La forma tradicional de elaborar los arroces y paellas es añadiéndoles las carnes con sus correspondientes endoesqueletos o huesos y los mariscos con sus exoesqueletos o cáscaras. Eso obliga al comensal a ser un experto en el arte cisoria, es decir, suficientemente hábil manejando el tenedor y el cuchillo; aunque, en el caso de los mariscos, no queda otro remedio que utilizar los dedos si se quiere degustar también el sabroso contenido de las cabezas. El resultado es, además de una irritante pérdida de tiempo, que los dedos se pringan de grasa y se colorean de azafrán de forma tal que la servilleta no basta para devolverles su anterior estado de limpieza. Si el ambiente es de suficiente confianza, la tendencia natural es chuparlos antes de pasarlos por el paño. Ese debe de ser el origen de la frase: el arroz está para chuparse los dedos; conducta afeada ya en época tan remota como 1530, cuando Erasmo de Róterdam escribía en su TRATADO DE LA URBANIDAD (DE CIVILITATE MORUM PUERILIUM): En vez de chuparse los dedos o de limpiárselos en la ropa después de comer, será más honesto secarlos con el mantel o la servilleta.
Yo, que soy de natural escrupuloso, desde siempre pongo en mis arroces y paellas los tropezones perfectamente limpios para que no necesiten más maniobra que pincharlos y llevarlos a la boca. Es lo que unos amigos llaman guindir guindir, es decir, masticar, saborear y tragar, sin entretenimientos, dilaciones ni trámites enojosos.
Y mire usted por dónde, como ya está casi todo inventado, resulta que esa forma de preparar el arroz, en ámbitos profesionales, data de comienzos del siglo XX y se llama arroz a la Parellada.
En su obra LO QUE HEMOS COMIDO (Editorial Austral, 2013, página 49; primera edición 1972), cuenta José Pla que el arroz Parellada se creó en la época grande de la burguesía barcelonesa. Es un arroz sin espinas, conchas, cáscaras ni huesos, que, por tanto, se puede comer con el único concurso de un simple tenedor. Lo elaboraban en el restaurante Suizo de La Rambla de Barcelona, que estuvo funcionando desde 1857 hasta 1949. El señor Pla (1897-1981) lo conoció ya en su última etapa. En su opinión, quiénes recuerdan la paella que hacían en ese establecimiento, la siguen considerando insuperable. También aventura la hipótesis de que, probablemente, la invención de ese arroz contribuyó a la ruina de los Parellada porque, a su parecer, la economía del país no daba para esas desmesuras culinarias. Ciertamente todo suma, y fue el caso que, en 1905, tres años después de dar nombre a su famoso arroz, el señor Parellada tuvo que vender el palacio familiar al Ateneo Barcelonés.
El Café Restaurante Suizo fue el buque insignia de la restauración barcelonesa durante casi un siglo, desde mediados del XIX hasta mediados del XX. Uno de sus más asiduos clientes, el abogado Julio María de Parellada, vivía en el palacio Savassona —hoy sede del Ateneo Barcelonés— situado a escasos diez minutos del restaurante, y tenía una mesa reservada permanentemente. Cierto día de 1902, el señor Parellada disponía de poco tiempo para comer y pidió al camarero Jaume Carabellido que le preparasen la paella mixta que tanto le gustaba, pero con las carnes deshuesadas y los mariscos pelados. Naturalmente, un cliente como aquel se podía permitir ciertas exigencias, y el cocinero Joan Matas se esmeró para darle cumplida satisfacción. El plato resultó del total agrado del caprichoso gourmet, y en lo sucesivo, cuando repetía su comanda, el camarero se limitaba a cantar en cocina: ¡Un arròs Parellada! Bien pronto, otros clientes también dieron en pedir la paella mixta al gusto de Parellada, hasta que se erigió en el plato estrella del Suizo. De ahí saltó a las cartas de otros restaurantes de la ciudad Condal con el nombre de Parellada o arròs sense entrebancs (arroz sin obstáculos). Así se fue extendiendo su fama y terminó por convertirse en el tipo de paella más popular de Barcelona; y lo sigue siendo a día de hoy, aunque con distintos nombres: arròs a la mandra, arròs a la gandula, arròs de cec per menjar sense mirar…
Como es lógico, de igual manera que se le ocurrió al señor Parellada y a mí mismo —dicho sea sin ánimo de parangonarme con tan empingorotado personaje— la idea de una paella sin pierdetiempos se le ha debido de ocurrir a muchos otros desde el momento mismo en el que se inventó el plato allá por los siglos XV o XVI. En la provincia de Alicante, donde saben de arroces todo lo que hay que saber y un poco más, existe desde antiguo el arroz del señorito, l’arròs del senyoret, un arroz que, en las casas pudientes, preparaba la cocinera al gusto y capricho del primogénito y heredero de la familia, el senyoret. Naturalmente, la receta era diferente en cada casa según el gusto del señorito en cuestión, pero todas tenían en común llevar los tropezones perfectamente limpios de partes no comestibles. El periodista y gastrónomo valenciano Paco Alonso (Francisco José Alonso Araújo), nos describe uno de ellos, l’arròs de faba pelà que, en Benisa, le preparaban a un amigo señorito con habitas tiernas sin piel, ajetes y taquitos de magro de cerdo.
