Seguimos en las mismas. Erre que erre. En noviembre del 2012, los calamitosos datos de paro del INE me sugirieron un artículo que publiqué en la desaparecida Revista de La Carolina.

Ahora, tres años después, cuando ya España ha superado lo peor de la crisis y nuestros indicadores económicos son elogiados por todos los organismos internacionales del ramo, nos enteramos de que, según Eurostat, la última encuesta de condiciones de vida detecta que el 29’1% de la población andaluza está en riesgo de pobreza: somos la tercera autonomía por la cola. Nos enteramos también de que la media de ingreso anual neto por andaluz, esParoEuropa de 8.804 €, un 20’15% más bajo que la media nacional; de que el 57’4% de las familias andaluzas no pueden permitirse una semana de vacaciones fuera de casa, cuando la media española es del 45’8%; y, en consonancia con todo ello, el porcentaje de familias andaluzas que manifiestan “llegar a fin de mes con mucha dificultad” es el 23’4%, muy lejos de la media nacional que es del 16’9%. Pero, por si fuera poco, ayer mismo nos informan de que el paro ha bajado considerablemente en toda España… menos en Andalucía, donde ha subido. Estamos diez puntos por encima de la media española y somos la región de Europa con mayor tasa de desempleo.

Con este panorama, lo que escribí antaño sigue teniendo plena vigencia hogaño. Helo aquí.

Noviembre de 2012. El Instituto Nacional de Estadística acaba de publicar la última Encuesta de Población Activa, y España tiene el dudoso honor de haber batido un record. Hemos superado la barrera del 25% de parados. Uno de cada cuatro españoles en edad de trabajar, está en paro. Impresionante ¿no? Pero como ocurre siempre con las estadísticas, el desempleo no se reparte por igual entre todas las regiones españolas. Ni mucho menos. Mientras que Navarra, Cantabria o Vascongadas no superan el 16%, Andalucía está por encima del 35%. Y si hablamos del paro juvenil, estamos en el 62’8%. Apabullante, indignante, espeluznante, angustioso… desolador.

¿Qué pasa en Andalucía? ¿Por qué los andaluces tenemos una de las rentas per cápita más bajas de la Unión Europea y una de las mayores tasas de desempleo? ¿Realmente la causa es que nos ha tocado en suerte vivir en el territorio más improductivo, más yermo y más calamitoso de Europa? Como de costumbre, para hallar contestación a esta pregunta, vamos a echarle una ojeada a la historia, pero desde ahora adelanto que la respuesta es no, absolutamente no, rotundamente no.

Ya dos mil años antes de Cristo, los metales preciosos procedentes del misterioso occidente, eran harto conocidos por el civilizado mediterráneo oriental y gozaban de un extraordinario prestigio. Su secreto estaba en poder de los íberos, habitantes de esas lejanas tierras bañadas por el río que los árabes llamarían Guadalquivir.

Casi un milenio después, en el año mil cien antes de Cristo, la codicia terminó por atraer a un nutrido grupo de intrépidos navegantes tirrenos procedentes de la ciudad de Tyrsia. Se instalaron en la 01-Cádizdesembocadura del río Tartessos, al que más tarde los romanos llamarían Betis, y fundaron la mítica civilización tartésica cuya riqueza llegó a ser legendaria. Tanto, que atrajo a otros arrojados navegantes, los fenicios, que para comerciar en la región, fundaron Gadir (Cádiz) la ciudad habitada más antigua de Europa.

Los fenicios contribuyeron a que Andalucía siguiera siendo un emporio de riqueza, aportando técnicas y cultivos de una importancia tal, que marcarían su devenir agrario y gastronómico hasta nuestros días.

En primer lugar, hace unos dos mil seiscientos años, introdujeron por Gadir las primeras plantas cultivadas de olivos, junto con el sistema de prensas para la extracción en frío del zumo de la aceituna. La palabra aceite tiene un origen posterior, procede del vocablo árabe zait al-zaitum (zumo de la oliva). Aquí, como en el Mediterráneo oriental,02-Olivo abundaban los acebuches u olivos silvestres (“Olea europaea silvestre”), pero habían sido los agricultores de oriente los que, a partir de ellos, habían obtenido los olivos domésticos (“Olea europaea sativa”) entre tres y cuatro mil años antes de Cristo.

En segundo lugar trajeron las salinas y con ellas el procedimiento de la salazón para conservar los alimentos. Ambas técnicas se siguen aplicando en la provincia de Cádiz, sin apenas variaciones, desde hace más de tres mil años.

