Revuelto

Alegoría del revuelto de espárragos

Yo fui un niño de pos-posguerra. Mi infancia y adolescencia discurrieron en una España de penurias y estrecheces en la que, sin embargo, la honradez era un valor que la sociedad tenía en alta estima. De hecho, su prestigio social era tal que incluso se le atribuía la virtud redentora del pecado de pobreza. Yo soy pobre pero honrado, decía el modesto para refutar cualquier atisbo de menosprecio o minusvaloración hacia su menguada economía. Lástima que la tan cacareada y perversamente manipulada Memoria Histórica, no se use para rescatar antiguos valores pasados de moda, como la honradez, el esfuerzo, la probidad, o aquella ancestral norma consistente en premiar al bueno y castigar al malo, que bien podrían desempolvar nuestros legisladores y aplicar nuestros jueces.

Y en lo que respecta a la cosa culinaria que es el asunto que nos ocupa, los de mi generación nos criamos bajo la vigencia de la Ley del pobre, a saber: reventar antes que sobre. ¿Te vas a dejar comida en el plato para que haya que tirarla? ¡Con el hambre que hay en el mundo! Te decían tus padres que sabían de lo que hablaban porque habían padecido las hambrunas de posguerra. Y añadían: ¡Cuántos niños querrían tener un plato de comida como ese y no pueden! Y tú, incapaz de rebatir tamaños argumentos y abrumado por la responsabilidad del hambre en el mundo, nada menos, apurabas con desgana las últimas cucharadas de potaje mientras te preguntabas, sin osar expresarlo en voz alta, cómo podía aliviarles el hambre a los negritos de Biafra que tú comieras más de lo que tenías ganas. ¡Ah! Y si por imperdonable descuido se te caía al suelo un pedazo de pan, no se tiraba ¡Ni mucho menos! Había una liturgia purificadora consistente en soplar con fuerza la cara que hubiera establecido contacto con el pavimento y dibujarle después una cruz con los dedos índice y medio. Se conoce que los microbios huían cual si de vampiros transilvanos se tratara, porque el cacho de pan volvía a estar en perfecto estado de consumo… o eso nos creíamos.

Hoy día, los pobres son posmodernos y subvencionados. Ya no aprecian la honradez ni siquiera como exégesis de su pobreza. Y no son los únicos. Hoy, cuando en la sociedad española lo más parecido a un principio ético es el que recoge la frase si no te cogen no es delito, la honradez no la respetan ni pobres ni ricos. Si acaso, algún que otro cofrade de la clase media, ya entrado en años, continúe teniéndole cierta estima… por nostalgia, mayormente. No muchos, claro. De hecho, incluso la palabra honradez ha caído en desuso, siendo sustituida por la palabra honestidad. Nuestros logsificados periodistas y políticos nos han inducido a confundir el significado de honrado (recto, íntegro, honorable) con el de honesto (decente, recatado, pudoroso). Y todo porque la palabra inglesa honest cuya traducción más ajustada es honrado, se traduce por honesto que es la palabra española que más se le parece… secuelas intelectuales de la logse.

Y, por supuesto, de procurar que no sobre como gesto de solidaridad con los hambrientos, nada de nada. Seremos pobres o no, pero lo que sí somos es dietistas, nutriólogos e incluso veganos si la moda así lo exige. Y entre comida y comida practicamos actividades saludables con nombres finos y modernos, como running, jogging o canicross (el footing ya pasó de moda).

Sin embargo, a raíz de la pasada crisis económica que todavía colea, las Naciones Unidas tomaron conciencia de las escandalosas cantidades de alimentos que se desperdician en los países desarrollados, y pusieron en marcha iniciativas para reducir ese insensato despilfarro. En consonancia con esas directrices, la Unión Europea, desde el año 2013, exige a cada uno de sus Estados miembros un plan para atajar el desperdicio de alimentos que, según han mostrado los estudios estadísticos, se produce mayoritariamente en los hogares. Y, mire usted por donde, por obra y gracia de esas intangibles superestructuras supranacionales, volvemos a recuperar costumbres antañonas ya olvidadas, aunque ahora no sea tanto por necesidad como por sentido común. Y como es necesario que todo cambie para que todo permanezca, ya lo decía don Giuseppe Tomasi di Lampedusa, habrá que recomponer la vieja Ley del pobre, que ahora podría llamarse Ley del solidario, y cuyo enunciado podría ser: antes reciclar que desperdiciar.

