1 –Alejandro Dumas, cocinero antes que escritor
Alejandro Dumas, además del genial escritor que todos conocemos, fue un gran aficionado a la cocina. Es más que probable que aprendiera de su abuelo materno, Claude Labouret, que fue jefe de sala de aquel duque de Orleans apodado “Felipe Igualdad” al que sus camaradas revolucionarios guillotinaron. Al quedarse en paro, abrió una hospedería en Villers-Cotterets –L’Ecu de France- en la que se crio el pequeño Alejandro entre fogones y cocineros. ¿Qué mejor ambiente para desarrollar inclinaciones gastronómicas? Durante toda su adolescencia y juventud sus mayores aficiones fueron cazar y cocinar las piezas cobradas.
Con la inmodestia que lo caracterizaba, Dumas escribió de sí mismo: soy un buen cocinero y un verdadero gourmet; o esta otra perla de modestia coquinaria: …muchas personas, después de haber leído mis libros han discutido su valor, pero ningún glotón ha puesto en duda el valor de mis salsas después de haberlas probado. Y, vanidad aparte, debía de ser verdad porque sus amigos eran de la misma opinión. Así lo afirma, por ejemplo, Aurore Dupin (George Sand), que recogió en su diario anotaciones como ésta: Dumas padre, cocinó la cena entera desde la sopa a la ensalada. Ocho o diez maravillosos platos. Y al propio Dumas le escribió: …todavía recuerdo, padre Dumas, aquella cena que nos preparó con una sopa española de ajo, unas perdices maravillosas y una ensalada. Para chuparse los dedos.
Cuando estaba en París, todos los miércoles organizaba en su casa cenas para quince invitados y él mismo cocinaba los platos con el concurso de su cocinero Julien. En cierta ocasión cocinó delante de sus invitados para desmentir el rumor de que era Julien el que cocinaba y él quien se atribuía el mérito. Pero no contento con enredar en los fogones de su propio domicilio, cuando se alojaba en hoteles o posadas, Dumas tenía la costumbre de colarse en la cocina y, mediante generosos sobornos, conseguir que lo dejaran tomar el control de sartenes y perolas. Así se lo contaba el poeta Louis Bouilhet al novelista Gustave Flaubert en mayo de 1858: Dumas, en camisa, mete mano a la masa, corta la cebolla, remueve las ollas, dora la pularda, hace una tortilla fantástica… y les da 20 francos a los pinches.
No es pues nada extraño que cuando Dumas tuvo oportunidad de recorrer España, le prestara la máxima atención a la cocina española al igual que hizo con las cocinas de los muchos países que visitó.
2 – En la cumbre del éxito
En 1844 Dumas, a sus cuarenta y dos años, era ya un autor famoso y acaudalado. Se calcula que ingresaba unos doscientos mil francos oro… ¡anuales! Una auténtica fortuna que se dio buena maña en malrotar a base de lujo, despilfarro y generosidad. En sus propias palabras: ¡Jamás he negado dinero a nadie, excepto a mis acreedores! Acreedores, por cierto, que lo persiguieron con ahínco durante toda su vida… pero él fue más rápido. Ese año publicó la primera de las dieciocho entregas en las que dividió EL CONDE DE MONTECRISTO y, a comienzos de la primavera, comenzó a publicar LOS TRES MOSQUETEROS en el diario parisino “La Presse”, también en forma de folletín. La novela de aventuras más famosa de un siglo pródigo en ellas y una de las más leídas y traducidas de toda la historia de la literatura, está ambientada en la corte de Luis XIII, su esposa española Ana de Austria, y su taimado primer ministro Armad Jean du Plessis, cardenal y duque de Richelieu. En palabras del propio Dumas: la historia es un clavo del cual cuelgo mis novelas… está permitido violar a la historia siempre que se le hagan hijos. Nunca le preocuparon a Dumas ni la precisión histórica de sus novelas, ni la fidelidad de sus recetas. Siempre acomodó la historia y la gastronomía a los dictados de su poderosa imaginación.
En vista del éxito arrollador que tuvieron D’Artagnan y sus camaradas, al año siguiente, 1845, publicó la segunda parte: VEINTE AÑOS DESPUÉS. En cambio, la novela que cerraba la trilogía, EL VIZCONDE DE BRAGELONNE, tuvo que esperar hasta 1850 para ver la luz.