También les debemos a ellos, y a la abundancia de conejos en las tierras andaluzas, el nombre de nuestra patria. En efecto el conejo que según opinión del pretor romano Marco Terencio Varrón era un animal originario de la península Ibérica, fue el responsable de que los fenicios la llamaran “Costa de conejos”, “I-saphan-im”, de donde derivó el vocablo Ispania y de él Hispania y España.

Después llegaron los romanos y con ellos Andalucía continuó siendo fuente de riquezas y opulencias. Como muestra tres ejemplos.

La Bética proporcionó al Imperio romano cereales, vino, aceite, oro, cobre, plomo y plata, mucha plata. Casi el 90% de toda la plata que circuló por el Imperio Romano, procedía de Andalucía, concretamente de las minas de Linares y El Centenillo.

OlivoLos romanos mejoraron las técnicas de cultivo y elaboración del aceite de oliva, llenaron Andalucía de olivos y la convirtieron en la mayor proveedora de aceite del Imperio. Tanto es así, que el emperador Adriano acuñó monedas con un ramo de olivo y una inscripción que rezaba “Hispania”.

El aceite se exportaba en án­foras selladas. En 1878, se descubrió que el Monte Testaccio, una colina de cincuenta metros de altura situada sobre la orilla del río Tíber a su paso por Roma, estaba formada por fragmen­tos de ánforas olearias que fueron apiladas allí en poco más de cien años, entre los siglos I y III. Se calcula que habrá unos veinticinco millones de ánforas. La forma de las mismas y la lectura de sus sellos, Italica, Astigi (Écija) o Corduba (Córdoba), demuestran su origen hispánico y, en más del 90%, de la Baetica.

Y hablando de cosas de comer, los romanos sentían auténtica devoción por una salsa de pescado llamada garum. Fueron los griegos los que, en las postrimerías del siglo VI antes de Cristo, realizaron el culinario invento, pero los romanos le tomaron tal afición que fomentaron su preparación por todo el Mediterráneo. Lo utilizaban en lugar de sal, para condimentar sus platos y darles sabor salado, al igual que hacen actualmente los asiáticos con la salsa de soja.

El más apreciado y caro fue el procedente de Hispania, donde se elaboraba en numerosos enclaves costeros andaluces tales como Gades (Cádiz), Sexi (Almuñécar) o Malaca (Málaga). El de mejor calidad llegó a alcanzar precios tan desorbitados, que solo estaba al alcance de unas pocas familias de Roma. Mil piezas de plata los seis litros y medio. Una auténtica fortuna.

Los bárbaros del norte acabaron con la prosperidad en toda la Península. La Hispania visigoda fue una interminable sucesión de luchas intestinas e intrigas sucesorias que no hicieron sino agravar aún más una situación social de suyo insostenible. Las hambrunas padecidas durante los reinados de Egica y Witiza habían aniquilado a la mitad de la población, que se dice pronto, cuando para rematar la faena, llegó una epidemia de peste bubónica que asoló Hispania durante la última década del siglo VII. No es de extrañar que a partir de la invasión del 711, Tariq y el moro Muza con sus treinta mil bereberes, atravesaran la Península de sur a norte, sin encontrar prácticamente resistencia. ¡Si apenas quedaba nadie vivo para hacerles frente!

En al-Ándalus, la Hispania musulmana, se recuperaron antiguos esplendores, y la abundancia y fertilidad del valle del Guadalquivir, fue capaz de alimentar la civilización más brillante de Occidente, con una nutrida población, lujosas cortes y majestuosas ciudades.

Fue Abderramán III en el 929, quién creó el califato de Occidente 03-Cordobacon capital en Córdoba. Su fulgor fue tal, que algunos historiadores lo han comparado con el brillo de una bengala. Duró poco, pero su esplendor cultural, artístico, científico y sus codiciados dinares de oro, iluminaron la noche medieval europea. Córdoba se convirtió en una ciudad sin parangón entre las de su tiempo. En palabras de la abadesa Roswitha de Gandersheim, embajadora del emperador Otón I, la Córdoba Omeya era la más brillante joya, ornamento del mundo y perla de Occidente, resplandeciente y magnífica, orgullosa de su propia fortaleza.

En 1031, la poderosa e insaciable oligarquía cordobesa depuso al último califa Hixem III y la unidad política que había traído tal esplendor saltó por los aires, dando paso a los reinos taifas. La comparación con la deriva emprendida por esta España autonómica de nuestras entretelas, y con el futuro que nos acecha si no actuamos con cordura, resulta inevitable.

