Carga de caballería de la Brigada Ligera el 25 de octubre de 1854
Obra de William Simpson

A lo largo de la historia, los ejemplos de torpeza militar en materia de intendencia son legión. Ningún ejército se libra de haber cometido fallos garrafales en algún momento. Pero, probablemente, donde la incompetencia logística alcanzó la cota de lo sublime fue en Crimea y la protagonizó el ejército británico.

La península de Crimea

Crimea es una península pequeña. Mide solo veintisiete mil kilómetros cuadrados que, para hacernos una idea, es el noventa y uno por ciento de la superficie de Galicia. Sin embargo, su estratégica situación al norte del Mar Negro ha sido causa permanente de guerras y disputas.

Seis siglos antes de Cristo se establecieron varias colonias griegas en las costas del Quersoneso Táurico, que así llamaron aquellos griegos a la península de Crimea. Formó parte del Imperio romano. Fue invadida sucesivamente por godos, hunos y búlgaros. Perteneció al Imperio bizantino. En 1475 fue tomada por el Imperio otomano. En la guerra ruso-turca de 1774 fue conquistada por Rusia. Mediado el siglo XIX fue el escenario de la guerra de Crimea que enfrentó a Rusia por un lado y Reino Unido, Francia y el Imperio otomano por otro. Después perteneció a la Unión Soviética y, tras su desintegración en 1991, formó parte de Ucrania. En 2014 fue ocupada militarmente por Rusia y así sigue… por ahora.

Casus belli

En 1853, el Imperio ruso entró, una vez más, en guerra con el Imperio otomano. En esta ocasión la excusa fue proteger a los cristianos ortodoxos, aunque la verdadera razón era consolidar, para su flota del mar Negro, una salida al Mediterráneo por los estrechos del Bósforo y de los Dardanelos que pertenecían a los otomanos.

Francia se había erigido en defensora de los cristianos católicos del Imperio turco mientras que Rusia, que se consideraba heredera de la cultura bizantina, había asumido la protección de los cristianos ortodoxos. En el año 1853, entre ambos grupos religiosos se recrudeció la ancestral rivalidad por la custodia de los Santos Lugares de Palestina: el Templo del Santo Sepulcro en Jerusalén y la Iglesia de la Natividad en Belén. Ese año, se dio la circunstancia de que coincidió la Pascua católica –calendario gregoriano– con la Pascua ortodoxa –calendario juliano–. La habitualmente nutrida afluencia de peregrinos se duplicó y cada grupo esgrimió su derecho a ser el primero en entrar en el Santo Sepulcro. La discusión fue subiendo de tono y de las palabras pasó a los gritos, los insultos, los empujones, los puñetazos, y finalmente salieron a relucir los puñales y pistolas que portaban algunos “fieles devotos”. Se armó tal tumulto que las fuerzas enviadas por el gobernador otomano de Jerusalén fueron incapaces de controlar la situación… o tal vez no pusieran suficiente interés en impedir que los infieles se mataran entre sí… ¿Quién sabe? El caso fue que, cuando por fin se calmaron los ánimos, sobre el suelo del Templo del Santo Sepulcro, el lugar más sagrado de la cristiandad, yacían cuatro decenas de cadáveres y varios cientos de heridos.

La Guerra de Crimea

El zar Nicolás I montó en cólera y exigió crear un protec­torado ruso en los territorios turcos habitados por cristianos ortodoxos. Lógicamente el Sultán, sabiéndose respaldado por Francia y Gran Bretaña, rechazó la propuesta y apoyó a los católicos. Eso brindó al Imperio ruso la excusa para invadir sus territorios. En 1853, el ejército del Zar avanzó a través de los principados de Valaquia y Moldavia –actual Rumanía– que eran vasallos del Imperio otomano. Llegó hasta el Danubio donde fue frenado por los turcos, pero quedó claro que su objetivo era tomar Constantinopla.  Alarmadas, las muy cristianas Gran Bretaña y Francia acudieron… ¡en auxilio de los sarracenos para frenar a los cristianos ortodoxos!

A los descendientes de los héroes de Lepanto nos puede parecer asombroso, pero recordemos que ya entonces Francia apoyó a los otomanos. En esta ocasión Gran Bretaña defendía sus rutas comerciales con la India, Francia sus intereses mercantiles y financieros en Turquía y, de paso, recuperar su estatus de gran potencia europea; y ambas querían evitar a toda costa que el decadente Imperio otomano cayera en poder del ascendente Imperio ruso y que el Mediterráneo oriental se convirtiera en un lago privado del Zar.

En un principio, ni el gobierno francés ni el británico estaban dispuestos a mandar una fuerza terrestre nada menos que a invadir Rusia. Estaban convencidos de que la flota que habían enviado al Mar Negro, y las fuertes defensas turcas que protegían Constantinopla, bastarían para disuadir al zar Nicolás. Pero, como ha sucedido tantas veces en la historia, los acontecimientos se fueron complicando hasta desembocar en una guerra abierta. Un asunto que indignó a la opinión pública, fue el bombardeo del puerto turco de Sínope el treinta de septiembre de 1853. La escuadra rusa empleó proyectiles explosivos, mucho más letales que los tradicionales proyectiles macizos, y causó cuatro mil muertos a la marina turca. La prensa inglesa comenzó una campaña feroz en contra de Rusia que poco a poco enardeció los ánimos a favor de una intervención militar en toda regla. El último intento para solucionar la crisis por la vía diplomática, fue el ultimátum enviado el veintisiete de febrero de 1854 por el gobierno británico para que Rusia se retirase de Valaquia y Moldavia. El gobierno ruso no se molestó en contestar. Habría guerra. En septiembre de 1854 Francia y Gran Bretaña se declararon aliadas de Turquía.

Cuando los cuerpos expedicionarios enviados por las dos potencias aliadas llegaron a la zona de conflicto, Rusia, ante la amenaza de Austria de entrar en la guerra, había accedido a retirarse de Valaquia y Moldavia. La guerra ruso-turca había terminado y el peligro sobre Constantinopla había desaparecido, pero ese detalle sin importancia no impidió que París y Londres decidieran rentabilizar los cincuenta y siete mil hombres que habían mandado a la zona para asestar un duro golpe a la flota rusa en el mar Negro.

