Burla burlando, nos hemos plantado ya en el octingentésimo tercer aniversario de la batalla de las Navas de Tolosa, y parece que fue ayer cuando conmemorábamos el octavo centenario, y es que, como decía Virgilio, tempus fugit.
Es mucho y bueno lo que hay escrito sobre la batalla en la que un puñado de españoles cambió el rumbo de la historia de España y de todo el occidente cristiano. Sin embargo, hay un aspecto que, en mi opinión, no se ha analizado con el suficiente detalle, y es mi propósito hacerlo. Me refiero a los motivos que en Alarcos condujeron a la derrota, y en Las Navas propiciaron la victoria. Y tiene su interés, ya que no se puede entender qué y cómo ocurrió en Las Navas, sin entender qué y cómo ocurrió en Alarcos.
Vamos a iniciar nuestra historia cuando Alfonso VII “El Emperador”, en 1157 acudió a socorrer Almería, ciudad que entregó a los almohades a cambio de salvar la guarnición. De regreso a casa por el camino del Muradal, murió el 21 de agosto en el paraje llamado “La Fresneda” (hoy “La Aliseda”) y, aunque se desconoce la etiología del óbito, me inclino a pensar que los insolentes calores estivales de estas serranías no debieron de ser ajenos al suceso.
Su testamento debilitó considerablemente el poder militar cristiano porque dividió su reino, a pesar de que en vida había predicado la unidad de la España cristiana (España es el nombre que las crónicas de la época daban a la parte cristiana de la península). A su primogénito Sancho III le dejó el reino de Castilla y al segundogénito Fernando II, el de León. Se formó así la “España de los 5 reinos”, denominación de don Ramón Menéndez Pidal que ha hecho fortuna.
Sancho III reinó un año y 10 días. Murió con solo 25 años, el 31 de agosto de 1158.
Le sucedió su hijo Alfonso VIII, nuestro protagonista, con solo 2 años y 9 meses de edad. La regencia y la tutoría del pequeño rey hasta su mayoría de edad (14 años), fue ejercida por la casa de Lara. Primero don Manrique Pérez de Lara y, a su muerte, su hermano don Nuño Pérez de Lara. Ambos fueron gobernantes prudentes que supieron inculcar al rey las cualidades humanas y morales que guiarían su conducta a lo largo de su dilatado reinado, que duraría nada menos que 56 años (1158-1214), algo inusitado en la Edad Media. Otro Lara, Álvaro Núñez de Lara, hijo de don Nuño, sería su alférez real en la batalla de Las Navas de Tolosa.
A lo largo de tan extenso reinado, el enfrentamiento entre Alfonso VIII y los almohades fue prácticamente continuo. No obstante, los historiadores distinguen 4 guerras. Durante las dos primeras hubo incursiones, razias que en el bando musulmán se llamaban aceifas, asedios y toda la gama de expedientes medievales para debilitar al enemigo sin poner en juego todos los recursos militares del reino.
En la tercera guerra (1194-1197), Alfonso decidió que ya se habían tanteado lo suficiente y que llegado era el tiempo de aniquilar o ser aniquilado; de hecho faltó un ardite para que lo exterminaran a él y a su reino de Castilla.
Con el fin de amedrentar al califa almohade, reunió su hueste y organizó una exitosa incursión que se plantó en las mismísimas puertas de Sevilla, saltándose a la torera la profusa red de castillos que habían construido los almohades por toda la frontera.
Ante el fracaso estrepitoso de las medidas defensivas, el califa Abu Yusuf ibn Yacub, algo acongojado, la verdad sea dicha, gritó aquello de ¡A mí el Islam! Es decir, proclamó la guerra santa y reunió un enorme ejército llegado desde todos los rincones de su enorme Imperio. Con él atravesó el puerto del Muradal y se dirigió hacia la fortaleza de Alarcos, donde Alfonso VIII había reunido su hueste y lo esperaba impaciente.
El rey Alfonso eligió este emplazamiento a pesar de que la ciudad fortificada estaba aún inconclusa, porque delante hay una extensa llanura muy a propósito para una carga de caballería, y él en ningún momento pensó que tuviera que refugiarse en las fortificaciones. Así de convencido estaba de que la superioridad de la caballería castellana le daría la victoria. Por eso, a pesar de su clamorosa inferioridad numérica, en cuanto tuvo a los almohades delante, atacó, sin esperar a las tropas de Alfonso IX de León y de Sancho VII de Navarra, que estaban en camino.