Dumas fue un hombre resuelto, aventurero, sensual, un viajero apasionado, un trabajador infatigable y exitoso que ganó ingentes cantidades de dinero, pero tan derrochador y dadivoso que rayó en la prodigalidad; y con un sarcástico sentido del humor que conservó hasta el final de su vida. Cuando ya viejo, enfermo y arruinado, fue a refugiarse a casa de su hijo Alejandro huyendo de los prusianos que se acercaban a París con aviesas intenciones, nada más entrar y para prevenir posibles recriminaciones, le mostró dos luises de oro y le dijo: Mira Alejandro, todo el mundo dice, y tú mismo, que he sido muy pródigo. Ya ves como os equivocáis. Cuando llegué a París solo tenía dos luises en el bolsillo y, como puedes ver, todavía los conservo.
3 – Alejandro Dumas viaja a España
En el año 1846, Dumas estaba en la cumbre de la popularidad tanto en Francia como en el resto de Europa. En los primeros días de octubre, Narcisse Achille Salvandy, ministro de Instrucción Pública y amigo personal de Dumas, le ofreció asistir como cronista oficial a la boda del duque de Montpensier Antonio de Orleans, hijo menor del rey de Francia Luis Felipe I, con la infanta María Luisa Fernanda de Borbón, hermana menor de la reina Isabel II de España.
Sobre la joven contrayente escribiría Dumas: Era, con sus quince años, la hermana más bonita, de hermosos ojos, cabellos admirables, porte de cabeza muy noble y fisonomía delicada. Cualidades que debió de heredar la séptima hija de la pareja, María de las Mercedes de Orleans y Borbón, esposa de Alfonso XII, a decir de las coplas populares que la inmortalizaron.
Dumas, hombre de decisiones rápidas y amante de la acción, aceptó de inmediato el encargo. Así lo escribió en la correspondencia que mantenía con cierta dama parisina residente en Italia: Una mañana recibí una invitación para almorzar con un viejo y querido amigo, académico, hombre de letras y actualmente ministro, a quien hacía dos o tres años que no había visto… Y lo que son las cosas, señora: al salir de mi casa para ir a la del señor Ministro, yo no sabía que tendría que emprender un viaje. Al volver, ya tenía decidido salir al día siguiente porque no había tiempo que perder; veinticuatro horas son una breve introducción para un viaje de tres o cuatro meses.
Dumas no perdió ni un segundo: De regreso a mi casa, escribí varias cartas que envié por mi criado… Decían así: “Querido amigo: salgo mañana para España. ¿Quiere usted venir conmigo? En caso afirmativo solo tiene usted que preparar una valija lo más pequeña posible. Yo me encargo de lo demás”. Siempre de usted. A. Dumas.
A la mañana siguiente, al despuntar el alba, estaban todos en el patio de las diligencias Laffite-Caillard, dispuestos para emprender viaje hacia España. El grupo lo componían el propio Alejandro Dumas (1802-1870) que a la sazón contaba cuarenta y cuatro años, su hijo Alejandro (1824-1895) de veintidós, su secretario y poeta Auguste Maquet (1813-1889), su buen amigo el pintor Louis Boulanger (1806-1867), y su peculiar criado abisinio Eau Benjoin. En Madrid se les unieron el periodista y escritor Amédée Achard (1814-1875) y los pintores Adolphe Desbarrolles (1801-1886) y Eugène Giraud (1806-1881), que habían partido antes.
Las experiencias y observaciones del viaje, las iría relatando en cartas dirigidas a la mencionada dama cuya identidad ocultó tras un seudónimo, aunque hay serias sospechas de que tal dama no fuera más que un recurso literario para justificar el estilo epistolar de su relato: Un viaje como el que he emprendido, sin ningún itinerario trazado, sin obediencia a ningún plan… se adecuará maravillosamente a la literatura epistolar, casi ilimitadamente libre. Esta correspondencia, bajo el título CARTAS SELECTAS, la publicaría en el diario parisino «La Presse«.
El viaje no estuvo exento de las peripecias, inconvenientes y dificultades que inevitablemente acompañaban a los viajeros de la época. Muchas se solventaron felizmente gracias a la popularidad de la que gozaba Dumas, como el paso por la frontera de Irún en la que el jefe de la aduana, cuando leyó su nombre en las maletas, lo colmó de elogios y ordenó que no les revisaran ni tan siquiera el equipaje de mano. Gracias a ello pudieron pasar las armas que llevaban ocultas en el carruaje. Dumas comentó a sus compañeros: Decididamente, señores, estamos en el país que ha visto nacer a Lope de Vega, a Cervantes y a Velázquez. Pero si ellos hubiesen venido a Francia y hubiesen dado sus nombres, estoy seguro de que les habrían registrado hasta la epidermis. Ya en Madrid, escribiría: Soy más conocido y tal vez más popular en Madrid que en Francia… los españoles creen ver en mis obras un no sé qué castellano que les produce un cosquilleo agradable en el corazón. Hasta tal punto es esto cierto que antes de ser caballero de la Legión de Honor en Francia, he sido Comendador de Isabel la Católica en España.
