La felicidad es una sensación de gozo exultante y, por su propia naturaleza, fugaz. Cuando yo moceaba, la pintoresca semántica del habla castiza la describía con una expresión hoy caída en desuso: una hemorragia de satisfacción. Y los más lenguaraces, desconfiando de que el oyente despistado captara el sustrato malicioso de la metáfora, añadían un estrambote aclaratorio: una hemorragia de satisfacción y el gusto que chorrea. En todo caso, esa hemorragia siempre termina remitiendo, contenida por su correspondiente torniquete de desencanto.
Cosa distinta es vivir a gusto o, como tan atinadamente dice un buen amigo, ser moderadamente feliz. Su sentido coincide con la primera de las acepciones con las que el DRAE define la felicidad: Estado de grata satisfacción espiritual y física; y este sí que es un estado de ánimo con vocación de pertinacia. Claro que precisa de nuestra ayuda. Para favorecerlo tenemos que poner de nuestra parte y facilitarle la tarea, lo cual consiste en saber compensar las actividades gratificantes, amenas y deleitables, con aquellas otras que no tenemos más remedio que realizar para cumplir las obligaciones cotidianas. Hay seres afortunados que no distinguen entre las unas y las otras, pero son muy pocos y yo, desde luego, no me cuento entre ellos. Por eso decía Dostoievski que lo acertado no es tanto hacer lo que te gusta, como hacer que te guste lo que tienes que hacer.
Los españoles somos, en general, gente moderadamente feliz. Según el Informe Mundial de Felicidad, publicado anualmente por Naciones Unidas, en 2022 nuestra nota es de seis con cuatro sobre diez, lo que nos sitúa en el puesto veintinueve de los ciento cincuenta y seis países estudiados. Y ello a pesar de que los parámetros usados por la ONU están establecidos siguiendo descaradamente la óptica anglosajona y los valores luteranos, tan alejados de los mediterráneos y católicos. El objetivo es situar en los primeros lugares de la lista a los países protestantes, y lo consigue: el primero es Finlandia, el segundo Islandia, el tercero Dinamarca, el cuarto Suiza, etc.
En todo caso, lo cierto es que, en nuestra vida cotidiana, la ratio entre actividades penosas y actividades gratificantes, es claramente favorable a estas últimas. Nuestra bienhechora vida familiar cuajada de pequeñas pero reconfortantes recompensas, nuestra forma intensa y generosa de vivir la amistad, nuestra afición al callejeo o nuestras relaciones sociales abiertas y espontáneas, todavía se aferran al modelo mediterráneo que engendró la civilización occidental. A pesar de ser los europeos que más horas diarias permanecemos en el puesto de trabajo, sabemos entreverar la actividad laboral con cafelitos que alargamos convenientemente, reconfortantes charlas de pasillo que a veces se eternizan, relaciones cordiales con los compañeros de trabajo, trato afable y próximo con compañeros, colegas y clientes… En fin, que los escandinavos y centroeuropeos que, según la ONU, son los humanos más felices del planeta, si pueden se nos instalan aquí a vivir. No en Finlandia ni en Islandia, no. Aquí. Por algo será.
Lo malo es que, como decía el granadino Francisco Ayala, el tiempo ni vuelve ni tropieza. Con el inexorable paso de los años, la lista de actividades gratas y estimulantes se va viendo progresivamente reducida: los viajes, el deporte, la gastronomía, la bebida, el sexo… todo lo que nos gusta se va volviendo perjudicial, inadecuado, dañino o aburrido. Lo único que sigue siendo gratificante y que no es ilegal ni inmoral ni engorda, es la actividad intelectual: la curiosidad científica, el gusto por el arte, por la literatura, por la historia, el goce que proporcionan la lectura y la escritura… eso es lo que llenará nuestra vejez y la hará llevadera e incluso interesante. Pero ese gusto no se improvisa. Conviene empezar a cultivarlo desde niños si no queremos tener una vejez terriblemente aburrida. Si no queremos engrosar las filas de esos viejos que, tras desayunar, se instalan frente a una obra o en un banco del parque, para matar el rato hasta que llegue la hora de comer… De comer con parvedad pero sin sal, sin azúcar, sin pan, sin alcohol y sin grasas, por supuesto.
La Felicidad es como el Tour de France, muchas etapas algunas cómodas y otras durísimas, pero hay que llegar a los Campos Eliseos como sea.