En mi criterio, la Edad Contemporánea puede considerarse periclitada. Terminó en 1912 cuando el ingeniero y prolífico inventor Leonardo Torres Quevedo creó su “Autómata ajedrecista”, la primera computadora de la historia capaz de procesar información y actuar en consecuencia. Este invento, antecedente de los actuales ordenadores, inauguró la ciencia de la Informática y, con ella, la Edad Cibernética. Poco después, en 1920, el genial cántabro inventó la memoria artificial para crear su “Aritmómetro electromecánico”, la primera calculadora digital de la historia. Sobre estos dos cimientos se construyeron las ciencias dedicadas al automatismo, la cibernética y la computación.
Poco sospechaban los contemporáneos de don Leonardo, ni la revolución que acababa de iniciar, ni las maravillas que tales inventos iban a deparar a la Humanidad en un futuro tan próximo, que ya es pasado. Porque si algo caracteriza a esta nueva Edad Cibernética, es la velocidad. Los portentos se suceden unos a otros con tal precipitación que han saturado nuestra capacidad de asombro. Y la cocina no es una excepción. De unos años a esta parte, los platos de éxito tienen un periodo de prevalencia tan efímero, que puede representarse por una curva de campana: rápido ascenso en el favor popular, fugaz permanencia en la cumbre del éxito y precipitado descenso cuando el tornadizo gusto de los gastrónomos cibernéticos considera su encanto, amortizado y su elegancia, marchita.
Exactamente esta, es la historia del cóctel de gambas, un plato que hace ya casi media centuria, nos cautivó por el exotismo de su colorido, por la entonces sorprendente mezcla de sabores agrios y dulces, y por el refinamiento de presentarse en copa y sobre lecho de hielo picado. Durante dos décadas representó el colmo de la sofisticación en las celebraciones de los españoles. Eran los tiempos de la transición y del nacimiento del nuevo orden constitucional. Después pasó de moda y sufrió el desdén y el olvido.
La presencia de salsa ketchup en la elaboración de esta receta, proclama que su origen no puede ser otro que los Estados Unidos de América, donde en 1876, Henry John Heinz había tenido la feliz idea de mezclar concentrado de tomate con la salsa china ke-chap… y se hizo millonario.
En los años 50, los mariscos con salsa rosa servidos en copa de cóctel, causaban furor en los hoteles de Las Vegas. En los años 60, la novedad desembarcó en las islas británicas, introducida por Fanny Cradock, una famosa periodista y cocinera televisiva del momento. A España no llegaría hasta los años 70, pero alcanzó su máximo apogeo en los 80, y su éxito fue tan rotundo, que no fuimos pocos los que adquirimos las características copas dobles destinadas exclusivamente a degustar este manjar y, de paso, a ornar nuestra mesa con un rasgo de estilo propio de alta cocina… o eso nos creíamos. Sin embargo, esto no sería España si no hubieran surgido voces que se alzaran contra la tiranía del omnipresente cóctel. Manuel Herrero Molina, en entrevista publicada por “Blanco y Negro” el tres de mayo de 1978, dice: Esperemos que resurja definitivamente una buena cocina regional, apartada de esa llamada cocina internacional encabezada por el dichoso cóctel de gambas; y Víctor de la Serna en su libro “Parada y fonda” (1987), se refiere a él como: ese detestable invento norteamericano que ha invadido hasta los más modestos figones de Celtiberia.
Pero su ocaso llegaría en los noventa, cuando los comensales distinguidos empezaron a considerar que la exótica delicia se había vuelto demasiado popular para sus distinguidas mesas y los restaurantes elegantes la excluyeron discretamente de sus cartas. Los restaurantes a secas los imitaron y así, de una forma tan injusta, desapareció este plato de la restauración profesional como si hubiera sido condenado a la muerte vudú.
No ocurrió lo mismo en las cocinas domésticas, pues somos muchos los que lo seguimos elaborando de vez en cuando, por nostalgia, porque, modas aparte, sigue estando riquísimo aunque ya nos hayamos acostumbrado a los colores y sabores que tanto nos impactaban en los setenta, porque es sencillo de preparar… y porque alguna utilidad habrá que darle a las puñeteras copas de marras.
De esta receta, como de cualquier otra que goce de popularidad, hay docenas de variantes. Estas son algunas de las que he encontrado: con piña en almíbar, con aguacate, con tomatitos cherry, con pepino, con apio, con palmito, con salsa Worcester, con Tabasco, con mostaza, con pimentón picante y hasta con vainilla, como la prepara el cocinero inglés laureado con tres estrellas Michelin, Heston Marc Blumenthal.
La receta que yo cocino normalmente, consta solo de los componentes esenciales: mariscos, lechuga y salsa rosa, y aunque considero que así queda redonda, a veces pruebo con alguno de los ingredientes mencionados más arriba.
Lo primero es cocer el marisco –gambas, langostinos o gambones– si no lo hemos comprado ya cocido. Preparamos un cuenco con salmuera y bastante hielo. Ponemos al fuego una cacerola con agua, sal, pimienta y laurel. Cuando hierva a borbotones introducimos el marisco, dejamos un minuto y apagamos. Después lo dejamos en la misma agua de cocción otro minuto o dos, dependiendo del tamaño de las piezas. Inmediatamente lo pasamos al hielo.
Cuando se hayan enfriado, las pelaremos dejando solo la cáscara que envuelve el extremo de la cola. Obviamente, las cabezas van de nuevo al agua de cocción. Sería de orates desperdiciar ese tesoro de sabor… y de colesterol.
Para elaborar la salsa rosa, hacemos la mahonesa que se obtiene de un huevo, utilizando aceite de girasol o de oliva con muy poca acidez. Le añadimos un chorrito de vinagre de Jerez, otro de zumo de limón, sal y pimienta. Debe quedar bien dura, ya que el resto de ingredientes la van a licuar.
A esta mahonesa le mezclamos muy bien dos cucharadas soperas de kétchup, dos de zumo de naranja y una de brandy de Jerez. Midamos el brandy con cuidado, porque si nos pasamos, le da a la salsa un punto amargo muy poco agradable. Solo por mencionar más posibilidades, hay quien sustituye el brandy por Cointreau o por Martini.
Previamente hemos puesto en agua unas hojas de lechuga del tipo iceberg, para que adquieran turgencia. Las secamos bien y las cortamos en juliana fina.
En el fondo de cada copa disponemos una porción de lechuga, cubrimos con generosa capa de salsa rosa y, por encima, con la gracia de nuestras manos, disponemos las gambas.
Y ¡Olé! o, dicho en yanquinés, Hurrah!