Así, aunque con el tiempo justo pues había llegado la noche antes, el diez de octubre de 1846, tal y como estaba previsto, estuvo el cronista en la boda que se celebró en el Palacio Real de Madrid. La novia tenía quince años y el novio veintidós. En la misma ceremonia también contrajeron matrimonio la reina Isabel II de dieciséis años, y su primo hermano Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, de veintidós, al que todos, incluida Isabel, apodaban “Paquita”.
A la doble boda siguió una semana de festejos con luminarias, toros, bailes populares, fuentes de leche y de vino en la Plaza Mayor, fuegos artificiales, meriendas en la pradera de San Isidro… celebraciones y espectáculos que Dumas describió en su correspondencia con todo lujo de detalles. Todo le llamaba la atención y las corridas de toros le causaron honda impresión. Quien no haya visto España no sabe bien lo que es el sol; quien no haya oído el rumor de un coso taurino no sabe lo que es el ruido. A la salida de su primera corrida de rejoneo comentó: ¡Cómo va uno a hacer dramas después de ver esto!
Doce días permanecieron los viajeros en Madrid, y bastaron para que Dumas la describiera como: La ciudad hospitalaria donde he disfrutado de doce de los días más felices de mi vida. Jean Charles Davillier que visitó España dieciséis años después y escribió el conocido VIAJE POR ESPAÑA ilustrado por Gustave Doré, le atribuyó a Alejandro Dumas la frase: África empieza en los Pirineos. Los Dumas, padre e hijo, siempre lo negaron de forma categórica. Por el contrario, Dumas padre sí dejó escrito en su correspondencia: Decididamente Madrid es la ciudad de los milagros. Yo no sé si Madrid gallardea siempre con estas iluminaciones, estos bailes, estas mujeres; pero lo que sí sé es que, ahora que gracias a las precauciones que he tomado tengo asegurada mi existencia material, me acometen violentos deseos de naturalizarme español y domiciliarme en Madrid.
Tras cumplir con sus obligaciones como cronista, Dumas y sus acompañantes recorrieron parte de la geografía española. Habían entrado en España por la frontera de Irún, y pasando por Tolosa, Vitoria, Miranda de Ebro, Burgos, Aranda de Duero y el puerto de Somosierra, habían llegado a Madrid en dos días. Allí habían permanecido casi dos semanas asistiendo a la boda y a los espectáculos y celebraciones que la acompañaron. Después visitaron El Escorial y siguieron su recorrido hacia el sur parando en Toledo y Aranjuez. Luego visitaron Puerto Lápice, Manzanares, Valdepeñas, Despeñaperros, La Carolina, Bailén, Jaén, Granada, Córdoba (donde dedicaron varias jornadas a cazar en Sierra Morena), Sevilla y Cádiz, en cuyo puerto embarcaron hacia Argelia.
Dumas publicó poco después, entre 1847 y 1848, el relato de su periplo español presentado en forma epistolar, en cinco volúmenes, con el título DE PARÍS A CÁDIZ. IMPRESIONES DE VIAJE.
El relato, tan brillante como sus novelas aunque un tanto errático y deslavazado, está salpicado por los tópicos al uso entre los numerosos viajeros románticos que nos visitaron. Los que el hispanista italiano Arturo Farinelli definió como fantasías, locuras y disparates sobre España y los españoles. La reacción que provocó entre nuestros intelectuales fue de muy severo rechazo, quizás demasiado, porque junto a los manidos lugares comunes hay aportaciones interesantes que merecen ser tenidas en cuenta. En palabras de Azorín, son páginas ligeras, frívolas, ingeniosas, y algunas exactas. Cabe mencionar, por ejemplo, el retrato de España como un paraíso natural y la manera moderna y novedosa para la época, de ver y describir los paisajes españoles. Así, impresionado por los campos de azafrán de La Mancha, escribe: Aquellos lagos rosas eran lagos de flores; aquellos lagos de flores eran la riqueza de la tierra al mismo tiempo que su galanura. Y al atravesar Sierra Morena: Una mezcla de aromas con que embalsaman la brisa las adelfas, los madroños con sus bayas purpúreas y los arbustos resinosos que son en esta magnífica sierra, lo que el césped en los prados.
