Corruptos, es decir, amigos de trincar el dinero público y destinarlo a su propio uso y disfrute, aficionados a traficar con la influencias que les proporciona su cargo en la Administración, adeptos a enchufar en la función pública a sus amigos, parientes y conmilitones, pasándose los principios de igualdad, mérito y capacidad por el forro de sus caprichos… los hay en todos los países por muy democráticos que sean. Lo que marca la diferencia es el porcentaje, el grado de tolerancia de los ciudadanos con la corrupción y el rigor con el que la justicia los persigue y la ley los sanciona, asuntos estos que están en relación de proporcionalidad directa con la intransigencia de la ciudadanía hacia los corruptos.
En España, tenemos la percepción de que la corrupción está muy extendida y profundamente arraigada entre los cargos políticos. Esta idea viene fomentada por las continuas noticias de imputaciones y detenciones, aunque conviene no olvidar que esto también significa que, tanto los cuerpos de seguridad como la justicia, están haciendo bien su trabajo. También la refuerza, y no poco, el discurso derrotista de algunos políticos que manipulan y exageran los datos para apoyar sus intereses partidarios. Siempre viendo la mota en el ojo ajeno sin reparar en la viga que hay en el propio, naturalmente.
En realidad, yo no creo que la corrupción hispana se desvíe mucho de la media de los países de nuestro entorno, y desde luego, distamos mucho de los niveles que alcanza en Grecia, Argentina o México, por ejemplo.
A falta de datos estadísticos fiables, de los que no dispongo, fundamento esta opinión en dos hechos. En primer lugar, de ser correcta la opinión general acerca de la falta de honradez de nuestros administradores, los pagadores de impuestos que constituimos la sufrida clase media, seríamos ya pobres de pedir, y ciertamente hemos empobrecido víctimas de la crisis, pero no tanto… al menos al norte de Andalucía. En segundo lugar, conviene no olvidar que, mientras fue perceptora de fondos europeos, España los utilizó para implementar su desarrollo en comunicaciones, industria, comercio exterior, y un largo etcétera. Y lo hizo tanto y tan bien que, ante el pasmo de propios y extraños, llegó a ser la octava potencia económica del mundo, aunque tras el estropicio causado por Zapatero el despilfarrador y sus secuaces de cuota, bajáramos hasta el puesto decimocuarto. Como tan acertadamente predijo Alfonso Guerra, si comparamos la España de hace cuarenta años con la actual, con su crisis y todo, no la reconoce ni la madre que la parió. Difícilmente se encontrará otra nación que haya sabido emplear la ayuda exterior con tanto acierto y provecho, y eso no hubiera sido posible si la corrupción hubiera estado tan difundida como tendemos a pensar.
Pero, no obstante lo dicho, lo más preocupante a mi entender, es que la actitud de los votantes hacia los sinvergüenzas, sea tan manifiestamente muelle y transigente. Especialmente en algunas regiones concretas.
Si hiciéramos una clasificación de trincones de dinero público, probablemente los corruptos andaluces estarían en las posiciones de cabeza, disputándose el primer puesto con los catalanes, en durísima competencia. No obstante, estoy convencido de que ganarían los nuestros, porque en una región que cuadruplica la media de desempleo de la Unión Europea y en la que el paro juvenil anda por el sesenta por ciento, robar el dinero destinado a formar a los parados y a proporcionarles un poco de motivación y esperanza, es de una iniquidad difícil de superar. Pero que además, los rufianes sean los propios sindicalistas, es ya el colmo de los colmos en materia de falta de escrúpulos y de principios. Eso no lo supera ni el clan de los Pujol en sus proyectos más audaces.
Hacía ya tiempo que andaba cavilando sobre la razón por la que los votantes andaluces, somos tan tolerantes con la sinvergonzonería de nuestros gobernantes y sindicalistas, sin encontrar una explicación satisfactoria, hasta que hace unos días me topé con ella por la más pura casualidad. Iba andando por la calle y quiso el azar que, al pasar junto a dos fulanos que estaban charlando en la acera, en ese preciso momento uno de ellos le estuviera diciendo al otro: …porque es de idiotas votar otra cosa. Tiene que chorrear pa’bajo pa que nos llegue el goteo.
¡Naturalmente, pardiez! La explicación era así de simple. Y yo buscándola por el abstruso limbo de las abstracciones de tercer grado. ¡Con razón no daba con ella!
Resulta que en Andalucía, la corrupción es como la lotería de Navidad: los premios gordos siempre les tocan a los dirigentes políticos y sindicales, eso sí, pero la pedrea está muy repartida, y todos aquellos a quienes “les gotea”, tienden a hacer como que no se enteran porque, como dice Al Gore: Es muy difícil que un hombre reconozca la verdad si sus ingresos dependen de que no la reconozca. Además ¿verdad, qué verdad? siempre es tan relativa que aunque la verdad de los hechos resplandezca, siempre se batirán los hombres en la trinchera sutil de las interpretaciones (Gregorio Marañón).
En cambio, lo que no tolera el votante andaluz son los corruptos que se lo quedan todo para ellos. Eso sí que no. Ante esos putrefactos egoístas e insolidarios, somos intolerantes, rigurosos, inflexibles: a la cárcel con ellos y que devuelvan lo que han robado.
En todo caso, lo que resulta de una evidencia tan palmaria que no necesita ejemplos, es que el desarrollo y el bienestar de los pueblos siempre va ligado a una Administración razonablemente honrada y eficaz y, en democracia, conseguirlo está en manos de los votantes.