Diego Muñoz-Torrero, padre de la Constitución de 1812

Durante el primer tercio del siglo XIX, España fue uno de los principales focos de constitucionalismo europeo y desempeñó un papel fundamental en la gestación de un discurso europeísta. En palabras de Juan Luis Simal Durán: …a lo largo del primer tercio del siglo XIX, España fue uno de los principales focos del constitucionalismo europeo… la intensa implicación española en los asuntos políticos continentales y su papel en la aparición de un discurso internacionalista (o europeísta) movilizado en buena parte por asuntos hispanos… Naturalmente, en virtud de la damnatio memoriae hispanorum historiae decretada por los seculares enemigos de España, las historiografías dominantes, las anglosajonas, la francesa y las centroeuropeas, han puesto buen cuidado en borrar también ese pasaje de nuestra historia. Pero está ahí para quien tenga interés y ganas de informarse. Y fue un liberal español, un cura liberal para más inri, el artífice de la constitución de 1812 que tanta influencia tuvo en Europa y en Hispanoamérica. Por cierto, también la palabra liberal es española. En su origen procede del latín, liberalis, y significa generoso, desprendido. Su acepción política, la de partidario de las libertades en antonimia con servil o partidario del absolutismo, la adquirió en las Cortes de Cádiz. Y con ese significado político pasó del español al resto de idiomas europeos. Primero la usaron tal cual y entrecomillada pero después la asimilaron y adaptaron a sus respectivas fonéticas. Así, en inglés es liberal, en francés es libéral, en italiano es liberale, en alemán es liberale, en portugués es liberal, en polaco es liberalny, en ruso es liberal’nyy (либеральный), etc.

Diego Muñoz-Torrero es el nombre del cura liberal que según Mª Elvira Roca Barea: merece una columna más alta que la que sus­tenta a Nelson en Trafalgar Square. Sin embargo hoy, en vez de tener estatuas, calles con su nombre y algunos párrafos en los libros de texto de nuestros bachilleres, es un perfecto desconocido para la inmensa mayoría de los españoles. Y entre ellos se incluye esa caterva de mostrencos intelectualmente indocumentados que, por obra y gracia de nuestros votos, asientan sus mentecatas posaderas en los escaños del Senado y del Congreso de los Diputados. Bien es verdad que solamente desdoran tan respetables instituciones con su ominosa presencia cuando habla el paladín de su grupo político o cuando la apretada agenda de callejeos, cafelitos y charlas de pasillo les deja un hueco. Es de agradecer. Afortunadamente no todos son así… todavía, pero en cada legislatura aumenta el porcentaje de buenosparanada que abrevan en política porque son incapaces de ganarse la vida en ningún otro trabajo. Ya, hasta infestan el Gobierno de la Nación y perpetran leyes.

En el caso que nos ocupa, los autores del borrado histórico del personaje han sido nuestras propias clases dirigentes, los políticos sectarios —valga la redundancia—, sus ideólogos de plantilla y sus intelectuales apesebrados. Y es que, desde el punto de vista ideológico, la figura de Muñoz-Torrero incomoda a todo el mundo. Que fuera sacerdote le resulta intolerable a la izquierda, que fuera liberal le molesta a la derecha, y la Iglesia prefiere ponerse de perfil. Así pues, se le borra de la Historia de España en nombre de la memoria histórica, o democrática, o como quiera que llamen ahora a ese embeleco, y hala, a seguir pastando en el erario tan ricamente.

Así se explica que el día ocho de octubre de 2018, cuando por fin le pusieron un busto en el Congreso de los Diputados, al acto de inauguración solo asistiera la presidenta y los tres primeros vicepresidentes de la Mesa del Congreso. No les quedó otro remedio. Al vicepresidente cuarto y a los cuatro secretarios de dicha Mesa no se les vio el pelo por allí. Tampoco a los miembros del Gobierno ni a representante alguno de los partidos políticos. Los restantes asistentes, aproximadamente medio centenar además de los periodistas que cubrieron el acto, fueron todos paisanos extremeños del homenajeado que acudieron movidos por el orgullo del paisanaje más que por la importancia histórica de Muñoz-Torrero en el constitucionalismo español, europeo y americano: autoridades y diputados extremeños, asociaciones culturales extremeñas, el escultor extremeño Ricardo García Lozano que realizó la obra, algún parlamentario extremeño, descendientes de los familiares del homenajeado y paisanos de la comarca de La Serena. Todos los demás miembros del Congreso brillaron por su ausencia. Se conoce que ese lunes tenían importantísimas obligaciones parlamentarias que atender en otros lugares… Al menos suponemos que así debió de ser porque, ese mes, todos cobraron hasta el último céntimo de su sueldo completo. Además, claro está, de las correspondientes dietas por desplazamiento, ayudas por alojamiento, complementos por gastos de representación, móvil, ordenador, tableta e internet gratis, etcétera.