También son dignas de mención las acertadas observaciones sobre la diversidad de los españoles y la dificultad que supone para lograr una organización nacional unitaria, así como las consecuencias sociales y políticas que origina dicha diversidad, cosas estas que lo llevan a concluir: …en fin, todos los hijos de las doce Españas que consintieron formar un solo reino, pero que no consentirán jamás formar un solo pueblo.
4 – La gastronomía en la literatura de Dumas
Una parte nada desdeñable de su relato epistolar, lo dedica Dumas a exponer los usos gastronómicos que fue conociendo en su peregrinaje por las posadas y mesones de la vieja piel de toro. Además de describirlos en las cartas, va tomando notas en su cuaderno de viaje que, andando el tiempo, le servirán de base para escribir su primera obra sobre gastronomía: COCINA ESPAÑOLA. Años después será incluida como un capítulo de su GRAN DICCIONARIO DE COCINA, una magna obra que contiene una amplia colección de recetas, de observaciones y de anécdotas recogidas en sus muchos viajes, en cuyo relato Dumas derrocha la misma imaginación y entusiasmo que en sus novelas.
Aunque Dumas vivió siempre fascinado por la gastronomía, no le dio cauce literario hasta los últimos años de su vida: Quiero que mi obra literaria, que se compone de más de quinientos volúmenes, se clausure con uno de cocina. Y así fue. En el verano de 1869 se retiró a Roscoff, en Bretaña, un lugar tranquilo donde empezó a escribir, por encargo del editor Alphonse Pierre Lemerre, su gran libro de cocina. En marzo de 1870 envió parte del manuscrito al editor. Lamentablemente murió en diciembre de ese mismo año, y Lemerre encargó la finalización del libro a algunos de sus colaboradores habituales. Fue editado en París en el año 1873.
Hay en este libro, en lo que a la cocina española se refiere, una serie de observaciones y comentarios muy poco afortunados. Cabe pensar que pudieron ser fruto del clásico chovinismo francés que lo llevó a considerar la cocina francesa como la medida de todas las cocinas, y a rechazar e incluso despreciar todo lo que le fuera ajeno: aceite de oliva, vinagre, ajo, garbanzos, técnicas y formas de preparación diferentes, etc. También hay que considerar la fértil inventiva de Dumas, su arrogante vanidad y su supina ignorancia de los usos culinarios españoles. Esto unido a una impulsiva tendencia a los juicios rápidos, faltos de información y ayunos de reflexión, puede explicar algunas ideas, recetas e interpretaciones que de otro modo resultan inconcebibles. Sin embargo, llama la atención que una parte de estos juicios no aparecen en los abundantes comentarios gastronómicos contenidos en las cartas escritas durante su viaje por España veintisiete años antes y publicadas como CARTAS SELECTAS. Ello induce a sospechar que parte de las críticas acerbas pudieran no haber salido de la pluma del novelista sino de las aportaciones de algunos de sus «negros» (se le han contabilizado hasta setenta y seis) de los que Dumas, lejos de ocultarlos, presumía con arrogancia diciendo: ¡Tengo más colaboradores que Napoleón generales! Dumas era mulato y tenía acusados rasgos negroides, por lo que se le conocía popularmente como “el negro”. En 1845, Eugène de Mirecourt lanzó un libelo en el que se describía a Dumas como el malvado dueño de una galera de negros esclavizados escribiendo sus novelas. Desde entonces, a los colaboradores que escribían las obras que después él arreglaba y firmaba, dieron en llamarlos “los negros del negro”. Ese es el origen de llamar negro literario al escritor que escribe para que su obra la firme otro más famoso. Al menos en Francia y en España, porque en los países angloparlantes se le llama escritor fantasma… más elegante, forzoso es reconocerlo.
5 – Selección de comentarios y opiniones sobre gastronomía española
– Sobre pucheros, cocidos y ollas podridas
En la correspondencia de Dumas, además de las críticas que sublevaron el patriotismo o el mero sentido de la justicia de nuestros antepasados, también hay elogios y alabanzas, bien es verdad que dirigidos más hacia la abundancia y calidad de las materias primas que hacia la gestión que de ellas hacían los cocineros españoles. Así, tras atravesar la frontera de Irún, el primer sitio en el que pararon los viajeros a tomar un refrigerio fue Tolosa, y allí: Entramos en una especie de posada donde tomamos chocolate que era excelente y lo acompañaban unos vasos de agua con una especie de panecillos blancos que nos eran desconocidos, y que se disolvían en el agua y la hacían muy dulce y perfumada. Se conoce que los franceses desconocían los azucarillos y, a lo que parece, les gustaron.