Otro antiguo arroz, típico de la costa alicantina, es el arroz a banda que, en palabras de don José Pla: es la simplificación llevada a sus últimos extremos. Arròs a banda significa arroz aparte, y se llama así porque se sirve el arroz y, aparte, los pescados. En su origen, era el rancho que se preparaba en los barcos de pesca del litoral alicantino. Se cocinaba sobre fuego de carbón, en un caldero sujeto a la hornilla para que no se volcara con los vaivenes del barco. Primeramente, se hacía un sofrito con una ñora y unos dientes de ajo enteros que, una vez dorados, se retiraban al mortero para hacer la picada. Después se añadían patatas, cebollas, agua y los pescados que no tenían salida en la lonja: morralla, descartes y pescados de calidad, pero dañados durante el proceso de extracción. Con el sabrosísimo caldo así obtenido, se cocinaba el arroz que se comía —cucharada y paso atrás— sin tropezones y acompañado de alioli. Las patatas y pescados hervidos, aderezados con una picada hecha con los ajos, la ñora, sal, un chorrito de vinagre y un poco del caldo, constituían otra comida o, cuando la receta se preparaba en la tranquilidad de los hogares, un segundo plato.
Cuando esta receta se popularizó en tierra firme, los restaurantes la adaptaron a sus técnicas culinarias y criterios comerciales. El arroz se cocina en paella, cosa imposible en un barco de pesca debido al balanceo. El caldo se hace con cabezas de pescados y mariscos y, en todo caso, con morralla desechable, por lo que el arroz se ha convertido en plato único, sustituyendo el pescado con patatas por unos aperitivos o picaetas. La picada se ha enriquecido añadiéndole otros ingredientes como tomate, perejil y pimienta, convirtiéndola en una sabrosa salmorreta que, en Alicante, sustituye al sofrito de verduras sobre el que se saltea el arroz. Además, este arroz se ha enriquecido con tropezones de calamares, gambas, langostinos, cigalas, rape o mero, todo ello perfectamente limpio y troceado. Así, por esas cosas raras de la vida, como dice el bolero, o más bien por obra y gracia de la creatividad de los restauradores —principalmente los de Denia—, el humilde arroz a banda creado por los pobres y esforzados pescadores de la Marina Alta, se ha fusionado felizmente con los arroces del señorito originados entre los acomodados terratenientes, dando un tipo de paella que triunfa en los restaurantes de todo el litoral levantino. Un arròs del senyoret —mariner, añado yo— en cuya elaboración se emplean tanto productos frescos como congelados, lo que facilita grandemente su factura… y reduce la factura. En realidad, en este plato como en todos los demás, la restauración sigue la tendencia de facilitar el disfrute al comensal, ahorrándole molestias y pierdetiempos. Pensemos que hace quince años, cualquier plato de pescado llevaba espinas, y era tarea del comensal apartarlas cuidadosamente. Hoy, en los restaurantes de un cierto nivel, las espinas han desaparecido de los platos.