Como cabe deducir de lo que antecede, la iniciativa de homenajear a Diego Muñoz-Torrero no partió del Congreso. Ni del Senado. Ni de partido político alguno. Ni de la Asamblea de Extremadura. Ni, por supuesto, de la Iglesia. Se la debemos a dos asociaciones culturales extremeñas: Amigos del Camino Real de Guadalupe y Federación de Asociaciones Extremeñas en la Comunidad de Madrid (FAECAM). Durante seis años, estos extremeños de bien insistieron incansables, obtuvieron que las diputaciones de Cáceres y Badajoz costearan el busto y, por fin, consiguieron su objetivo. Aunque el busto no esté emplazado en el edificio antiguo sino en el vestíbulo de columnas de una de las nuevas ampliaciones, está en la sede de las Cortes Generales al fin y al cabo.

Pero, a todo esto, ¿quién fue este desconocido padre del constitucionalismo español?

Diego Francisco Muñoz-Torrero y Ramírez-Moyano (Cabeza del Buey, Badajoz, 21-01-1761 — San Julián de la Barra, Lisboa, 16-03-1829) fue hijo primogénito del boticario de esa localidad pacense, quien, además, era profesor de latín y regentaba una academia de Gramática. Consecuentemente, se ocupó personalmente de la educación de su hijo que, desde muy pequeño, dio muestras de una inteligencia sobresaliente. Diego Antonio, que así se llamaba el padre de nuestro personaje, poseía un patrimonio agrícola muy modesto, pero supo gestionarlo con solvencia, lo que, unido a sus otras profesiones, le permitió proporcionar a su familia un pasar acomodado. Así, en 1776, habiendo adquirido ya el nivel académico necesario, Diego Francisco pudo ingresar en la prestigiosa Universidad de Salamanca. En 1783 obtuvo el título de bachiller en Teología y en enero de 1786 fue nombrado catedrático de Regencia en Artes. En la primavera de ese mismo año fue ordenado sacerdote. En octubre de 1787 obtuvo la licenciatura en Teología y en noviembre, con solo veintiséis años, fue elegido rector. Desde el rectorado, con un talante amable y dialogante capaz de conciliar incluso a los profesores escolásticos con los ilustrados, desarrolló una intensa actividad: puesta en marcha de nuevos planes de estudio que actualizaron el obsoleto sistema de enseñanza, mejora de la biblioteca universitaria, creación del Colegio de Filosofía y un sinfín de asuntos más de los que queda constancia en los abundantes informes remitidos a las instituciones pertinentes como el Consejo de Castilla. Su habilidad negociadora fue fundamental para sacar adelante proyectos y reformas apaciguando los enfrentamientos y conciliando las discrepancias entre los claustrales.

Y en sus ratos libres, frecuentaba la tertulia del prestigioso abogado, jurista y catedrático Ramón de Salas y Cortés (1753—1837). En ella se reunían intelectuales herederos del movimiento Novator o preilustración española del XVII, y de la Escuela Universalista Española del XVIII, y analizaban temas de política, derecho, economía y filosofía. En el curso 1788-89, Ramón de Salas desempeñó la primera Cátedra de Economía de España e impartió el primer curso de Economía Política. Posteriormente sería diputado en las Cortes de Cádiz y, en 1821, publicaría LECCIONES DE DERECHO PÚBLICO CONSTITUCIONAL, un comentario general sobre la Constitución de 1812 en cuya elaboración colaboró. La obra se convertiría en el primer manual de uso general entre los alumnos de la época, tanto en España como en Hispanoamérica.