Continuando ruta, almorzaron en la diligencia gracias a la generosidad de un compañero de viaje madrileño que compartió con ellos sus vituallas: pan, vino y pollo. Era Dumas un comilón de una voracidad insaciable, una de esas personas que viven para comer y que no bien acabada una comida ya están pensando en la siguiente. Hay que suponer por tanto que, tras una colación tan liviana para su formidable apetito, las horas de diligencia hasta la siguiente estación se le debieron hacer interminables.
En Vitoria, donde pararon a cenar, tuvieron su primer encuentro con el puchero… y no, nuestro plato nacional por excelencia, tan cotidiano como el pan en las mesas españolas del siglo XIX, no les gustó a los franceses. El tragaldabas de Dumas quedó decepcionado por una cena que llevaba horas esperando y que no satisfizo sus expectativas. En venganza, cuando esa noche redactó la correspondiente epístola, no ahorró ni uno solo de los sarcasmos y malignidades en los que tan prolífico sabía ser su ingenio: La cena se componía de una sopa de azafrán, un puchero y un plato de garbanzos. La sopa de azafrán era una de las mejores que haya comido nunca, aunque sospecho que estaba hecha con cordero y no con buey. Así es que le recomiendo la sopa de azafrán. Ya ve, señora, que digo tanto lo bueno como lo malo. Después venía el puchero, plato esencialmente español: en realidad, en su calidad de alimento nacional, forma más o menos por sí solo toda la cena española. ¡Qué desgracia para usted si no le gusta el puchero! Familiarícese pues, poco a poco, con este plato y permítame que, para facilitarle el trabajo, le diga de qué se compone. Se compone de un cuarto de vaca –en España, el buey, por lo que a la alimentación respecta, me parece que es totalmente desconocido–, un trozo de cordero, una gallina y trozos de un salchichón que llaman chorizo; todo ello acompañado de tocino, jamón, tomates, azafrán y col. Como puede verse, es una macedonia de cosas bastante buenas tomadas individualmente, pero cuya reunión me parece poco afortunada, hasta el punto de que no he conseguido acostumbrarme. Intente hacerlo mejor que yo, porque si no le gusta el puchero, se verá obligada a conformarse con los garbanzos. Los garbanzos son guisantes del tamaño de una bala de calibre veintidós. Creo que es lo mismo que los antiguos llamaban “pois chiche”. Cicerón, de elocuente memoria, llevaba uno en la punta de la nariz a modo de muestra. No sé qué efecto produciría el garbanzo en la punta de la nariz de Cicerón, pero sé el que produce en mi estómago, que no está nada acostumbrado a esa legumbre. Acostúmbrese, pues, a los garbanzos, tal como se habrá acostumbrado al puchero. Es fácil: debe comer el primer día uno, el segundo dos, el tercero tres, y, tomando estas precauciones, es probable que sobreviva a ellos. Apresurémonos a añadir que la cena fue servida con la limpieza más exquisita por criadas del lugar, que tenían aspecto de damas de honor, y por las hijas de la casa, que tenían aspecto de princesas. Esta comida nos inspiró la firme resolución de dedicarnos, en adelante, a cocinar nosotros mismos siempre que fuera posible. Y, de hecho, así lo hizo. Durante el resto del viaje Dumas, siempre que tuvo oportunidad, compró y cocinó sus propias viandas para todo el grupo haciendo lo que tenía por costumbre: enseñorearse de los fogones de las posadas y mesones por los que pasaron. Así lo hace constar en otra de sus cartas: En Madrid, los que quieren comer, entiéndase los extranjeros, van al mercado o mandan a él a sus criados, después ellos guisan o asan por sí y ante sí los objetos que han comprado para su consumo. En Madrid, el día de su llegada encontraron a un compatriota, el librero Monnier, que les recomendó cenar en el restaurante de un italiano llamado Lhardy (evidentemente se confunde, ya que Emilio Huguenin que en 1839, cuando abrió su restaurante en Madrid, cambió su nombre por el de Emilio Lhardy, era francés como ellos). Dumas en cambio, fiel a su propósito, prefirió comprar y guisar una docena de huevos, media docena de perdices, dos liebres y un jamón de Granada. ¡Ah! y de postre cuatro jícaras de chocolate para cada uno… Se comprende que el puchero de la noche anterior les pareciera una cena de sobre poco más o menos.