Débiles, enfrentados entre ellos y acongojados por el imparable avance de los reinos cristianos, llamaron en su auxilio a los 05-La-Alhambraalmorávides, unos furibundos integristas norteafricanos que entraron en la península a sangre y fuego, detuvieron el avance cristiano y convirtieron en siervos a los otrora cultos y poderosos andalusíes. Establecieron su capital en Granada, aunque esta ciudad no alcanzaría su máximo esplendor hasta siglos después, con los Nazaríes. Los almorávides no tuvieron tiempo, pues tardaron bien poco en asimilar lo bueno y lo malo de la cultura andalusí y en disgregarse en unos nuevos reinos taifas tan frágiles, reñidores e inoperantes como los anteriores.

Sabido es que la desunión hace la debilidad, y que lo que el débil posee el fuerte lo codicia. Ya estaban frotándose las manos los reyes cristianos, e incluso planteándose muy seriamente la posibilidad de dejar de combatir entre ellos y dedicarse solo a reconquistar, cuando se les adelantaron los almohades. Se presentaron sin que nadie los llamara, y a golpe de cimitarra se hicieron los dueños de todo. Tomen nota nuestros corifeos autonómicos y sus acólitos que predican hechos diferenciales, independentismos salvadores, y otras farfollas por el estilo.

Los almohades sí que eran la quintaesencia del salafismo, tan acérrimos que consideraban a los integristas almorávides unos impíos y unos pecadores. Y esa fue la excusa que esgrimieron para venir a quitarles lo que ellos habían quitado previamente a los andalusíes, que se lo habían arrebatado a los visigodos, que se lo habían conquistado a los romanos, que… No hay que darle vueltas, lo único que nos preserva de la codicia de nuestros vecinos es la fuerza, y ésta surge de la unión.

Los almohades empezaron bien, dándole para el pelo a los castellanos en Alarcos, pero Alfonso VIII consiguió lo que parecía imposible: unir a los reinos cristianos. Una unión de sobre poco más o menos, no vayamos a pensar otra cosa, pero suficiente para destrozar a los invencibles almohades en las Navas de Tolosa; y esa derrota terminó provocando la caída de su imperio. Sin embargo, en el ínterin demostraron ser excelentes arquitectos y mejores urbanistas. Construyeron castillos por todas las fronteras de Al-Ándalus, y aún tuvieron tiempo de establecer en Sevilla la capital de04-Sevilla su imperio, y de convertirla en la bellísima ciudad que aún hoy sigue despertando la admiración de propios y extraños. También demostraron su buen hacer en Jaén, convirtiéndola en una ciudad ordenada, bien dispuesta, y tan inexpugnable que nunca fue conquistada por las armas cristianas. Cayó por negociación.

A lo largo de todos estos avatares y vaivenes de la historia, Andalucía nunca dejó de ser una región productiva y próspera, capaz de sostener una población abundante y bien nutrida.

Culminada la reconquista, hecho que coincidió con el descubrimiento de América y el nacimiento del Imperio Español, la Sevilla ex­­almohade pasó a convertirse de facto, en la capital económica del mundo occidental. La Corona decidió centralizar todo el comercio con el Nuevo Mundo en la Casa de Contratación de Sevilla y encargó al canónigo sevillano Rodríguez de Fonseca la organización legal y administrativa del asunto. Durante siglos, pasaron por Sevilla las riquezas que rigieron los destinos de Occidente y parte de Oriente. Financiaron guerras, crearon o destruyeron estados y coronaron o destronaron reyes.

Sin embargo, tras milenios de ocupar un lugar preminente en la cultura, la ciencia, el arte y la economía de dos continentes, y de ejercer influencia en otros dos, Andalucía entró en la senda de un lento declinar que, a día de hoy, no parece tener retorno. Volvió a brillar en Cádiz y en Bailén durante la invasión francesa, pero fue un resplandor efímero.

¿Qué ha ocurrido desde entonces hasta hoy? ¿Cómo se ha convertido la andaluza en una economía mediocre, obsoleta, estancada y sin perspectivas de mejora? ¿Será que la urdimbre económica de Andalucía no ha sabido adaptarse a los cambios sociales y tecnológicos? ¿Será que se ha quedado anquilosada y añeja? ¿Será que la predilección secular de nuestros gobernantes por las regiones del norte y nordeste de España la han sumido en la postergación y el abandono? ¿Será que en el actual Estado de las autonomías, el excesivo intervencionismo institucional asfixia a nuestros mejores ingenios y pesa como una losa sobre la iniciativa privada? Siento la tentación de afirmar que hay un poco de todo, pero realmente no lo sé. Sabios hay, más a propósito que yo, para dar sesuda respuesta a cuestiones de tanto calado. Lo que sí sé es reconocer la insensatez cuando la tengo delante, y a fe mía que la veo por doquier.