Sin embargo, Alfonso debía saber, al igual que toda la cristiandad, que ocho años antes Saladino había destrozado a los cruzados francos en la batalla de Seforia (01/05/1187) y los había aniquilado en la batalla de los Cuernos de Hattin (04/07/1187), donde 38.000 de los 40.000 freires franceses quedaron pudriéndose al sol en el campo de batalla.
Lo que al parecer desconocía Alfonso, era que estas victorias no habían sido fruto de la casualidad. Saladino había encontrado la estrategia adecuada para anular la eficacia de la caballería pesada cristiana. A diferencia del rey castellano, Abu Yusuf ibn Yacub, sí la conocía a la perfección.
En el arma cristiana por excelencia, la caballería pesada, cada elemento estaba constituido por un caballo percherón de media tonelada de peso, sobre el que se incrustaba en una silla envolvente, un caballero con cota, perpunte, brafoneras, casco, espada, lanza, maza… otros doscientos kilos más. En total unos setecientos kilos de hierro y músculo que, lanzados a galope tendido, constituían lo más parecido a un misil tierra-enemigo que había en la época. El conjunto de elementos, el haz o formación de caballeros, cargando en bloque compacto, codo con codo y estribo con estribo, resultaban imparables. O lo habían sido hasta que Saladino supo tomarles la medida con su caballería ligera y la táctica del tornatrás o tornafuye.
El arma musulmana más eficaz eran los arqueros, tanto a pie como a caballo. Utilizaban unos arcos compuestos casi tan potentes como las ballestas cristianas, pero considerablemente más rápidos de cargar y disparar. Con sus flechas de punta piramidal, podían atravesar las cotas de malla y los perpuntes, penetrando profundamente en el cuerpo.
La única caballería pesada que militaba en el bando almohade era la andalusí, que tanto en armamento como en técnica de combate, era similar a la cristiana. El resto era caballería ligera: caballería bereber, caballería árabe mercenaria y caballería agzaz (turca-kurda) que constituía el elemento fundamental sobre el que se basaba la eficacia del tornatrás. El jinete guzz (singular de agzaz) sabía cabalgar controlando su pequeña y rápida montura con las piernas, lo que le dejaba las manos libres para manejar su arco con singular maestría. Los agzaz disparaban a galope tendido tanto hacia adelante, cuando amagaban cargar contra la caballería cristiana, como hacia atrás, cuando perseguidos por ésta, volvían grupas y huían, dejando el terreno cubierto de cadáveres de caballeros y caballos atravesados por sus flechas. Esta técnica se llama “disparar a la persa”, porque los antepasados de los agzaz, los arqueros del Imperio Persa, ya la utilizaron contra las tropas de Alejandro Magno.
En Alarcos, el 18 de julio de 1195, el desastre castellano fue total. Murieron miles de hombres entre los que estaban tres obispos, el maestre de la Orden de Santiago, el de la Orden de Évora, la Orden de Trujillo prácticamente al completo, así como la flor y nata de la caballería castellana. El propio rey y su alférez don Diego López de Haro, salvaron la vida por los pelos.
En el bando musulmán las pérdidas también fueron elevadísimas, el visir Abu Yahya y Abi Bakr el comandante de los benimerines entre ellos, pero al final obtuvieron la victoria. Estas fueron las causas, sucintamente enumeradas:
1 – La enorme superioridad numérica por parte musulmana, que permitió al califa mantener en reserva tropas de refresco, su guardia negra y los almohades, para hacerlas intervenir en el momento oportuno.
2 – Alfonso VIII cometió el grave error de subestimar la potencia del formidable ejército que tenía enfrente y se precipitó atacando sin esperar a sus aliados que estaban en camino.
3 – El calor del verano en la llanura manchega, “in crescendo” conforme el sol se acerca a su apogeo, convertía las cotas de malla y las armaduras en auténticos hornos. Tiempo después de Las Navas, se cubrirían con túnicas de algodón para atenuar este efecto.
4 – Los caballeros llevaban grandes y embarazosos escudos “de cometa” que protegían también al caballo. En Las Navas, los escudos serán más pequeños y manejables, y el caballo llevará su propia cota de malla.