Pero todo termina por cansar, especialmente cuando se hace por obligación. Así, cuando al cabo de unas semanas y de muchas leguas, llegaron a Córdoba, en el Hotel del Correo donde se alojaron: encontramos amabilidad en todo el mundo, incluso en el cocinero que era de Lyon. Este último descubrimiento ha regocijado a mis amigos y a mí también. Si ellos no se cansan de comer mi comida y de leer mis escritos, yo empiezo a cansarme ya de guisar y de escribir.
Al correr de las jornadas y de las experiencias, Dumas fue aprendiendo y, consecuentemente, atemperando sus opiniones. Así, cuando años después redacta su COCINA ESPAÑOLA, ya constata que en España, una vez que el carnicero ha despiezado la res, fuere vaca o buey, las piezas se dicen carne de vaca, de igual forma que se llama carne de cerdo, de cordero o de conejo, la que procede de los correspondientes animales de ambos sexos. Y en cuanto al puchero, al que llama ya olla podrida, su opinión ha cambiado radicalmente: El presidente Hénault comentaba de una pularda demasiado cocida que era como un panal de miel del que no quedaba más que la cera, y el señor Deffant en cuya casa cenaba, no tuvo más remedio que darle la razón. El cocido no es más que carne cocida pero sin su jugo normal; sin embargo hay algo que preguntar a estos ilustres gastrónomos: ¿Han probado ustedes carne de buey o de pollo hecha en una olla vieja? ¡No! Pues bien, pruébenla como yo la he comido en España y cambiarán de opinión… La olla podrida es una inmensa marmita, colocada sobre el fuego del que jamás se aparta, y en la que se echan todas las carnes que entran en la casa y especialmente las más gelatinosas; manos de ternera, de cerdo, de cordero, morros y orejas del cerdo, además de tocino y gallina, todo bien sazonado que, con ajos, cebollas y garbanzos, hacen la olla podrida… Se produce, como bien se puede comprender, un guiso sabroso, espeso y excelente… Todo tipo de carne que se cuece en ese caldo gana más sabor del que puede perder, pues a la par que se empapa de los aromas de los demás ingredientes, aporta los suyos propios. El secreto consiste en dejar la carne en la olla solo el tiempo necesario para su cocción, de forma que no pierda ninguna de sus cualidades.
Se conoce que, como aconsejaba a la destinataria de sus cartas, terminó por acostumbrarse al puchero… e incluso le cogió el gusto.
– Sobre vinagretas y gazpachos
El otro pilar de la gastronomía española, la salsa vinagreta con la que aquí aliñamos las ensaladas, tampoco fue admitido por el intransigente paladar de nuestro viajero; el aceite le sabía demasiado recio y el vinagre demasiado fuerte; solo la sal se libra de su desaprobación: …el aceite y el vinagre español están tan lejos de nuestras costumbres culinarias que yo desafío a un francés, por muy amante que sea de la lechuga y de la escarola, a engullir un solo bocado de una u otra después de que las hayan puesto en contacto con uno u otro de los líquidos mencionados. En vista de lo cual, para poder comer ensaladas en España, perpetra un aliño inconsistente del que queda tan satisfecho que tiene la jactancia de llamarlo sublime: Fue entonces, señora, cuando se me ocurrió por primera vez una idea sublime, la de confeccionar una ensalada sin aceite ni vinagre, solamente con huevos cocidos, limón y sal. Y en otra de sus cartas: En España hay en todas partes huevos frescos y excelentes lechugas y limones. Soy el inventor de esta ensalada y espero dejarle mi nombre. Pues claro que sí, la huevonada de Dumas podría haberse llamado, pero no hubo suerte.
En Ocaña vuelve a la carga con sus quejas y críticas, hijas de la ignorancia: La cena terminaba con una de aquellas ensaladas imposibles nadando en agua, único paliativo al aceite que se le mezcla con el exclusivo objeto, según mi criterio, de impedir a los herbívoros que se la coman. Está claro que Dumas desconocía la existencia de los gazpachos españoles que, en el siglo XIX y hasta los años sesenta del XX, se tomaban en el postre, para cerrar la comida, y no como ahora para iniciarla. Gazpachos consistentes en agua fresca del cántaro aderezada con aceite, vinagre y sal, y con algunos trozos de lechuga, o de tomate y cebolla, o de pepino. Estos gazpachos son excelentes bebidas isotónicas perfectas para restablecer el equilibrio electrolítico tras una dura jornada de trabajos y sudores.