Sin embargo, a pesar de esta intensa y gratificante actividad intelectual, la llamada del espíritu fue más fuerte que la vocación académica. En 1790, cuando acabó su mandato como rector, Diego Francisco decidió abandonar la universidad y dedicarse por completo a la vida religiosa. Para ello contó, como siempre, con el apoyo económico de su padre. Pasó un año en Cabeza del Buey y, en 1792, opositó en Madrid a una de las capellanías de San Isidro, pero a pesar de su prestigio personal y de la brillantez de su ejercicio, reconocida por todos, la plaza se la dieron a un ahijado del valido Godoy. Don Pedro de Toledo, marqués de Villafranca del Bierzo, indignado por la injusticia le proporcionó una canonjía en la colegiata de Santa María de la que era patrono, y en esa localidad leonesa pasó los siguientes quince años dedicado a cultivar la vida espiritual, primero como canónigo y después como chantre.

En 1808, su apacible vida fue atropellada por la Guerra de la Independencia. Hasta 1810 permaneció en la colegiata, pero a pesar de su talante sosegado, a pesar de su devoción por la vida contemplativa, a pesar de su sólida formación intelectual y su consecuente modernidad afín a las ideas ilustradas, ni por un instante sintió la tentación de sumarse a las élites afrancesadas, traidoras y despreciables, que se postraron genuflexas ante los invasores franceses. Don Diego, como todos los españoles de bien, desde el levantamiento del dos de mayo se jugó la vida por España. Según nos cuenta Luis Cucalón y Escolano en PANTEÓN DE MÁRTIRES ESPAÑOLES SACRIFICADOS POR LA LIBERTAD E INDEPENDENCIA: Muñoz Torrero socorría a los jefes de tropas con metálico y arengaba al paisanaje de continuo, remediando a las familias de los que perecían y consolando a las de los que estaban ausentes; así su nombre se hizo bien pronto lugar entre los de más importancia, y cuando se trató de enviar representante al Congreso ninguno apareció más digno que él de recibir este honor. Y gracias a Ángel Fernández de los Ríos (MUÑOZ TORRERO, APUNTES BIOGRÁFICOS, 1864) sabemos que mantuvo una relación constante y fructífera con las autoridades de la provincia y participó activamente en la creación de la Junta de Galicia; también sabemos que era: …de mediana estatura, algo cargado de espaldas; tenía la cabeza muy desarrollada, poco pelo, llevaba crecido el que conservaba a los lados, la cara redonda, las facciones regulares, los ojos un tanto salientes; corto de vista, usaba a menudo gafas de miope; el conjunto de su semblante se hallaba de acuerdo con su carácter dulce, bondadoso, sencillo, tranquilo, pero firme y resuelto.

En 1810, después de un complejo proceso electoral sustentado en las parroquias y cabezas de partido, fue elegido diputado por Extremadura y marchó como tal a la isla de León (San Fernando, Cádiz). En septiembre de ese año, a pesar de las dificultades impuestas por la guerra, la Regencia pudo abrir las Cortes y Diego Muñoz-Torrero fue elegido presidente. El día veinticuatro, la suya fue la primera voz que se oyó en la apertura de la primera sesión de las primeras Cortes que iniciaron el constitucionalismo en España, pronunciando estas transcendentales palabras: los Diputados que componen este Congreso y representan a la Nación española se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias en las que reside la Soberanía Nacional.

Después de tres legislaturas, la extraordinaria de 1810-1813 y dos ordinarias, la de 1813-1814 y la de 1814, la última sesión de las Cortes de Cádiz se celebró, ya en Madrid, el diez de mayo de 1814 —otra vez mayo—, siendo presidente el diputado de Ultramar Antonio Joaquín Pérez, de Puebla de los Ángeles, Nueva España. Ese día, el general Francisco de Eguía disolvió las Cortes y encarceló a los diputados liberales mientras que Fernando VII pasaba por Játiva en su viaje de regreso desde Francia. El cuatro de mayo, en Valencia, el propio rey había perpetrado el golpe de Estado firmando el Decreto de Valencia o Manifiesto del 4 de mayo de 1814, en el que abolió la Constitución, disolvió las Cortes y restauró el absolutismo, apoyado por las afrancesadas élites ilustradas y por los sesenta y nueve diputados —de un total de setecientos dos— que firmaron el Manifiesto de los Persas pidiendo la vuelta al Antiguo Régimen. El cabecilla de los diputados reaccionarios, Bernardo Mozo de Rosales, fue premiado por el Rey Felón con el título de marqués de Mataflorida. Los seiscientos treinta y tres diputados restantes no pertenecían a las élites afrancesadas que pululaban por la corte y por los mentideros de la cultura oficial, ni pastaban en las instituciones creadas para alimentar esa cultura hispanófoba, ilustrada, afrancesada y antiespañola impuesta por los Borbones. No eran, por tanto, partidarios de convertir España en una colonia de Francia. Como Diego Muñoz-Torrero y su amigo Ramón de Salas y Cortés, eran burgueses liberales de clase media, cultos y moderadamente acomodados: eclesiásticos (un tercio del total), abogados, pequeños terratenientes, catedráticos, militares, comerciantes y diputados americanos y asiáticos. Hijos del pueblo y, por tanto, amantes de la libertad y de España. Patriotas dispuestos a defender la independencia de España con su propia vida.