Comenzó así la llamada guerra de Crimea (1854–1856) que fue la primera guerra europea desde que finalizaran las guerras napoleónicas. En la península de Crimea estaba Sebastopol, la gran base naval rusa en el mar Negro, y allí mandaron sus ejércitos Inglaterra, Francia y Turquía. Además, se les sumaría una pequeña fuerza del reino de Piamonte-Cerdeña. Austria y Prusia permanecieron al margen aunque no dejaron de proferir amenazas.

Lo que se planeó como una lección a los rusos para prevenir futuras amenazas en el mar Negro, una expedición de castigo rápida y limpia que llegaría, destruiría el puerto de Sebastopol y volvería a casa sin despeinarse, se convirtió en dos años de guerra terriblemente cruenta y brutal. Finalmente, la caída de Sebastopol tras un largo asedio terrestre y marítimo, obligó a Rusia a firmar la Paz de París el treinta de marzo de 1856. En ella se reconocía la neutralidad del mar Negro y se garantizaba la integridad del Im­perio turco. A cambio Rusia ganó territorios en el Cáucaso a costa de Turquía.

Aquella lejana guerra de Crimea que ya casi nadie recuerda, nos permite entender mejor otras guerras posteriores como las de Bosnia y Kosovo, en las que las potencias occidentales se alinearon con los musulmanes para poner coto a la influencia eslava ortodoxa en el área de los Balcanes, una zona tan turbulenta que Churchill dijo de ella: Los Balcanes producen más historia de la que pueden digerir.

Participación española

A España la guerra de Crimea ni le iba ni le venía y se declaró oficialmente neutral. No obstante, envió una comisión militar de observadores dirigida por el general Prim. Don Juan Prim y Prats estableció excelentes relaciones con el sultán Abdulmecit I y asesoró a su ejército oficiosamente, lo que provocó las protestas diplomáticas de Rusia. Pero esos españoles no fueron los únicos que participaron en aquella lejana guerra. Francia envió, entre otras tropas, al Primer y Segundo Regimiento de Extranjeros donde estaban alistados unos novecientos españoles. Eran, en su mayoría, antiguos soldados carlistas asilados en Francia. Las penosas condiciones de vida en los deplorables campos de refugiados franceses, los había empujado a alistarse en la Legión Extranjera. Veteranos de la conquista de Argelia, combatieron en primera línea en las batallas más importantes y aproximadamente la tercera parte de ellos perecieron allí. Muchos recibieron las más altas condecoraciones por su valor. El que alcanzó mayor fama fue el antiguo voluntario carlista Antonio Críspulo Martínez. Tras haber servido en Argelia, llegó a Crimea siendo ya capitán en el 2º Regimiento Extranjero y finalizó la guerra con el grado de teniente coronel. Fue condecorado con la Legión de Honor y llegó a ser general del Ejército francés en 1870.

La última guerra antigua

La de Crimea se considera la última guerra antigua y, al mismo tiempo, la primera moderna. Se ha llamado “la última cruzada” por su motivación religiosa, y “la primera guerra total” por su incidencia sobre la población civil. Por un lado, el armamento ruso y las tácticas de combate de los británicos eran propios del siglo XVIII. Por otro lado, fue pionera en aspectos tales como que las poblaciones civiles fueron consideradas blancos legítimos por la flota británica cuyo bloqueo y bombardeos provocaron hambrunas, enfermedades y muertes; por primera vez se produjo un uso masivo de trincheras que inauguraron la llamada “guerra de posiciones”; se usaron trenes, barcos de vapor acorazados, telégrafo, globos aerostáticos y nuevas armas mucho más mortíferas como los rifles de ánima rayada, los proyectiles explosivos, las minas marinas o la artillería de asedio de gran calibre. Sin embargo, lo más novedoso fue que, por primera vez, en el frente de combate hubo periodistas y fotógrafos. Las crónicas de los corresponsales podían evitar la censura militar gracias al telégrafo. Sus crudos relatos contradecían los informes oficiales y, a través de la opinión pública, influyeron decisivamente en las resoluciones de las autoridades tanto políticas como militares. En Inglaterra tuvieron tal impacto que causaron la caída del gobierno.

Uno de los aspectos más transcendentales en los que los relatos periodísticos influyeron en la opinión pública fue en la preocupación por el bienestar de los soldados. Presionado por las crónicas de guerra que describían el desastroso estado de la sanidad militar, el Secretario de Estado para la Guerra de Reino Unido, Sidney Herbert, tomó una decisión que no tenía precedentes: designó a una mujer, Florence Nightingale, para dirigir a un grupo de treinta y ocho enfermeras que viajó a Crimea para cuidar a los soldados heridos y enfermos. Ninguna mujer había ocupado antes un puesto oficial en el ejército británico (sí en el español, pero esa es otra historia). La benefactora actuación de estas enfermeras bajo la competente dirección de Florence Nightingale resultó tan revolucionaria como su nombramiento. Con ella nació la enfermería de campaña que incorporó la Revolución terapéutica del siglo XIX a la sanidad militar.

Pésima planificación

El conflicto resultó desastroso debido a la pésima planificación de la campaña. La relación entre el Estado Mayor británico y el francés no fue sino una sucesión de desencuentros, disputas y disensiones. Los aliados embarcaron sus tropas sin saber dónde las iban a desembarcar, y cuando decidieron que fuera en Crimea, no conocían ni la climatología ni la geografía ni la orografía de la península y los jefes expedicionarios carecían de mapas del terreno. Los británicos no aseguraron convenientemente los abastecimientos; el calzado de la tropa era de pésima calidad; carecían de prendas de abrigo porque nadie había previsto que en Crimea el tiempo es frío y húmedo buena parte del año; la complejidad y rigidez burocrática de la intendencia británica la hacía inoperante; en ambos bandos los cuidados médicos eran precarios y la indolente negligencia de la mayor parte de los mandos, proverbial.  El resultado fue un número enorme de bajas. Y, a pesar de que los combates fueron encarnizados, la mayor mortandad la causaron las malas condiciones de vida, el frío, la alimentación escasa y carente de productos frescos, las enfermedades –especialmente el cólera– y la infección de las heridas por falta de higiene. Se calcula que el setenta por ciento de los operados murieron a causa de infecciones postoperatorias.

