
Vladimir Lenin con 17 años, en su madurez y disfrazado de obrero para huir a Finlandia en julio de 1917.
El desmoronamiento de principios y creencias que provocó la Primera Guerra Mundial, puso en cuestión todos los valores que sustentaban la estructura de las sociedades occidentales y facilitó que, en Rusia y por primera vez en la historia, un partido socialista conquistara el poder.
Todo sucedió durante el año 1917. En febrero, la indignación acumulada por los habitantes de las ciudades contra la guerra y el desabastecimiento, cristalizó en una revolución espontánea y desorganizada que consiguió derrocar al Zar gracias a que el ejército se negó a reprimir las manifestaciones. Sin planificación ni liderazgo ni organización, se pareció a la revolución francesa de 1789 y, como aquella, tuvo una clara orientación liberal. Tras la abdicación, para salvar el vacío de poder mientras se convocaban unas elecciones democráticas que instauraran la república, se formó un gobierno provisional presidido por Aleksander Kérenski –que había jugado un papel fundamental en la revolución– al frente de un parlamento también provisional, la Duma. Paralelamente obreros, soldados y campesinos se organizaron en consejos –sóviets– para vigilar que el poder político no volviera a restaurar el zarismo y llevara a cabo las reformas necesarias para la instauración de una república democrática.
En ese momento había dos partidos socialistas en Rusia: el partido socialdemócrata, más radical, del que los bolcheviques eran una facción minoritaria, y el partido social-revolucionario, más moderado, a cuya dirección pertenecía el presidente Kérenski. Este era el principal partido de la Duma y estuvo aliado con los liberales durante el periodo de transición del gobierno provisional.
El jefe de los bolcheviques, Vladímir Lenin, a la sazón residía en Zúrich, Suiza, y se enteró de los acontecimientos por la prensa, pero no dudó en aceptar un acuerdo con el Káiser alemán que le proporcionaba los medios para regresar a Rusia junto a una treintena de correligionarios, y la financiación necesaria para derrocar al gobierno democrático que acababa de surgir.
Lenin era un revolucionario profesional que ansiaba conquistar el poder absoluto a toda costa. Para ello contaba con su extraordinaria destreza en engañar, tergiversar y manipular, con el dinero alemán, con sus bolcheviques que estaban bien entrenados en tácticas golpistas y, sobre todo, con la nefasta incompetencia del presidente Kérenski, su paisano, pues casualmente ambos eran de Simbirsk –hoy Uliánovsk– y habían estudiado en el mismo instituto. La primera oportunidad se le presentó a Lenin en julio, aprovechando el descontento que provocó el fracaso militar de la insensata e inútil ofensiva ordenada por Kérenski el dieciséis de junio contra el ejército austríaco en Galitzia –Galicia de los Cárpatos, actualmente en Ucrania–. Entre el 3 y el 5 de julio, los bolcheviques llevaron a cabo su primer intento de golpe de Estado que fracasó. El gobierno encarceló a dieciocho de sus dirigentes, Trotski entre ellos, pero Lenin, más previsor, se había preparado una vía de escape y huyó a Finlandia.
En cuanto el gobierno provisional convocó elecciones, el doce de noviembre, para formar la asamblea constituyente de la nueva república, Lenin organizó su segundo golpe de Estado justo antes de que se celebrasen los comicios. Por un lado, estaba convencido de que no tenía ninguna posibilidad de ganar el plebiscito y, por otro, sabía que después de las elecciones habría un gobierno fuerte, legitimado por las urnas, mucho más difícil de derrocar. A tal fin, aprovechó la creciente debilidad del gobierno provisional causada por los errores garrafales que seguía cometiendo Kérenski, como haber puesto en libertad a todos los dirigentes bolcheviques detenidos tras el fracasado golpe de julio a pesar de conocer con detalle que Lenin recibía financiación alemana a través de su agente en Estocolmo Yakov Ganetski. O como haber entregado cuarenta mil fusiles al soviet de San Petersburgo, en un afán suicida de ganarse a la izquierda revolucionaria. A diferencia de lo que había ocurrido en la revolución de febrero que derrocó al Zar, los bolcheviques, eficazmente dirigidos por Trotski, preparaban con detalle y a la vista de todos, el golpe de Estado que derrocaría al gobierno democrático de Rusia que, incomprensiblemente, no hacía nada para impedirlo[1].