5 – Entre la primera línea cristiana, la caballería pesada mandada por don Diego López de Haro, y la segunda, caballería e infantería mandadas por el propio rey, había una separación que permitió la maniobra envolvente de la caballería ligera sarracena.
6 – Los almohades habían aprendido de Saladino, y aplicaron en Alarcos, la estrategia para vencer a la caballería pesada: la caballería ligera practicaba el tornafuye, atacando una y otra vez el frente y los flancos, y retrocediendo.
7 – La caballería cristiana rompió su formación para perseguir a los jinetes musulmanes que atacaban y huían sin orden aparente, perdiendo así su efectividad que se basaba en mantener la formación cerrada.
8 – Las flechas agzaz causaban estragos a distancia, mientras que los caballeros cristianos solo empezaban a matar enemigos cuando llegaban al combate cuerpo a cuerpo.
9 – Los pesados caballos cristianos se agotaron en estas persecuciones, quedando en pésimas condiciones para la carga definitiva.
10 – Descompuesta la formación cristiana tras la tercera carga, la caballería ligera realizó una maniobra envolvente por los flancos y se introdujo entre las líneas castellanas separando retaguardia de vanguardia. Ésta quedó rodeada y acabaron con ella sin que la retaguardia pudiera acudir en su auxilio.
11 – En este decisivo momento, cuando el sol había llegado a su cénit y los combatientes estaban agotados tras más de tres horas de lucha y sofocados por el insoportable calor, el califa hizo intervenir a sus tropas de reserva. El ejército castellano no estaba preparado para aquella nueva táctica y no pudo contrarrestarla, sufriendo una derrota demoledora.
El califa vencedor, Abu Yusuf ibn Yacub, sería conocido desde entonces como al-Mansur (el Victorioso), y para celebrar la victoria, mando construir la Giralda en Sevilla, la capital de su Imperio.
De todo tomó buena nota el rey Alfonso, que no volvería a cometer los mismos errores en Las Navas de Tolosa.
Las consecuencias de esta espectacular derrota fueron catastróficas, aunque pudieron haber sido aún peores. Los almohades llevaron la frontera hasta las puertas de Toledo, y como a perro flaco todo se le vuelven pulgas, Alfonso IX de León y Sancho VII de Navarra, se aliaron con al-Mansur y atacaron Castilla por tres frentes simultáneamente, con la alevosa intención de rematar al vencido y repartirse su territorio. Sólo el rey de Aragón Pedro II permaneció fiel a su aliado y acudió en su auxilio.
Sin embargo, contra todo pronóstico, Castilla resistió el triple acoso. ¿Cómo fue posible esta resistencia sin ejército que la defendiese? Pues porque cada castellano, hombre o mujer, anciano o joven, era un guerrero. Para rendir a Castilla, había que derrotar a todos y cada uno de sus habitantes, y eso nunca ha sido tarea fácil.
La inquebrantable resistencia castellana, hizo desistir a navarros y leoneses, que al año siguiente, hartos de perder hombres y dineros sin conseguir nada a cambio, se volvieron a casa.
El califa almohade se quedó solo, y aunque penetró profundamente en el reino, solo consiguió expugnar una plaza: Talamanca de Jarama.
Quiso entonces la fortuna veleidosa favorecer a los sufridos castellanos. Surgieron problemas en el Norte de África y al-Mansur se vio obligado a firmar una tregua con Alfonso VIII, para acudir a resolverlos dejándose la espalda cubierta. Ya no volvería a pisar Al-Andalus. En 1199 falleció en Marruecos y le sucedió su hijo Abu Abd Allah Muhammad ibn Yusuf, más conocido por los suyos como al-Nasir, aunque los cristianos lo apodaron Miramamolín, deformación del título “amir al-mu’minin” o “príncipe de los creyentes”.
Durante los diecisiete años que mediaron entre el “desastre de Alarcos”, como se llamó en Castilla a la batalla, y la victoria de Las Navas, el rey Alfonso esperó impaciente el tiempo necesario para disponer de una nueva generación de caballeros que sustituyera a la que fue sacrificada en Alarcos. En cuanto la tuvo, volvió a plantearle al almohade el encuentro definitivo, pero esta vez llevaba la lección bien aprendida.
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