Cuando en el año 1453 los turcos otomanos conquistaron Constantinopla, el corazón de la Europa cristiana quedó atribulado por la congoja… por expresarlo de un modo gentil. Y la inquietud se transformó en angustia cuando, en 1480, cayó en poder sarraceno la ciudad de Otranto, en el sur de península itálica. La expansión otomana por el Mediterráneo parecía imparable y el propio Papa de Roma veía su seguridad amenazada por la inquietante aproximación de los musulmanes turcos. Tenía bien presente la promesa del Profeta a sus creyentes: un lugar en el Paraíso para aquellos de sus seguidores que tomen la Ciudad Santa. Una promesa que hoy tiene la misma vigencia que entonces, aunque los europeos actuales nos empeñemos en ignorarlo.
Por eso, cuando en 1492 los Reyes Católicos culminaron la conquista del reino de Granada, el último enclave musulmán en Europa Occidental, toda la cristiandad vivió ese triunfo como propio y lo celebró como un desquite por la pérdida de Constantinopla. El propio Papa Inocencio VIII lo festejó celebrando solemne misa de acción de gracias en la iglesia de Santiago de los Españoles -hoy de Nuestra Señora del Sagrado Corazón- que había construido en Roma el infante Enrique de Castilla, bajo la advocación del patrón de la Reconquista.
Pero más importante que elevar la moral de sus correligionarios transpirenaicos fue que, con esa victoria, la Monarquía Hispánica culminó ocho siglos de Reconquista y selló el flanco sur peninsular frente a la inminente amenaza de invasión turca que se hubiera producido a través de la costa granadina y con el apoyo de los musulmanes nazaríes.
Pues bien, a pesar de la incuestionable relevancia histórica del acontecimiento, la Junta de Andalucía, sus conmilitones del consistorio granadino y una parte de la ciudadanía auto-etiquetada como progresista, se muestran reticentes a festejar la Toma de Granada y se oponen a declararla bien cultural. Será, tal vez, por motivos políticos, o ideológicos, o de ideología política, o… ellos sabrán. Sin embargo no siempre ha sido esta la actitud de las autoridades al respecto. Ni la de la ciudadanía.
Durante buena parte del isabelino siglo XIX, una corriente favorable a la pintura histórica se extendió por España y alcanzó su punto culminante durante la Restauración. El desafío modernizador y armonizador que emprendió la España liberal, auspició un movimiento pictórico de finalidad didáctica, como la imaginería medieval. Una pintura histórica comprometida con el Estado liberal y con sus principios rectores, que mostraba de forma plástica, cómo los avatares históricos que habían desembocado en la consecución de las nuevas libertades democráticas que disfrutaban los ciudadanos españoles, eran resultado de la consagración de unas libertades que, en nuestra patria, hunden sus raíces en la Edad Media. Cosa bien distinta pues, de la pintura heroicista y de exaltación delirante de pasadas grandezas, que caracteriza a la Inglaterra victoriana, la Francia de la III República o la Italia del Resurgimiento.
Este fue el marco político, social y cultural, en el que el pintor zaragozano Francisco Pradilla y Ortiz, presentó su cuadro DOÑA JUANA LA LOCA a la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878. Obtuvo medalla de honor, así como en la Exposición Universal de París de ese mismo año. El éxito fue tal que, con treinta años recién cumplidos, quedó consagrado como el mejor pintor de España.
Ese mismo año, el Senado decidió encargarle un cuadro que recogiera la rendición de Granada, por un estipendio de veinticinco mil pesetas. El lienzo estaba destinado a la Sala de Conferencias, como parte de la nueva decoración a base de pinturas y esculturas que representaran a los más destacados personajes de la historia de España, y se conoce que aquellos senadores sí que consideraban la toma de Granada un hito fundamental de nuestra historia. El presidente del Senado don Manuel García Barzanallana, le trasladó un encargo muy concreto pero dejándole total libertad para desarrollarlo. Estas fueron sus palabras exactas: “…debe reflejar la entrega de llaves por Boabdil a los Reyes Católicos, como representación de la unidad española, punto de partida para los grandes hechos realizados por nuestros abuelos bajo aquellos gloriosos soberanos”.
Pradilla asumió el trabajo con la debida responsabilidad. Cuatro años tardó en llevarlo a efecto y, durante ese tiempo, no reparó en dedicación, ni en esfuerzo, ni en medios materiales. Comenzó por instalarse en Granada durante una temporada, para captar a fondo todos los matices de la luz y el colorido que ofrece la bella ciudad nazarí. Cuando tuvo una idea clara de lo que quería hacer, puso manos a la obra y compuso un cuadro de enormes dimensiones, tres con tres metros de alto por cinco con cinco de ancho. Para muchos, fue lo mejor que pintó en su vida.
El esfuerzo mereció la pena. Los senadores quedaron entusiasmados y el rey Alfonso XII, que acudió al Senado expresamente a contemplar la pintura, quedó tan impresionado que premió al pintor con la gran cruz de la Orden de Isabel la Católica. Por eso, cuando Pradilla argumentó muy razonadamente que el precio acordado había resultado escaso para la magnitud de la obra, sus Señorías no dudaron en duplicar sus honorarios.
El cuadro causó una auténtica conmoción en el Madrid de la época porque supo reflejar perfectamente el espíritu político y social de la Restauración: tras décadas de sangrientas guerras civiles, España encontraba por fin la paz e iniciaba una nueva etapa de estabilidad y desarrollo, reconciliada con su identidad histórica que tan dañada había quedado por la emancipación de los territorios americanos. Rápidamente LA RENDICIÓN DE GRANADA se convirtió en la sensación del momento y los madrileños acudieron en masa a contemplarlo. Del éxito y el reconocimiento alcanzados por la obra, dan fe las numerosas copias realizadas por otros pintores, amén de varias réplicas ejecutadas por el propio Pradilla.
Es impresionante esta obra que aprovechó la coyuntura histórica para exaltar la figura de De la
Reina y del defensor. El lugar reflejado en el magnífico cuadro de Pradilla