Los efectivos rusos llegaron a alcanzar el millón doscientos mil hombres, mientras que los aliados llegaron a los novecientos sesenta y cinco mil: cuatrocientos mil franceses, trescientos mil otomanos de los que en la península de Crimea combatieron unos treinta mil, doscientos cincuenta mil británicos y quince mil piamonteses. Pues bien, según el Victimario histórico militar, de los ciento diez mil hombres que perdieron los rusos solo setenta mil cayeron en el campo de batalla, el resto –36,4%– murieron a causa de enfermedades; Francia perdió ciento cinco mil seiscientos de los que setenta y cinco mil –71%– murieron a causa de enfermedades; los turcos, cuya participación en las grandes batallas fue menor, tuvieron cuarenta y cinco mil bajas de las que diez mil –22,2%– murieron a causa de enfermedades; de los veintidós mil cien caídos británicos, diecisiete mil quinientos –79,2%– murieron por enfermedad; y de los dos mil doscientos muertos piamonteses, dos mil ciento sesenta –98,2%– fueron víctimas de enfermedades. Entre la población civil, las bajas se elevaron a setecientos cincuenta mil inocentes.

La incompetencia logística del ejército británico

La tradicional devoción británica por falsificar la historia, supo tejer una leyenda romántica alrededor de la guerra y de sus batallas más sonadas que sigue vigente a día de hoy. Batalla del río Alma, sitio de Sebastopol, batalla de Inkerman, batalla de Balaclava y, sobre todo, la famosa carga de la Brigada Ligera, siguen suscitando en los británicos evocaciones épicas. No obstante, la realidad fue bien distinta. Empezando por el desembarco, que se realizó en la bahía de Calamita, cuarenta y cinco kilómetros al norte de Sebastopol, sin que los rusos hicieran acto de presencia. Mientras que los soldados franceses con su impedimenta tardaron un día en desembarcar, los barcos británicos, en medio de una total confusión, actuaron de forma tan desastrosa que tardaron cinco días en desembarcar a una tropa menos numerosa y con menor cantidad de material. Obviamente, el planeado ataque por sorpresa a Sebastopol se fue al garete. Y una vez en tierra fueron a peor. Por culpa del caos logístico y de los errores tácticos, a poco de desembarcar el ejército inglés dejó de ser una fuerza operativa. Tras el desembarco, el príncipe Menshikov los esperaba a orillas del río Alma con treinta y seis mil hombres, cortándoles el paso hacia Sebastopol. Franceses y otomanos llevaron el peso de la batalla y lograron desalojar a los rusos de sus posiciones, pero la incomprensible pasividad de la caballería británica les permitió retirarse hacia el norte a esperar refuerzos sin sufrir mayores daños. El jefe de la caballería inglesa, conde de Lucan, señalado como máximo responsable de no haber acabado con los rusos cuando se batían en retirada, recibió desde entonces el apodo de “Lord Espectador”.

Entre otras causas, los mandos británicos estaban obsoletos; ninguno de ellos tenía currículum posterior a la batalla de Waterloo (1815). El comandante en jefe del contingente británico, lord Raglan, era un afable anciano casi septuagenario que nunca había mandado a un soldado en el campo de batalla y cuyo mayor afán era llevarse bien con todo el mundo. En la infantería, cuatro de los cinco jefes de división tenían más de sesenta años; en contraste, el quinto general que sí era joven, con solo treinta y cinco años tal vez demasiado, mire usted por donde era el duque de Cambridge, primo de la Reina… Sin comentarios. En la caballería, dos de los tres mandos que la dirigían eran cuñados, ambos de una inteligencia limitada, una incompetencia manifiesta y profesándose tal aborrecimiento que no se dirigían la palabra. Peor imposible.

Fue el cuerpo expedicionario francés el que salvó la situación durante el primer invierno. Más numeroso, mejor formado en sus actualizadas academias militares y, sobre todo, más experimentado en las tácticas y armas modernas debido a la reciente conquista de Argelia, cargó desde el principio con el peso de la guerra. León Tolstoi, con veintiséis años, participó en esta guerra como alférez con destino en la tercera batería de la decimocuarta brigada de artillería del Ejército ruso. En sus RELATOS DE SEBASTOPOL en los que narra el sitio de esa ciudad, habla abundantemente de los enemigos franceses, mientras que a los británicos apenas los menciona de pasada en una única ocasión. Por cierto que debido a estos relatos se considera a Tolstoi el primer corresponsal de guerra.

Casos, anécdotas y sucedidos que ilustran la disparatada (des)organización británica

# Los británicos pierden el equipaje

Después del caótico desembarco en la bahía de Calamita, los británicos estaban ansiosos por recuperar el tiempo perdido y, sin esperar a que fueran descargadas las mochilas de los barcos, decidieron avanzar hacia Sebastopol de inmediato. Pensaban que la intendencia se haría cargo de hacérselas llegar… ¡Los muy inocentes! Así pues iniciaron la marcha con lo puesto, pero los días pasaban, las mochilas no llegaban y no se podían cambiar de ropa. Cuando el olor a sudor rancio de la tropa resultó ofensivo para las delicadas pituitarias de los oficiales, enviaron un emisario al puerto para investigar el paradero de las mochilas. En efecto investigó, y volvió con la noticia de que los barcos habían regresado a la otra orilla del mar Negro con las mochilas en sus bodegas ¡y no retornarían hasta seis meses después!

De nada les sirvió a los pobres soldados quejarse y protestar por tamaña incompetencia. No les quedó más remedio que incorporarse al sitio de Sebastopol sin poder mudarse. Con las ropas permanentemente húmedas e infestadas de piojos, y durmiendo sobre un suelo siempre embarrado, no es de extrañar que los parásitos y las enfermedades les causaran más bajas que las balas rusas. Y a propósito de balas, los aliados usaban los modernos rifles de ánima rayada, de gran precisión y con un alcance de kilómetro y medio; los soldados rusos aún tenían los clásicos rifles de cañón liso, mucho menos precisos y con un alcance de doscientos metros.

