ayuda ¡…!
Y, digo yo ¿es que para Dijsselbloem las mujeres no son gente? Y añado ¿es que Dijsselbloem ignora que, según datos de la Organización Mundial de la Salud, Grecia e Italia están entre los países más abstemios de Europa, mientras que en España el consumo de alcohol es similar al de Alemania y Países Bajos, e inferior al de Francia o Gran Bretaña?
Lo que sí es seguro es que este insolente deslenguado con cara de haberse atragantado con un pepinillo en vinagre, hace caso omiso de los nefastos inventos económicos con los que sus conciudadanos de antaño embarraron el devenir histórico de Europa en materia financiera. Por eso resulta pertinente y esclarecedor recordar algunas cosas a propósito de Holanda.
No me entusiasman los holandeses, no lo puedo remediar. Reconozco sus muy variados y cumplidos méritos, como no podía ser de otro modo, pero no despiertan en mí ese inefable sentimiento que llamamos simpatía. Los veo como gentes recelosas y ambiguas, siempre atentas a rebañar unos centimillos al menor descuido. Y mi antipatía se renueva cada vez que oigo su himno nacional, que contiene estrofas como ésta: Mi alma se atormenta / Oh noble pueblo y fiel / Viendo cómo te afrenta / El español cruel.
No es casualidad que fueran los inventores de la concavidad que se oculta en la base de las botellas de vino reduciendo arteramente su capacidad.
Otro de sus inventos imperecederos, también hijo de la avaricia, fue la burbuja financiera. Ocurrió que, en el siglo XVII, su embajador en Constantinopla conoció los tulipanes. La flor causó furor en Holanda por su belleza y porque vieron la posibilidad de enriquecerse a su costa. Los tulipanes, raros y de elevado precio, se convirtieron pronto en un símbolo del estatus social de sus poseedores. Al amparo del buen momento económico, la demanda aumentó sin parar, los precios se dispararon y los derechos de compra de los bulbos de la siguiente primavera (1637), subieron y subieron de precio con cada cambio de titular. Hubo variedades que se cotizaron a 6.000 florines el bulbo, veinte veces el salario medio anual de un holandés de la época. Todos pugnaban por enriquecerse y el trapicheo de recibos de compra alcanzó tal volumen, que la mayoría de ellos se hacían por bulbos que ni existían, ni iban a existir jamás. Cuando los más espabilados comprendieron lo que estaba sucediendo y empezaron a vender sus participaciones, cundió el pánico y estalló la burbuja. El desastre total llegó el 5 de febrero de 1637. Ese día, todos quisieron vender y no encontraron a nadie dispuesto a comprar. Muchas familias que se habían endeudado por encima de sus posibilidades ante la expectativa de un enriquecimiento rápido y fácil, se hundieron en la ruina absoluta.
Sin embargo, su invento más destacado es el de la especulación, un auténtico monumento al afán inescrupuloso de lucro. A principios del siglo XVII, la Compañía de las Indias Orientales comenzó a emitir acciones. Para hacerlas accesibles a los pequeños ahorradores, idearon unas participaciones llamadas acciones Ducaton, valoradas en un décimo de la acción normal. Algo así como nuestras participaciones en los décimos de la lotería de Navidad. Pero, no contentos con poner en circulación esa ficción bursátil o, como la llamó de la Vega, “fullería del ducatón”, permitieron que los inversores adquirieran acciones prestadas hasta por cuatro quintos de su valor de mercado. Así se forzaba la bajada de precio de las mismas para recomprarlas después más baratas. Esta tramposa práctica, se ha prohibido una y otra vez durante las crisis económicas recidivantes que periódicamente empobrecen a todo el mundo menos a unos cuantos espabilados sin escrúpulos.
Lo que no se puede negar es que la codicia estimula el ingenio de los holandeses, lo cual sería muy loable si, de paso, reconocieran su propia historia y guardaran el debido respeto a los artífices de la cultura europea y padres de la civilización occidental.