La noche del veinticuatro de octubre, bolcheviques armados ocuparon todos los centros estratégicos de San Petersburgo: correos, telégrafo, central telefónica, estaciones, imprentas… encontrando escasa oposición. El veinticinco[2], Lenin –que había vuelto de Finlandia clandestinamente– dirigió el asalto al Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional, que solo ofreció una débil resistencia. El presidente Kérenski, en otro fatídico error, había encarcelado al prestigioso general Lavr Kornilov acusándolo falsamente[3] de encabezar una inexistente conspiración militar de derechas para dar un golpe de Estado. El objetivo era aumentar su popularidad entre los votantes socialistas de cara a las inminentes elecciones al tiempo que se quitaba de en medio a un respetado rival político, pero la fatal consecuencia fue que, cuando llamó en su auxilio a los regimientos acuartelados en las afueras de la ciudad, éstos, que eran fieles a Kornilov, desobedecieron su orden de movilización.
Y así fue como Lenin se apoderó de Rusia y de los rusos. Sin apenas derramamiento de sangre[4], sin que buena parte de los ciudadanos se apercibiera de lo que estaba ocurriendo y sin que ni tan siquiera cerraran los teatros en la capital. Después, el comunismo inventó la patraña de que Lenin había protagonizado el derrocamiento del Zar[5] y de que la toma del Palacio de Invierno había sido un heroico movimiento revolucionario popular llevado a cabo por obreros y campesinos que pedían pan, tierra y paz, contra un gobierno que pretendía el retorno del zarismo. Un relato compuesto por invenciones y quimeras que durante cien años ha constituido el núcleo central de la mitología marxista y que, aún hoy, no pocos siguen defendiendo –libros de texto incluidos– a pesar de que, tras la caída del régimen comunista ruso, se desclasificaron numerosos documentos que lo desmienten.
Los rusos, hastiados del régimen zarista y decepcionados con la marcha de la guerra, acogieron al nuevo régimen con la esperanza que despierta todo cambio y con la inocencia de confiar en que mejoraría sus vidas. Lo que no llegaron ni a sospechar fue que estaban entrando en un tétrico periodo de setenta y cuatro años (1917-1991), durante el cual iban a soportar un repertorio de horrores tan atroz que no tenía antecedentes en tiempos de paz[6].
Lenin no perdió el tiempo en prolegómenos. En cuanto tomó el poder, cerró todos los periódicos excepto el del partido bolchevique –Pravda– y el del soviet –Istzvestia–. Tras las elecciones del doce de noviembre, que perdió, disolvió el Parlamento y se aplicó concienzudamente a aplastar las libertades y a extirpar cualquier atisbo de democracia o de republicanismo. Liquidó la policía política del Zar, la temida Ojrama que en 1917 con sus quince mil miembros era la más numerosa de Europa, y creó su propia policía política con poderes absolutos, la Checa, que en poco más de dos años llegó a tener un cuarto de millón de integrantes. Con ella, llevó a cabo una política de terror sin precedentes: un promedio de mil ejecuciones al mes, contando solo los delitos políticos, mientras que en la Rusia zarista el promedio había sido de diecisiete ejecuciones al año por todo tipo de delitos. Sin embargo, la represión fue tan brutal y eficaz que nada de esto se supo en el resto del mundo hasta mucho tiempo después.