Cuando, seis meses más tarde, regresaron los barcos con nuevas tropas, aún estaban en sus bodegas las mochilas de los soldados que asediaban Sebastopol, pero de nada les sirvieron porque su contenido había sido concienzudamente saqueado.

# La tropa británica se muere de frío

Decía José Luis Coll en su ingenioso diccionario de palabras inventadas que un “indiota” es un indio que se muere de hambre contemplando una vaca. Emulando su docto magisterio nos atrevemos a proponer la palabra “inglécil”: inglés que se muere de frío mientras que la ropa de abrigo se pudre en los almacenes de la intendencia.

Cuando, en septiembre de 1854, los aliados decidieron desembarcar en Crimea y tomar Sebastopol, estaban convencidos de que la operación sería rápida. Pero, como ha sucedido y sigue sucediendo en tantas guerras, no fue así. El frío llegó y Sebastopol siguió resistiendo. Y para mayor desgracia, resultó que el invierno de Crimea era bastante más frío y húmedo de lo que pensaban los mandos del Estado Mayor. Equipados con uniformes de verano, el frío se convirtió en el peor enemigo de los soldados británicos que tuvieron que cavar trincheras en torno a Sebastopol en unas condiciones deplorables.

Sin ropa de abrigo, mal alimentados con unas raciones escasas y malas –mientras que los altos oficiales comían opíparamente–, y durmiendo sobre el lodo en unas carpas que dejaban entrar el viento y el frío, pronto las bajas temperaturas comenzaron a cobrarse víctimas. Londres decidió entonces remediar el problema y, a tal fin, envió a Crimea un convoy con grandes cantidades de capotes y mantas. Los barcos llegaron sin novedad a excepción del Prince que se hundió en el mar Negro con cuarenta mil capotes en sus bodegas, envío que nunca fue repuesto. En el puerto de Balaclava el material fue debida­mente catalogado, inventariado y transportado a los almacenes del ejército… ¡Y allí siguió durante meses por obra y gracia de la burocracia militar! Para que los oficiales al mando de cada regimiento pudieran retirar mantas y capotes para sus hombres, el fárrago de trámites, diligencias y permisos era tal que en febrero, cuando ya empezaban a remitir los intensos fríos de diciembre y enero, nueve mil de los doce mil capotes que habían llegado, todavía estaban en los almacenes. Realmente, en Crimea, la inoperancia de la intendencia británica alcanzó proporciones colosales.

# Condenados a dormir sobre el barro

Junto con la ropa de abrigo, los barcos llevaron a Balaclava unos veinticinco mil sacos de tela que, una vez rellenos de paja o de heno, debían servir de jergones para los soldados.

Debido a la absurda y laberíntica burocracia de la intendencia británica, solamente unos mil soldados tuvieron la fortuna de hacerse con uno de esos sacos… ¡pero de nada les sirvió!

Por cuestiones de volumen, los sacos habían sido enviados desde Gran Bretaña sin el correspondiente relleno. Nadie pensó que en Crimea tuvieran problemas para conseguirlo, pero se equivocaron. La mayoría de los escasos afortunados que consiguieron un saco, no pudieron encontrar paja ni heno ni otro material con que rellenarlo. Así pues, tuvieron que seguir dur­miendo sobre el frío y embarrado suelo.

# Más vale descalzos que calzados por la intendencia británica

Las botas que el ejército británico proporcionó a sus soldados en Crimea, estuvieron a la altura de todo lo demás. Una absoluta calamidad que resultaría cómica si no fuera porque en la guerra todo es trágico.

Para inaugurar la sarta de despropósitos, casi todas las botas que llegaron a Crimea eran de números pequeños… ¡vaya usted a saber por qué! En consecuen­cia, fueron mayoría los soldados que no encontraron calzado de su talla. Muchos de ellos optaron por robarles las botas a los cadáveres de los soldados rusos. Y, como se verá, a pesar de lo deplorable de tal práctica, resultaron ser los mejor calzados.

Las autoridades militares británicas habían licitado el suministro de calzado a un coste tan bajo que los contratistas emplearon los materiales más baratos y de peor calidad que encontraron. El resultado fueron unas calamitosas botas a las que se les desprendían las suelas al cabo de una o dos semanas de uso.

El día uno de febrero de 1855, los soldados del 55 Re­gimiento británico se dirigían al frente. Por el camino tuvieron que atravesar un cenagal. Avanzar con el barro hasta las canillas ya era suficientemente ingrato, pero aún peor fue que las suelas de las botas se desprendieran y quedaran pegadas al fango del fondo. Cuando los soldados llegaron a terreno seco, se quitaron lo que quedaba de las deplorables botas y siguieron marchando en calcetines a enfrentarse con la muerte. Si no fuera por lo trágico de la situación, la imagen de la fila de soldados garbosamente uniformados, entrando en el lodazal bien calzados y saliendo uno tras otro con unas botas que les dejaban al descubierto las plantas de los pies, parecería sacada de una película de Charlot; de ARMAS AL HOMBRO, por ejemplo.

# Ni los caballos, animalitos, se libraron de la perversa ineptitud británica

Los pobres caballos enviados a Crimea o comprados en Turquía, también fueron víctimas de la falta de previsión de las autoridades militares británicas. La mayor parte de ellos murieron de inanición por falta de forraje.

La intendencia británica había contratado una empresa turca que debía suministrarles el heno necesario para alimentar a los caballos, pero eligieron con tal desacierto que la tal empresa no tardó en quebrar y el suministro quedó interrumpido. Gestionaron entonces el envío de heno a Crimea a través del mar Negro, pero las cantidades que podían transportar los buques de carga resultaban muy escasas para proporcionar a cada caballo los seis o siete kilos de forraje diarios que necesita.