Yo, desde que tenía uso de razón, aprendí en casa de mis padres que tirar comida era pecado (otro concepto caído en desuso). Y en esas sigo. Por eso, sin necesidad de directrices comunitarias, estrategias gubernamentales ni gaitas por el estilo, desde antes de que la posmodernidad se enseñoreará de nuestras vidas y pensamientos, vengo aplicando lo mejor de mi inventiva y de mi saber guisandero a la tarea de aprovechar las sobras para cocinar platos diferentes y, a poder ser, apetitosos… de los que, claro, también sobra. Resulta inevitable pues, al menos para mí, cocinar lo justo es misión imposible.

Y he de decir, aun a riesgo de pecar de inmodestia, que ingenio no me suele faltar. Sin embargo, hay platos que se resisten como gatos panza arriba. Es el caso de los revueltos.

Los revueltos están muy buenos recién hechos, pero si sobra pierden el punto y recalentados no son agradables de comer. Por eso, con todo el dolor de mi corazón, tiraba los restos de revuelto hasta que, no hace mucho, tuve una feliz idea que ha dado un resultado aceptable. Había sobrado una porción de huevos revueltos con ajos, gambas, jamón, setas y espárragos. La idea consistió en cortarlo todo en trocitos con las tijeras de cocina, y añadirlo a una sopa de ajo en sustitución del clásico huevo escalfado. Se pone al final, cuando la sopa ya está hecha, se hierve un instante y el resultado es satisfactorio. Si bien se piensa, de los ingredientes del revuelto el huevo va con la sopa de ajo y el jamón con la sopa castellana que no es más que una sopa de ajo ilustrada. Los espárragos trigueros van en la sopa de ajo como anillo al dedo. Quedaban pues las setas y las gambas que resultaron casar o maridar, como se dice ahora, felizmente.

Revuelto de espárragos y setas

Lavamos y escurrimos los espárragos verdes y las setas cultivadas (Pleurotus ostreatus). Cortamos las setas en tiras con las manos, no es necesario usar cuchillo. Los espárragos se parten a su amor, doblándolos hasta que se quiebren por sí mismos; el extremo grueso del tallo se desecha.

Pelamos unos dientes de ajo y los cortamos en ruedas gruesas. Cortamos jamón a taquitos. Lo echamos todo en una sartén con aceite caliente y, a fuego flojo para que cedan más sabor, los dejamos hacer moviendo con cuchara de palo, hasta que los ajos empiecen a adquirir un tono dorado.

Añadimos entonces los espárragos y las setas, y tapamos la sartén para que se estofen con el agua que sueltan las verduras. Hay quien gusta adicionar unas gotas de vinagre; no es mi caso. Lo tenemos así unos quince minutos moviendo de vez en cuando. Si lo vemos necesario, destapamos la sartén para que evapore toda el agua, ya que debe quedar solo el aceite antes de echar los huevos. Se puede espolvorear un poco de pimienta molida, pero sal no suele ser preciso porque ya el jamón aporta la necesaria.

En el último momento añadimos unas colas de gambas peladas y les damos unas vueltas.

Añadimos ahora los huevos sin batir, le ponemos su pizca de sal a cada uno y los revolvemos en la sartén. A mí personalmente, me gusta el revuelto al estilo jaenero: con el huevo bien cuajado y distinguiéndose los trazos blancos de los amarillos. Lo prefiero al estilo francés: añadiendo los huevos batidos con un chorrito de leche y retirándolo del fuego en cuanto adquiere un punto cremoso, es decir, con los huevos a medio cocinar.

Por último, disponemos el revuelto en una fuente o directamente en los platos.

Sopas de ajo

Cortar en rodajas dientes de ajo y freír en aceite a fuego suave.

Partir pan asentado en trocitos. Añadirlos al aceite cuando los ajos empiecen a dorar y darles unas vueltas.

Añadir agua y sal, y dejar hervir unos minutos.

Se puede cuajar un huevo por persona, pero en este caso añadiremos las sobras de revuelto.


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