Tenemos en Valencia nada menos que a veintiún Premios Nobel. La flor y nata de los intelectos cultivados del Mundo entero. Veintiuna de las mentes más brillantes y profundas de nuestro tiempo, en veintiún campos distintos del saber.
Uno, en su congénita ingenuidad, pensaría que buena parte de la España que presume de ser la más culta y mejor formada de la historia, estaría impaciente por conocer sus opiniones sobre economía, sociedad, literatura o ciencia, y que una pléyade de periodistas de todos los medios de comunicación, los acosarían intentando entrevistarlos para satisfacer esa demanda… Pues no, de eso nada, pero es que nada de nada, oiga. O los ignoramos o los consideramos aburridos.
Resulta que, este fin de semana, lo que de verdad nos entusiasma a los españoles, es conocer la opinión sobre todo lo humano y lo divino, de unos fulanos que se ganan la vida pateando pelotas. Y si además son extranjeros, tienen serias dificultades para expresarse en español y apenas si son capaces de hilvanar media oración subordinada, mejor que mejor.
Y no digo yo que no admire su trabajo. El pedestre, quiero decir. Soy el primero en disfrutar de lo lindo viéndolos desplegar sus destrezas sobre el césped de un estadio de fútbol. Pero de ahí a que me importen un comino sus opiniones sobre cuestión alguna… Y de ahí a que no me quede con todas las ganas de ver entrevistas a los Premios Nobel en lugar de que me bombardeen mañana tarde y noche con futbolistas multimillonarios farfullando simplezas…
Es como si, cuando me noto síntomas de enfermedad, consultara la opinión del pescadero. O como si acudiera a la consulta del médico a preguntarle cómo se desescama un besugo. O como si contratara a un abogado famoso para que me instalara los muebles de cocina. O como si…
En fin, lo dicho, algo pasa con España, la patria de Sancho Panza, y con su divorcio del sentido común más elemental y sanchopancesco. Algo que, en mi congénita cortedad, soy incapaz de entender.
Voy a hacer de abogada del diablo: ¿y si hubiera algo en la naturaleza humana que nos llevara a ocuparnos en masa de lo banal, y a dejar lo importante en manos de unos pocos? Juvenal se quejaba de lo mismo (panem et circenses es idea suya) y es evidente que vivimos mejor que en tiempos de los romanos… ¿No deberíamos analizar esta situación con más humildad, pensando que la mayoría debe de tener razón?; quizá, si toda la ciudadanía anduviera lampando por el saber, nos sobrevendrían males que ahora no podemos imaginar… En fin, que al menos nos podemos consolar de este espectáculo lamentable apagando la tele y entregándonos a nuestros intereses por internet:¡qué suerte , qué suerte vivir en esta época! Gracias por la entrada.
Completamente de acuerdo, Almudena. En todo tiempo y lugar, los atraídos por el conocimiento y la investigación han sido y son inmensa minoría. Pero también en todo tiempo y lugar, la sabiduría ha gozado de general respeto, y los sabios de estima y consideración. Salvo excepciones, claro, como la China de Mao, la Camboya de Pol Pot, el Estado Islámico o la España de los últimos treinta años, en la que, por mor del progresismo rampante, el igualitarismo ramplón y el relativismo perverso, «todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor», como dice el tango Cambalache. Esta es la idea que he pretendido ridiculizar por medio de la reducción al absurdo, y para ello sé que he utilizado un argumento tópico y que lo he desarrollado de un modo aún más tópico. «Fue sin querer queriendo».
En otras democracias occidentales, la razón de ser de las cadenas de radio y televisión públicas es la de cubrir precisamente ese hueco de los intereses minoritarios, y a todo el mundo le parece bien que el dinero de sus impuestos se emplee en eso, porque aunque la mayoría prefiera un mal partido de fútbol que una buena entrevista a un Premio Nobel, también reconoce que, sin las investigaciones de ese tipo, no podría ver en el televisor de su casa, un primer plano perfecto del lapo de su delantero favorito incrustándose en el césped. Aquí no. Aquí, cualquier indigente intelectual está convencido de que tener un hijo lo convierte en pedagogo y tener lengua en fino analista político. En fin… qué te voy a contar que tu no sepas.