Las mentes pensantes de Londres decidieron entonces enviar desde Gran Bretaña unas prensas hidráulicas para comprimir el heno y multiplicar así la capacidad de transporte de cada barco. Otra ocurrencia desafortunada. Las prensas se instalaron en Constantinopla. Todo el heno recogido en los distintos lugares del enorme Imperio turco tenía que ser transportado a la capi­tal, prensado, embarcado y transportado a Crimea. El proceso resultó ser tan lento que cuando la ración de heno llegaba al pesebre, el caballo destinatario llevaba semanas muerto.

A todo esto, los pobres jamelgos británicos, reducidos ya a piel y huesos, se comían los correajes y las alforjas, mientras que el frío intenso y el hambre feroz, les causaba una lenta y horrible agonía. Y para completar la dantesca escenografía, lord Cardigan, el general que dirigiría la famosa carga de la Brigada Ligera, ordenó que no se rematase a ningún caballo para ahorrarle sufrimientos.

# ¿Será por clavos?

El absurdo funcionamiento de la intendencia británica y la insensatez de sus normas burocráticas también quedan de manifiesto en una anécdota menor como ésta.

El mayor Foley, un oficial británico bajo el mando del general Hugh Henry Rose, necesitó un puñado de clavos para que le hicieran una pequeña chapuza. En el almacén de material del cuartel de Balaclava pidió que le vendiesen un par de docenas, pero el soldado le informó de que la cantidad mínima que se podía expender era una tonelada. El mayor Foley, que era rico por su casa, compró una tonelada de clavos, faltaría más, usó los que necesitaba, y tiró los demás.

# El mando británico se confunde… ¡para variar!

En la batalla del río Alma el veinte de septiembre de 1854, la victoria fue para los aliados pero a un altísimo coste. En cierto momento, cuando los rusos estaban contraatacando ferozmente las posiciones británicas, el mando inglés ordenó el alto el fuego. Lógicamente los rusos se cebaron contra la tropa británica causándole una enorme cantidad de bajas.

¿Qué había sucedido para que los jefes británicos dieran una orden tan trágicamente disparatada? Pues que habían confundido a los rusos con sus aliados franceses.

Este y otros desatinos cometidos en esa guerra por los mandos británicos, se comprenden mejor sabiendo que los altos cargos del ejército se vendían al mejor postor. Normalmente los compraban aristócratas con grandes fortunas, muchos de ellos ancianos, que iban a la guerra rodeados de todas sus comodidades y que no alteraban en nada sus costumbres y estilos de vida mientras que la tropa subsistía en condiciones abominables. Como muestra, tres botones. Fitzroy Somerset, el Primer Barón de Raglan y comandante supremo de las fuerzas británicas en Crimea, tenía sesenta y ocho años y era un anciano con la salud quebrantada que no había mandado jamás ni un destacamento, aunque, eso sí, había sido secretario del duque de Wellington durante las guerras napoleónicas. George Bingham, tercer conde de Lucan, era un jovenzuelo violento y poco avispado que, con veintiséis años, había pagado veinticinco mil libras para ser teniente coronel del 17º de Lanceros y se consideraba con derecho a ignorar cualquier orden que no fuera de su agrado. Raglan cometió el error de ponerlo al mando de la División de Caballería. En dicha División estaban la Brigada Pesada mandada por sir James Scarlett –un militar competente– y la tristemente famosa Brigada Ligera mandada por el conde de Cardigan, paradigma del dandi inglés; un petimetre engreído, petulante, atildado y remilgado, que el día que Dios repartió la inteligencia entre los mortales debía de estar en el tocador perfumándose el mostacho. Era excuñado de lord Lucan que acababa de separarse de su hermana pequeña. Lo detestaba hasta el punto de no dirigirle la palabra, y viceversa. Poseía una de las mayores fortunas de Inglaterra, lo que le había permitido gastar más de setenta mil libras en comprar sucesivos cargos militares en los que había ido demostrando sobradamente su incompetencia. Licenciado por inútil de un cargo tras otro, en Crimea compró el mando del 11º de Húsares, un regimiento que había adquirido excelente fama en la India. Lo convirtió en el nirvana de la bambolla y la alta cocina francesa gracias a su carísimo chef.  Vivía en su lujoso yate atracado en el puerto de Balaclava, en el que ofrecía frecuentemente pomposas fiestas. Despreciaba a los oficiales que no podían seguir su carísimo tren de vida y detestaba a los que demostraban algo de competencia y profesionalidad. Era subordinado de su odiado cuñado cuando la famosa carga*. La relación entre ambos excuñados fue una sucesión interminable de enfrentamientos pueriles y ridículos que minaban la moral de sus subordinados. Otro jefe militar distinto del indulgente y conciliador lord Raglan, los hubiera cesado y enviado de vuelta a casa mucho antes de la nefasta carga.

# La cargante carga de la Brigada Ligera

La desastrosa carga de caballería de la Brigada Ligera, dirigida por lord Cardigan en el curso de la batalla de Balaclava, fue una carnicería inútil provocado por errores, ambigüedades, malentendidos y negligencias del alto mando británico, y adobada por irreconciliables rencillas personales entre los mandos de segundo nivel.

La relató William Howard Russel, el primer corresponsal enviado a un frente de guerra por un periódico, el Times, en 1853. Sus crónicas revelaron al público británico la incompetencia de las distintas unidades administrativas que, sistemáticamente, rivalizaban por entorpecer y obstaculizar el suministro de municiones, alimentos, medicinas y ropas, a la tropa. Lógicamente, sus relatos periodísticos no contribuyeron a congraciarlo con las autoridades militares y políticas, precisamente. Así, cuando describió la absurda carga que, el veinticinco de octubre de 1854, realizó la caballería británica contra la artillería rusa; una carga suicida en la que de seiscientos jinetes quedaron a caballo menos de doscientos para poder emprender la huida; la propia reina Victoria expresó públicamente su enfado… ¡con el indeseable periodista, claro! Y su marido el príncipe Alberto, llevó su indignada incontinencia verbal al extremo de sugerir que el ejército linchara a ese miserable escritorzuelo. Sin embargo, entre el público lector, la crónica de Russel causó tal impresión que provocó la dimisión del primer ministro, George Hamilton-Gordon, cuarto conde de Aberdeen. También provocó que el Ejército británico adoptara medidas para que otro desastre así no volviera a producirse… ¡Naturalmente, para los militares, el desastre era la crónica periodística, no la carga de marras! En el año 1856, dictó una Orden General que limitaba las actividades de los corresponsales y les prohibía difundir detalles que pudieran ayudar al enemigo. Determinar qué detalles eran esos quedaba al arbitrio del ejército, naturalmente.