En todo caso, la cena que antecedió al denostado gazpacho no fue cosa baladí: …sopa de azafrán, vaca cocida en salsa, pollo rodeado de esos garbanzos de los que ya le he hablado a usted y un plato de espinacas del que prefiero no hablarle. Y, hay que suponer, que todo ello comido a fuerza de pan. Sin embargo, nuestros viajeros se quedaron con una sensación como de vacío en sus insaciables estómagos y, ya en sus aposentos, completaron la pitanza con algo del cesto de provisiones que habíamos dejado en la diligencia: jamón de Granada, salchichas, manteca, salchichón, un pato asado, otros comestibles y unas botellas de vino. No se puede negar que tenían un saque espectacular.
– Sobre la caza y su tratamiento coquinario
El escritor admira la calidad y abundancia de las materias primas españolas y las alaba en reiteradas ocasiones: Debo decirle, señora, que si los españoles no comen o comen mal es simplemente porque no quieren comer bien. La tierra, esa madre fecunda en casi todos lados, es pródiga en España; las más hermosas hortalizas crecen sin necesidad de cuidados y los frutos más sabrosos maduran sin que nadie los cultive.
Obviamente exagera o desconoce la dureza de las labores agrícolas en un clima y una orografía tan extremos como los nuestros. Sin embargo desprecia la forma en que los españoles cocinan esas materias primas, especialmente si esa forma incluye aceite y vinagre: Para los cazadores España es la tierra de promisión. Estas grandes llanuras y altos matorrales ofrecen inviolable asilo a conejos, liebres y perdices. Yo no sé qué estipendio habrán pagado éstas a las cocineras para convencerlas de que, en lugar de servirlas asadas en salmorejo, las sirvan en esa abominable salsa a la vinagreta que no tiene otro objeto que hacer creer al hombre poco experto en arte culinario que la perdiz, esa ave reina del manjar, es poco menos comestible que el mochuelo.
Evidentemente habla de las perdices en escabeche, preparación que desconoce y, en consecuencia, desprecia. Esta actitud de Dumas se repite una y otra vez en sus comentarios. Cada vez que se encuentra con un sabor nuevo, un plato distinto o una preparación desconocida, se encastilla en la ignorancia y el desdén, y sustituye el aprendizaje por el sarcasmo. Una postura aldeana y zafia, impropia de alguien tan leído y tan viajado, pero así de francés era Dumas en asuntos culinarios.
Otra de las consecuencias de esa estrechez de miras es la de elevar la anécdota a la categoría de norma. Así, llega a conclusiones tan sorprendentes como ésta: …en España, por ciertas tradiciones supersticiosas, las liebres están proscritas de la mayoría de las mesas. En España las liebres mueren de vejez contemplando a los españoles comer conejos.
Y en otro lugar de sus escritos: Algunas infelices guisanderas españolas tienen tan poco sentido de la cocina, que cuando matan una liebre lo primero que hacen, incluso las que van a vender, es sangrarlas hasta la última gota; no saben que la sangre de la liebre no se cuaja y permanece líquida, porque la liebre quiere ser condimentada con su propia sangre.
– Sobre los vinos y licores españoles
No hubo vino español que gustara a los viajeros franceses ni que escapara a sus críticas, a veces infundadas y difamatorias: Ningún vino español es natural; son generalmente los confiteros quienes hacen este vino: el jerez, el málaga, el alicante, el pajarete.
Dumas critica acremente la costumbre de almacenar el vino en odres: En España todavía se conserva así, lo cual le da un sabor abominable que los españoles pretenden comparar a un paladar tan apetecible como el de nuestro borgoña o nuestro burdeos.
En Valdepeñas les sirvieron un horrendo licor, y después de reclamar, uno de los viajeros fue a una taberna próxima al mesón donde almorzaban, de la que trajo un vino negro y espeso, Valdepeñas legítimo, de áspero y excitante sabor.
Y, como no podía ser de otro modo, también abomina Dumas de la costumbre de beber el vino en porrón. En la COCINA ESPAÑOLA relata sus cuitas con esta peculiar vasija: Hay un problema completamente inesperado para muchos viajeros: es la manera en que se ven obligados a beber en algunas regiones de España, incluidas Navarra y Aragón. No sé si hoy en día que España se vanagloria de progresar, se encuentran vasos en estas provincias, pero cuando yo las recorrí, casi no los había… el vino se pone sobre la mesa en un porrón de cristal, y cada uno de los comensales está obligado a beber a chorro para no tocar el borde con los labios. Esto es muy incómodo para el extranjero que nunca ha usado este modo de refrescarse. Si tenéis la desgracia de tocar con los labios el borde del porrón, los demás comensales no os mirarán con buenos ojos.