Pero llevamos ya demasiadas líneas hablando de arroces y todavía no hemos mencionado a Valencia. ¡Imperdonable! Y los valencianos, como no podía ser de otro modo, tienen su propia anécdota para explicar el nacimiento del arroz sin pierdetiempos. Además, para mayor lustre y prestigio, es una anécdota protagonizada por el genial pintor Joaquín Sorolla Bastida (1863-1923). ¿Se puede mejorar?
Sucedió en el tradicional restaurante La Pepica, una de las arrocerías más antiguas y emblemáticas de la capital del Turia. Situada en el paseo de Neptuno (playa de las Arenas), fue fundado en 1898 por el matrimonio Francisco Balaguer Aranda y Josefa Marqués Sanchís, que se habían casado muy jóvenes y empezaron en la restauración con un carro en el que vendían bocadillos y refrescos a los trabajadores del puerto. En 1923, ya tenían una casa de comidas para servicio de bañistas, montada en un barracón construido con tablas; pero en octubre de ese año, un temporal arrasó todos los barracones instalados en el paseo, incluido el suyo, y en 1924 construyeron el restaurante de obra en el lugar donde hoy se encuentra y sigue regentado por los nietos del matrimonio. Antes de eso, cuando el restaurante no era más que un chiringuito de playa pero famoso ya por la excelencia de sus paellas, sucedió la anécdota que nos cuenta el periodista Vicente Martínez, en crónica publicada por el diario Las Provincias el treinta de octubre de 2015. Don Vicente reproduce las palabras del propio Francisco Balaguer, el propietario: Sorolla vino una noche a cenar, y como no podía trinchar las gambas y cigalas, las retiraron y se las pelaron en la cocina. Cuando volvió al restaurante, se le sirvió directamente la paella con el marisco pelado, y desde entonces incluimos este plato en nuestra carta. Efectivamente, la “paella pepica”, que así la bautizaron, lleva más de un siglo siendo el plato estrella de la carta, y ha sido degustado con delectación por los muchos personajes que han acudido al restaurante atraídos por la bien merecida fama de sus arroces. A lo largo de tantos años, la lista se ha hecho interminable, y está reflejada, en parte, por las fotografías que decoran las paredes del local. Podemos mencionar al rey don Juan Carlos I que fue por consejo de su padre, Don Juan, y después ha vuelto en numerosas ocasiones; la reina doña Sofía a la que, como es vegetariana, le prepararon una paella de verduras y desde entonces la mantienen en la carta; el rey Felipe VI y su esposa doña Leticia; el rey Alfonso XIII; Ernest Hemingway, que habla del restaurante en su obra EL VERANO PELIGROSO; Ava Gardner, Lauren Bacall, Xavier Cugat, Manolete, Pelé, Orson Welles, la duquesa de Alba, y un largo etcétera.
Esta es mi particular versión del arroz sin pierdetiempos que hago casi todos los domingos:
Picar dos dientes de ajo, un pedacito de cebolla y un pimiento verde. Sofreírlos en sartén guisera con un chorrito de aceite.
Añadir magro de cerdo cortado en daditos y calamar a ruedas. Después de unos minutos añadir un tomate grande rallado. Sofreírlo todo bien.
Añadir:
Azafrán.
Pimentón dulce: una cucharadita rasa.
Caldo hecho con las cabezas y cáscaras del marisco: doble que arroz y un poco más. En una cazuela con muy poco aceite, se sofríen las cabezas. Así, el sabor a marisco se intensifica. Después, se añaden el agua de haber abierto los mejillones, la espina del rape, perejil muy picado y demás verduras. Se hierve diez minutos.
Sal y muy poca pimienta molida.
Guisantes.
Dejar hervir a fuego suave durante veinte o treinta minutos.
En la paella, sofreír el arroz con un diente de ajo muy picado y un poco de tomate rallado. Añadir el contenido de la sartén y dejar hacer. Ocho minutos a fuego fuerte y doce a fuego suave.
A media cocción, poner por encima pimientos morrones a tiras, daditos de rape, gambas, langostinos, mejillones… Todo limpio de cáscaras y espinas.
Si hubiera que añadir caldo, debe estar hirviendo, nunca frío.
Tapar y dejar 5’ de reposo. En Alicante tienen un dicho para enfatizar la importancia del reposo: “La paella, mal hecha y bien reposada”.