La susodicha carga fue una derrota sin paliativos, pero como los ingleses son expertos en manipular la historia, borraron, eliminaron, excluyeron, extirparon, suprimieron, relegaron al olvido todo lo que no les gustaba, y convirtieron la monumental cagada o, dicho más finamente, uno de los mayores errores tácticos de la historia militar, en una epopeya heroica aureolada de romanticismo y modelo de sacrificio, patriotismo, honor y valor. Ciertamente heroísmo hubo, y valor, pero… En fin, ellos urden esos tejemanejes y no cabe duda de que lo hacen bien; llevan siglos practicando.

La metamorfosis histórica de la bochornosa derrota en una heroica victoria, la inició el poeta Alfred Tennyson con su poema LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA (1854), cuyos versos aprende de memoria todo inglés desde que ingresa en párvulos: “¡Adelante, Brigada Ligera!” / “¡Cargad sobre los cañones!”, dijo. / En el valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos… Se sumaron pinturas de carácter épico como la de William Simpson que encabeza este artículo (1855). Canciones como The Trooper de Iron Maiden o el álbum Balaklava de Pears Before Swine. Pero fue Hollywood el que remató la faena con incomparable eficacia. La película LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA, di­rigida por Michael Curtiz en 1936, inmortalizó la imagen del actor Errol Flynn dirigiendo la carga suicida de la caballe­ría británica contra los cañones rusos. En 1968, la cargante carga fue objeto de una nueva versión –algo más crítica– dirigida por Tony Richardson, llamada en esta ocasión LA ÚLTIMA CARGA… Eh voilà! Ya tenemos a la puñetera carga convertida en modelo de heroísmo patriótico hasta para los niños de las tribus nómadas de Mongolia.

Plano de la batalla de Balaclava

La acción se produjo durante la batalla de Balaclava que enfrentó a rusos contra turcos franceses e ingleses los días veinticinco y veintiséis de octubre de 1854. Balaclava era el pequeño puerto por el que los aliados recibían los suministros y refuerzos que les permitían mantener el sitio de Sebastopol. Así pues, su posesión decidiría el futuro de la guerra. Lord Raglan y su estado mayor estaban siguiendo la batalla desde el monte Sappun, y William Howard Russell, el corresponsal de The Times, la seguía desde una privilegiada posición junto a los cañones franceses en otro enclave del mismo monte.

La mañana del veinticinco de octubre, las hostilidades dieron comienzo a las cinco de la madrugada. Desde primera hora, el ejército ruso que atacaba Balaclava se había apoderado de los reductos que protegían el puerto y el desorganizado campamento de Raglan. Los turcos que guarnecían las fortificaciones habían sido puestos en fuga. Solo quedó el 93 de Highlanders, quinientos escoceses con una batería de campaña mandados por sir Colin Campbell, entre la caballería rusa y el puerto de Balaclava. Lucan por una vez actuó con buen criterio y colocó su división al este del montículo ocupado por los Highlanders, con la intención de atacar de flanco a la caballería rusa cuando cargase contra ellos. Sin embargo Raglan consideró que allí estaba demasiado expuesto y le ordenó que se retirase al extremo oeste del valle, bajo la protección de la artillería francesa. Los escoceses tendrían que apañárselas solos.

Campbell ni siquiera ordenó a sus hombres formar el tradicional cuadro. Los colocó en línea de dos en fondo y así recibieron la carga de la caballería cosaca que milagrosamente consiguieron parar a base de redaños, pundonor y coraje. Russell en su crónica la llamaría la Delgada Línea Roja, y la locución haría fortuna.

En estas llegó lord Cardigan a ponerse al frente de su brigada. Un poco tarde, sí, pero perfectamente uniformado, peinado y perfumado como el verdadero dandi que era. Su cuñado, irritado con él como siempre, le ordenó que permaneciera en el Valle del Norte bajo el amparo de la artillería francesa, y que no se moviera de allí a no ser que los rusos intentasen penetrar por su posición. A continuación ordenó a la Brigada Pesada de Scarlett marchar hacia el Valle del Sur y ayudar a los bravos Highlanders. A las nueve y cuarto de la mañana, trescientos dragones cargaron contra dos mil jinetes rusos y, en una acción tan temeraria como brillante, consiguieron desorganizarlos poniéndolos en fuga. Lamentablemente, estas hazañas, que deberían haber sido las que pasaran a la historia, se verían eclipsadas por el desastre que estaba por llegar y que acapararía la inspiración de escritores, músicos y pintores.

Este era el momento de que cargara la Brigada Ligera que hubiera podido fácilmente filetear a sablazos a los rusos mientras huían en desbandada. Cualquier manual militar explica que un ejército que huye es presa fácil. Sin embargo, lord Cardigan no consideró oportuno dar la orden y por dos veces hizo oídos sordos al toque de carga que el corneta de Lucan había hecho sonar en su dirección. A la vista de todos, uno de sus oficiales le reprochó vehementemente que no ordenara cargar contra el enemigo en fuga. Cuando Lucan le recriminó su actitud, Cardigan le contestó que había obedecido las órdenes recibidas, y como los rusos no habían amenazado su posición, él no se había movido. Entre sus defectos no estaba la cobardía, por lo que probablemente, esa fue su miserable forma de vengarse de Lucan por haberlo excluido de la carga anterior, privándolo de la gloria que ganó Scarlett.

Los rusos aprovecharon para reorganizarse y replegarse ordenadamente, refugiándose tras la batería de cañones situada en el extremo este del Valle del Norte. Balaclava estaba salvada y la batalla podía haberse dado por concluida, pero el festival de torpezas británicas aún iba a dar lo mejor de sí.