¿Qué me dicen, por ejemplo del asunto de las universidades? Cuando yo era estudiante, había dos universidades andaluzas, en Granada y Sevilla, y unas pocas facultades en otras sedes, como Veterinaria en Córdoba, Económicas en Málaga o Minas en Linares. Y bastaban para surtir a Andalucía de tantos cuantos licenciados y doctores precisaba.

Hoy, treinta años después, tenemos universidad en todas y cada una de las capitales de provincia, y diversas facultades en localidades de menor entidad. ¡Si hasta en La Carolina, tenemos Universidad de Verano! Un auténtico lujo del que yo soy el primero en disfrutar, por supuesto, pero… ¿nos lo podemos permitir?

Tal profusión de fábricas de intelectos cultivados, funcionando a pleno rendimiento, han inundado el mercado de trabajo de titulados superiores, que ya no encuentran acomodo laboral en su tierra, y tienen que emigrar a otros países en los que se requieran sus conocimientos tan esforzada y onerosamente adquiridos. Porque, no olvidemos que formar un licenciado en una universidad pública, nos cuesta entre cuarenta mil y ochenta mil euros, según licenciaturas, de los que el alumno sufraga menos del diez por ciento. El resto lo pagamos con el dinero de nuestros impuestos. De manera que nosotros pagamos la licenciatura de los muchachos, pero son otros, con sus manos limpias y sus carteras intactas, los que recogen el fruto de sus conocimientos. Y lo peor es que nuestras universidades prácticamente no sirven para otra cosa que para fabricar licenciados que no necesitamos, porque investigar, lo que se dice investigar… Entre las doscientas mejores universidades del mundo, no hay ni una sola andaluza, y solamente una española, la Complutense en el puesto ciento sesenta y dos.

Simultánea y paradójicamente, necesitamos importar mano de obra extranjera para recoger la aceituna en Jaén o la fresa en Huelva, o cuidar de nuestros ancianos, o construir nuestros edificios, o… Esto significa que una parte de la riqueza que generan fresas, aceitunas, y demás, va a parar a países extranjeros vía inmigración.

Otrosí, en los últimos treinta años, no ha dejado de aumentar el número de trabajadores públicos ni, significativamente, de disminuir el porcentaje de funcionarios de carrera por oposición. Hemos pasado de setecientos mil en toda España en el año 1980, a seiscientos ochenta mil sólo en Andalucía. La cuarta parte de la población activa andaluza. Y en España, la cifra supera los tres millones y representa el veintidós por ciento de los trabajadores. Muchísimos más de los que precisa el correcto y ordenado funcionamiento de la cosa pública. Tengamos bien presente que los funcionarios, los trabajadores públicos en general, prestamos servicios a la ciudadanía. Servicios necesarios y, en los más de los casos, imprescindibles, sí, pero no creamos riqueza. La riqueza la crean los empresarios, y con ella vienen los puestos de trabajo. Los agricultores, los ganaderos, los industriales, los constructores, los transportistas, los tenderos, los abogados, los hosteleros, los arquitectos, los taberneros, los profesionales de todo tipo que montan un negocio y consiguen que prospere. Esos son los verdaderos artífices de nuestro bienestar, de nuestro nivel de vida y de nuestra renta per cápita. Después, cuando parte de esa riqueza va a parar a las arcas del Estado, los gobiernos pueden incrementar y diversificar los servicios que prestan a los ciudadanos y, a tal fin, aumentar la plantilla de empleados públicos. Lo que resulta una paradoja insostenible, es que el número de trabajadores públicos supere al de empresarios, y eso sucede en Andalucía desde el año 2009. Por cierto, que también somos el país de Europa cuyos habitantes tocan a más políticos y a más liberados sindicales por cabeza, y, bueno, en fin… ¿alguien piensa que esos fulanos crean riqueza o constituyen una riqueza por sí mismos?

¿A usted todo esto le parece sensato, razonable y tranquilizador? A mí lo que me parece es que ya tengo clara la respuesta a la pregunta que planteaba al inicio de este artículo. Andalucía no es ni ha sido nunca una región pobre. Es una tierra empobrecida por la mala gestión de sus recursos.