Algo más de su agrado pareció resultar el aguardiente: Otra costumbre sobre la bebida es que algunos hombres, cuando a las cinco de la mañana van al trabajo o a los negocios, se han tomado ya su copa de aguardiente en la taberna más cercana a su casa. El aguardiente es una especie de agua de vida… rara vez se bebe puro. Se ponen una docena de gotas en un gran vaso de agua para blanquearla. Se toma en ayunas y abre el apetito, aunque no arde el estómago como la absenta.
También menciona Dumas la ratafía, aunque yerra al decir que procede de La Habana y que se elabora con caña de azúcar.
– Dumas amplía la lista de especialidades españolas que le desagradan
Después de atravesar Despeñaperros pararon en La Carolina, aunque muy brevemente: …llegamos muertos de hambre a La Carolina donde paramos en un mesón para tomar chocolate.
Pasaron por Bailén, Jaén, y por fin llegaron a la anhelada Granada, donde Dumas y sus amigos disfrutaron de varios espectáculos de baile en las cuevas del Sacromonte.
De Granada marcharon hacia Córdoba por un camino que no les resultó nada grato: ¿Qué hemos encontrado entre Granada y Córdoba, esas dos grandes capitales del imperio árabe de Abderramán y Boabdil? Dos ciudades, Alcalá la Real y Castro del Río, en las que a duras penas hemos podido encontrar dos camas, y dos pueblos en los que no hemos encontrado nada de nada.
En Castro del Río, una mujer los acogió en su casa y les cedió su cocina, pero apenas si tenía viandas con las que componer una comida satisfactoria para aquellos hambrones. Tras una batida por el pueblo, consiguieron tan sólo un pan, media docena de huevos y una liebre que compraron a un cazador. Con eso tuvieron que conformarse.
En Córdoba, como dijimos, tuvieron la dicha de alojarse en un hotel con cocinero francés. Allí Dumas disfrutó de varias cacerías en Sierra Morena, afición que no había dejado de practicar desde su mocedad.
En Sevilla probó las aceitunas aliñadas y… tampoco le gustaron, naturalmente: …hermosas las olivas que se cosechan en Sevilla, ¡pero qué malvada forma de prepararlas tienen! …He creído morder, al probar la primera, un pedazo de cuero. …Yo no conocía más que dos cosas por las cuales nunca pude superar mi repugnancia: las habas de huerta y los macarrones. El capítulo de mis antipatías se enriqueció hoy con un nuevo artículo y ese artículo son las olivas de Sevilla. Por Dios ¡Qué pesadilla de fulano a la hora de comer!
Finalmente llegaron a Cádiz, desde donde embarcan rumbo a Argelia. Realmente no tuvieron los franceses motivos de queja, pues en todas partes fueron bien recibidos debido a que la fama y el prestigio de Dumas como escritor, lo habían precedido.
– No todo les resultó ingrato
Afortunadamente para los viajeros, no todas sus experiencias gastronómicas fueron malas. En Madrid les gustó el ambiente y las empanadas que se meriendan en la pradera de San Isidro el día del santo. De esta fiesta escribe que: …se asemeja al carnaval romano que igualaba a siervos y esclavos con sus amos. Los criados españoles olvidan ese día su servidumbre y se creen tan importantes como aquellos con quienes están sentados, pues comen su pan y beben su vino todos juntos en la misma mesa.
En Toledo cenaron bien aunque, cosa rara, Dumas no especifica en qué consistió la cena: A las ocho descendimos del coche en la posada del Lino. Nos sirvieron la cena que preparé junto al posadero y su mujer, y quiero decirle, señora, que es la ciudad española donde mejor comimos.
Y como colofón, esta curiosa reflexión del viajero: Por lo demás yo daría al turista que quiera recorrer España, el consejo de que vaya primero a Italia. Italia es un buen intermedio entre Francia y España. En Italia, donde se come mal, los buenos hoteles dicen: “Señor, tenemos cocinero francés”. En España, donde el que come mal es porque no quiere comer bien, los grandes hoteleros dicen: “Señor, tenemos cocinero italiano”.
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