En las colinas de Causeway situadas entre el Valle del Norte y el Valle del Sur, durante los primeros movimientos realizados al alba, los rusos habían arrebatado a los aliados los reductos que protegían el camino hacia Balaclava y los cañones ingleses allí instalados. Lord Raglan, que desde su elevada posición dominaba todo el escenario de la batalla, vio cómo los rusos sacaban los cañones capturados y debió pensar que los trasladaban a otras posiciones rusas. Y digo debió porque en la investigación posterior, de esto como de todo lo demás aquí expuesto, hubo distintas versiones. En todo caso, Raglan necesitaba recuperar esas posiciones y, sobre todo, no quería consentir la afrenta de que sus cañones fuesen capturados por el enemigo. Su idolatrado duque de Wellington jamás había perdido un cañón. Considerando que la actuación de la infantería sería demasiado lenta para llegar a tiempo de recuperar los cañones, envió un mensaje a lord Lucan ordenando que lanzase un ataque inmediato contra las tropas rusas para recuperar las dichosas piezas artilleras. El mensaje lo re­dactó el general sir Richard Airey, asistente de Raglan, y lo llevó su ayudante de campo, el capitán Louis E. Nolan. Supuestamente decía: Caballería ha de avanzar y aprovechar cualquier oportunidad para recobrar los altos. Tendrán apoyo de la infantería que se ha mandado avanzar en dos frentes. Raglan no guardó una copia de la orden pero Lucan sí guardó la suya, y en la posterior investigación hubo discrepancias entre ambos. Lucan estaba en la parte baja del valle y no veía a las tropas rusas de Causeway. Los únicos rusos que podía ver desde su situación eran los que estaban posicionados a ambos lados y al fondo del Valle del Norte, de un kilómetro y medio de longitud: veinte batallones de infantería, más de cincuenta piezas de artillería y varios regimientos de caballería (cosacos y húsares), bajo el mando de Pavel Liprandi. Lucan leyó dos veces la orden que le pareció un disparate y le preguntó al capitán Nolan ¿Qué enemigo, capitán? ¿Atacar qué? ¿Qué cañones? ¿Dónde está la infantería? Y como el mensajero –ayudante de campo del general Airey– desconocía los propósitos de Raglan, no supo aclararle nada. Lucan se mantuvo inactivo sin saber qué hacer. Después alegaría que estaba esperando la llegada de la infantería de apoyo. Media hora más tarde le llegó una nueva orden de Raglan: Lord Raglan desea que la caballería avance rápidamente hacia adelante, persiga al enemigo e intente impedir que se lleve los cañones. Las tropas de la artillería a caballo pueden acompañarlo. La caballería francesa se encuentra a su izquierda. Inmediato. R. Airey. Nolan llevaba, además, instrucciones verbales de recalcar que el ataque debía lanzarse inmedia­tamente. Al parecer Lucan volvió a repetir sus preguntas y Nolan, tan desinformado como antes pero exasperado por la indolencia de Lord Espectador, alargó el brazo señalando el fondo del valle y dijo: Allí milord, allí están los cañones que usted debe recuperar. También sobre esto hubo versiones distintas en la investigación posterior. Lord Lucan esta vez acató la orden, pero no dirigió la carga personalmente. A las once de la mañana llamó a su despreciado cuñado lord Cardigan, comandante de la Brigada Ligera, y a sir James Scarlett, comandante de la Brigada Pesada, y los lanzó hacia el fondo del Valle del Norte. La Brigada Pesada inició la marcha a retaguardia de la Brigada Ligera y llegó hasta la entrada del valle, pero no fue más lejos porque una contraorden de lord Lucan los detuvo… ¿Por qué? ¡Piensa mal y acertarás! Fue lord Cardigan al frente de seiscientos setenta y tres jinetes, quien atravesó kilómetro y medio de fuego cruzado y frontal al frente de sus hombres. Apenas habían avanzado doscientos metros cuando Raglan se dio cuenta de que iban a atacar el blanco equivocado, pero ya era imposible que una contraorden llegase a tiempo. Se supone que el capitán Nolan también comprendió el error, porque cabalgando a toda velocidad adelantó a la Brigada que iba al paso y, atravesando el frente de izquierda a derecha, iba señalando con su espada desenvainada hacia los altos de Causeway donde estaban los cañones que había que recuperar. Cardigan, cuya inteligencia era inversamente proporcional a su fortuna, no lo entendió. De hecho declararía después que el indisciplinado capitán pretendía ponerse al frente de la Brigada disputándole el mando. Nolan no tuvo oportunidad de ser más explícito porque fue de los primeros en caer alcanzado por la metralla de un obús.

Cuando los rusos vieron a la Brigada Ligera marchar valle adelante, pensaron que sus sueños se hacían realidad y se emplearon a fondo en lanzarles una tormenta de fuego artillero y fusilero. La carnicería fue espantosa. A pesar de todo, los bravos jinetes británicos avanzaron disciplinadamente como manda el reglamento: primero al paso, después al trote para no agotar a los caballos, y los últimos metros al galope. Los que conservaban vida y montura, menos de doscientos entre los que, milagrosamente, estaba lord Cardigan, consiguieron llegar al fondo del valle y sobrepasar los cañones rusos allí emplazados poniendo en fuga a sus servidores. De nada les sirvió. La caballería situada detrás –a la que un rato antes habían permitido escapar incólume– los obligó a volver por donde habían venido, recibiendo una nueva tormenta de fuego y metralla ante la pasividad de Lucan que mantuvo inmóvil a la Brigada Pesada. Fue la caballería francesa, los Cazadores de África del general Canrobert, los que acudieron en auxilio de los británicos conmovidos por la matanza que se estaba produciendo ante sus ojos. Efectuaron un movi­miento de diversión para atraer el fuego enemigo, consiguieron romper la línea rusa en la colina de Fedioukhine y cubrieron la retirada de los pocos supervivientes de la Brigada Ligera. Gracias a esta providencial intervención, el exterminio de los jinetes británicos no fue total. Como consecuencia de esta carga tan valerosa como insensata, la Brigada, compuesta por cinco regimientos de Dragones, Lanceros y Húsares, quedó prácticamente destruida en los veinte minutos que duró la acción.