Todos los errores se pagan, y ahora estamos comprendiendo con sorpresa y estupor, que el pago toca hacerlo ya, y en dinero contante y sonante. Nuestro dinero. Tras décadas de demagogias, manipulaciones, entelequias infumables, ramplonería intelectual, cicatería moral, mezquindades, egoísmos, promesas inverosímiles y realidades de pesadilla, la falta de sentido común es palpable en todos los ámbitos.

Díganme si no qué explicación tiene que, en la cuna de la dieta mediterránea, nuestros niños hayan superado a los estadounidenses en tasa de obesidad infantil. ¡Y a la cabeza están los gaditanos! ¿Es que en Cádiz los niños ya no comen pescado ni ensaladas?

De manera consciente y voluntaria, estamos convirtiendo a nuestros propios hijos en futuros enfermos cardiovasculares. Porque somos conscientes, supongo, de haber sustituido la rebanada de pan con aceite que nos daba nuestra madre para merendar, por la nefasta bollería industrial que damos a nuestros hijos; de haber erradicado la ensalada del centro de la mesa a la hora de comer; de haber perdido la sana costumbre de finalizar comidas y cenas con una pieza de fruta; de llevar a nuestros hijos en coche a todas partes, no vaya a ser que el sano ejercicio de la caminata les ensanche los pulmones, les fortalezca el corazón y la musculatura, y limpie sus arterias de malos depósitos; de sentir auténtico pavor ante la posibilidad de que los moje la lluvia, como si fueran de mala calidad y encogieran con el agua; de preferir tenerlos en casa entretenidos con la televisión, videoconsola o internet, antes que jugando en la calle lejos de nuestra tutela y protección, sí, corriendo el riesgo de un chichón o un hueso roto, sí, pero adquiriendo salud física, psíquica y social a raudales; de…

Pero lo que yo considero el colmo del dislate, es que hayamos dado en consumir bebidas isotónicas enlatadas, de nombre impronunciable y origen ignoto. Será tal vez, porque así, además de desequilibrar la balanza de pagos con productos de importación, contribuimos a contaminar el medio ambiente, dejando las latas tiradas por cualquier sitio. Redondo y cabal ejercicio de estolidez.

Estamos en Andalucía, la tierra que inventó el gazpacho, que ha sido la bebida isotónica por excelencia desde que los legionarios romanos llevaran en sus cantimploras una mezcla de agua y vino peleón avinagrado, acetum, con la que realizaban marchas de cuarenta kilómetros diarios sin deshidratarse. De todos los habitantes del extenso Imperio, fueron nuestros antepasados andaluces los que tuvieron el ingenio y la creatividad de convertir ese infame brebaje, en los deliciosos gazpachos tradicionales: agua fresca del cántaro, vinagre, aceite, sal y unos pedacitos de pan, cebolla, ajo o pepino. Más tarde, con el añadido de los tomates y pimientos traídos de América, surgió como por ensalmo el gazpacho andaluz que, en mi humilde opinión, constituye una combinación tan acertada de simplicidad en la elaboración, excelencia en la nutrición y deleite en el sabor, que lo convierten en una de las obras cumbres de la gastronomía universal.

Y nosotros, los descendientes de aquellos genios, bebiendo insulsas marranadas en lata, estimulando la afición de nuestros retoños a comer hamburguesas simil plástico, profusamente impregnadas con mejunjes sintéticos de colores chillones y llamando jálogüin a la noche de difuntos de toda la vida.

Si esto no es lo que los manuales de Historia llaman “decadencia” ¿entonces qué es?

Hasta la fiesta de los toros estamos erradicando de nuestras tradiciones. Solamente una pequeña luz ilumina algo de confianza en el futuro. Me refiero a que desde la prehistoria hasta nuestros días, aún seguimos estando de acuerdo con los sucesivos habitantes de Andalucía y de toda la Península, sin la más leve sombra de duda o controversia, en la devoción más que afición, por el excelso cerdo de raza ibérica, alimentado con bellotas de los encinares onubenses, salmantinos, o con castañas de las Alpujarras granadinas. Este es un signo de riqueza, ostentación y poderío tan manifiesto como el oro, la plata y el bronce de los tartesios. No está todo perdido. Aún hay lugar para la esperanza. Como dijo no recuerdo quién, al final siempre es la gastronomía la que salva la civilización… ¿o era un soldado?Alcuzcuz

PS: 2018. Un grupo de fulanos se ha manifestado frente al museo del Jamón para protestar contra su consumo. El último bastión de la esperanza ha caído.


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