La victoria de Lenin tuvo un impacto inmediato. Por toda Europa proliferaron partidos socialistas de carácter internacionalista que operaban bajo las órdenes de Rusia, y partidos socialistas de carácter nacionalista, emancipados de la autoridad soviética, que recibieron diferentes nombres: fascismo en Italia, nacionalsocialismo en Alemania o falangismo en España. Simultánea y consecuentemente, los partidos liberales europeos, acosados por los pujantes partidos socialistas y comunistas, entraron en crisis.
Las dos vertientes del socialismo —la nacionalista y la internacionalista o soviética— aspiraban a establecer un nuevo orden mundial totalitario en el que desapareciera la propiedad privada y en el que todo el poder fuera detentado por el partido único erigido de facto en el Estado, sin ningún tipo de restricción legal ni constitucional que pusiera coto al ejercicio despótico de la autoridad absoluta.
Sin embargo, el odio que se profesaban los socialistas nacionalistas y los soviéticos era aún mayor que el que ambos sentían por el capitalismo. La confrontación era inevitable y se produjo en sendas guerras que ambos contribuyeron grandemente a desencadenar manipulando los conflictos —que nunca faltan— y atizando el descontento popular por medio de un uso masivo y eficientísimo de la propaganda. En España, durante la Guerra Civil, comunistas y socialistas soviéticos militaron en el bando republicano mientras que los falangistas militaron en el nacional. En el resto de Europa, el enfrentamiento se dirimió durante la Segunda Guerra Mundial en la que el socialismo soviético derrotó a los socialismos nacionalistas gracias a que se alió con las democracias occidentales que, a pesar de todo lograron sobrevivir, no sin antes librar otra nueva guerra sórdida y diferente: la Guerra Fría.
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Actualmente, estamos asistiendo al resurgimiento de un totalitarismo socialista de nuevo cuño que se alía con separatismos, populismos, grupos antisistema y extremismos de todo jaez, tanto políticos como sociales, culturales, religiosos, pseudocientíficos… Nuevamente vuelven a hacer un uso torticero y falaz de la propaganda para sembrar y cultivar en la ciudadanía sentimientos de descontento y frustración tendentes a estimular el deseo de cambio, como antaño los rusos, los cubanos, y más recientemente los nicaragüenses, los venezolanos… ¿Seremos los demócratas, capaces de enfrentar esta nueva asechanza con clarividencia y energía?
[1] Tal vez, los continuos errores de Kérenski pudieran explicarse por su excesiva afición al alcohol, la cocaína y la morfina, que documenta el historiador británico nacionalizado alemán Orlando Figes, en su libro LA REVOLUCIÓN RUSA (1891-1824), publicado en 2010.
[2] Las fechas son las del calendario juliano vigente en Rusia hasta que fue abolido por el nuevo gobierno comunista. El 25 de octubre corresponde al 7 de noviembre del calendario gregoriano.
[3] La falsedad de esta conspiración la demuestra Richard Pipes –historiador polaco nacionalizado estadounidense– en su libro LA REVOLUCIÓN RUSA, publicado en 1990.
[4] Se da la significativa paradoja de que, cuando Eisenstein rodó la escena de la toma del Palacio de Invierno en 1928 para su película OCTUBRE, el número de extras que murieron accidentalmente fue mayor que el de las bajas que había habido durante la verdadera toma en 1917.
[5] El que sí había intentado asesinar al Zar había sido Aleksander Uliánov, hermano mayor de Lenin, que en 1887 formó parte de una conspiración para atentar contra el zar Alejandro III. Fue desmantelada y sus componentes ejecutados.
[6] Tampoco los cubanos, agraviados por los atropellos del dictador Batista pero con la tercera renta per cápita de Iberoamérica, ni los ricos y prósperos venezolanos indignados con la corrupción del gobierno de Carlos Andrés Pérez, sospecharon los niveles de represión y miseria en que los iba a sumir el comunismo que, según la propaganda, prometía instaurar la justicia, la equidad, la solidaridad, esto, lo otro y lo de más allá.
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