Otro francés, el general Pierre Bosquet, al contemplar la masacre desde un altozano, pronunció la frase que ha pasado a la posteridad como epitafio cabal de la Brigada Ligera: C’est magnifique, mais ce n’est pas la guerre (Es magnífico, pero la guerra no es esto).

A todo esto, los cañones ingleses que lord Raglan tenía tanto interés en recuperar, fueron capturados por los rusos y paseados como trofeos de guerra por las calles de Sebastopol entre el entusiasmo de la población. La desastrosa carga les permitió celebrar la batalla como una victoria. La ciudad resistiría el asedio casi año y medio más.

Cuando las noticias del desastre llegaron a Inglaterra, Raglan fue llamado a dar explicaciones ante el Parlamento. Las investigaciones posteriores apuntaron a la posibilidad de que hubiera cometido un error, ordenando que la carga se lan­zase en dirección este, hacia el fondo del Valle del Norte, que era en donde se encontraba la artillería rusa. Las declaraciones de su asistente Airey confirmaron que el mensaje de Raglan mandaba cargar hacia el este. Sin embargo, con la típica flema y el aún más típico cinismo británicos, Raglan culpó de todo a sus subordinados y, en especial, a Lucan. Y como pertenecía a la casta de oficiales de pago y, por tanto, intocables, quedó absuelto de toda acusación. Para ello, la versión oficial dictaminó que Airey debía ser algo sordo y que lord Raglan había hablado en un tono de voz algo bajo, razón por la cual el asistente había interpretado erróneamente sus palabras. Y de esta forma tan británica, el honor de lord Raglan quedó a salvo. En la Inglaterra victoriana, la igualdad de los ciudadanos ante la ley no era ni siquiera una aspiración.

Lord Cardigan también culpó a su cuñado Lucan del desastre. Volvió a Inglaterra como un héroe y fue nombrado Inspector General de Caballería.

Lord Lucan rechazó la versión de lord Raglan en la prensa y en la Cámara de los Lores. Lo culpó a él y al capitán Nolan de la masacre. Y como también pertenecía a la casta de oficiales de pago y, por tanto, intocables, no solo quedó absuelto de toda acusación, sino que ese mismo año de 1855 fue nombrado miembro de la Orden del Baño. Y aunque nunca se reincorporó al servicio activo, siguió recibiendo ascensos hasta llegar a mariscal de campo el año antes de su muerte.

El pobre capitán Nolan, al no poder defenderse ni ser oficial de pago ni contar con una sentencia absolutoria, durante mucho tiempo fue considerado el culpable del desastre por el imaginario colectivo.


*Nota: el personaje de lord Cardigan y el ambiente reinante en la caballería británica de la época victoriana, quedan irónica y cabalmente retratados en la serie de trece novelas escritas por George MacDonald Fraser entre 1969 y 2005, protagonizadas por su personaje de ficción sir Harry Paget Flashman.

Fuentes:

Attewell, Alex. Florence Nightingale (1820-1910). Temperamentum 2010, 11. Disponible en <http://www.index-f.com/temperamentum/tn11/t0111.php> Consultado

Beltrán, Pedro. Presidente de la Asociación Europea de Abogados. Artículo para Legal Today de Thomson Reuters publicado el 14 de junio de 2021 en htpps://es.linkedin.com/pulse/música-e-historia-92- crimea- las-guerras-de-1854-y-asociación-

Espuny, Luis A. POR EL VALLE DE LA MUERTE. Artículo publicado en Jot Down, contemporary culture mag. Historia, 26-11-2011. Disponible en: https://www.jotdown.es/2011/11/por-el-valle-de-la-muerte/

García Cuevas, Óscar. García Gómez, Luis Francisco. LA GUERRA DE CRIMEA. Historia de las relaciones internacionales. Secretaría General de Política de Defensa. Ministerio de Defensa: https://www.omniamutantur.es/wp-content/uploads/1853-La-Guerra-de-Crimea.pdf

Gómez Rodríguez, Luis. Académico de Número de la Sección de Farmacia de la Real Academia de Doctores de España. Tesis doctoral: “Los hijos de Asclepio” Asistencia sanitaria en guerras y catástrofes. Capítulo XIV: La Guerra de Crimea (1853-1856) Inicio de la enfermería militar, páginas 163-172. UNED, 2013.

Hernández, Jesús. ¡ES LA GUERRA! Inédita Editores, S. L. Barcelona, 2004.

López Jiménez, José Enrique. Teniente Coronel de Ingenieros. ESPAÑOLES EN LA GUERRA DE CRIMEA. Revista del Ejército, nº 834, octubre 2010.

Marsh Jr. John O. honorable. Bartlett, Gerald T. teniente general. Franks Jr. Frederick M. mayor general. Revista profesional del ejército de EE. UU. MILIYARY REVIEW. Escuela de Comando y Estado Mayor. Fort Leavenworth, Kansas 66027. Edición Hispanoamericana, enero 1987.

Reyes, Luis. LA GUERRA DE CRIMEA. EL MUNDO, Internacional, 16-03-2014: htpps://www.elmundo.es/internacional/2014/03/16/5324b215ca47411f1d8b4574.html

Tolstoi, Lev Nicolaievich. RELATOS DE SEBASTOPOL. Editorial Alba, Barcelona, 2013.

Undurraga Matta, Isabel. LA GUERRA DE CRIMEA Y LA CARGA DE LA BRIGADA LIGERA. Opinión Global 2020: htpps://www.opinionglobal.cl/la-guerra-de-crimea-y-la-carga-de-la-brigada-ligera/

Wikipedia, Licencia Creative Commons. Disponible en:

htpps://es.wikipedia.org/wiki/Guerra_de_Crimea

htpps://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Balaclava/


Compartir en:

FacebooktwitterredditpinterestlinkedintumblrmailFacebooktwitterredditpinterestlinkedintumblrmail