Aquellas Cortes Generales Extraordinarias supusieron el tránsito del Antiguo al Nuevo Régimen mediante la aprobación de reformas legislativas de muy hondo calado, como el decreto que estableció que la soberanía nacional residía en las Cortes y que la división de poderes era la garantía de la democracia —brillantemente defendido por Diego Muñoz-Torrero—; el decreto que estableció la libertad de imprenta; el dictamen sobre la abolición del Santo Oficio; los Reglamentos del Poder Ejecutivo y del Consejo de Estado… y su obra cumbre, la elaboración y tramitación de la Constitución promulgada el diecinueve de marzo de 1812, la Pepa, que en su artículo uno proclama: La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Y aunque las comparaciones sean odiosas, no me resisto a destacar la colosal diferencia con lo que especifica la Constitución francesa de 1791 (Título VIII, cap. 8) que nació de la Revolución y sus presuntos principios de libertad, igualdad y fraternidad: Las colonias y posesiones francesas en Asia, África y América, a pesar de que forman parte del Imperio francés, no están incluidas en la presente Constitución. ¿Liber…qué? ¿Igual…qué? ¿Fraterni…qué? Con cuánta razón nos advierte el sabio refranero: Dime de qué presumes y te diré de qué careces.

La Pepa fue la constitución más liberal de cuantas se habían escrito en Europa hasta entonces, y, para pasmo de propios y extraños, vio la luz gracias a los curas. En efecto, no solo la tercera parte de los diputados que aprobaron la constitución más liberal de Europa eran sacerdotes sino que, además, el reverendo Muñoz-Torrero fue su principal artífice. Formó parte de nueve comisiones, presidió la comisión constitucional y se dedicó al trabajo parlamentario en cuerpo y alma. Hombre sensato, trabajador, exigente y riguroso, era apreciado y respetado por todos a pesar de que en sus discursos, siempre cortos, huía de todo lucimiento personal y empleaba una retórica escueta aunque clara y bien argumentada. En palabras de un cronista de la época citado por Ana Pastor en el discurso de inauguración de su busto en el Congreso: Cuando se levantaba a hablar nadie se movía de su asiento. Siempre defendió que el régimen político idóneo era una monarquía parlamentaria moderada en la que estuvieran garantizadas las libertades individuales, y fue él quien formalizó el principio de soberanía nacional, el modelo de Estado liberal, el concepto de nación, la división de poderes, las relaciones entre el poder civil y el militar, el centralismo administrativo, los derechos individuales, la reforma eclesiástica, la separación Iglesia-Estado, la Ley de Imprenta, la supresión de la Inquisición, etc. Y para pasmar aún más a los filogabachos que babean ojipláticos en cuanto se menciona la Ilustración, aquellos legisladores hispanos pasaron olímpicamente de la Revolución francesa, de la Constitución francesa, de la Ilustración francesa y de todo lo que apestara a francés. Muñoz-Torrero y sus compañeros ju­ristas liberales acudieron al Fuero Juzgo y demás códigos medievales para fundamentar el desarrollo legislativo constitucional en la tradición jurídica española. Según nos cuenta Ignacio Fernández Sarasola: …los liberales…, lejos de acudir a la autoridad de los pensadores galos afirmaron que todas las medidas políticas que pretendían implantar en España se hallaban recogidas en las antiguas Leyes Fundamentales de Casti­lla y, sobre todo, de Aragón.

Además de su ingente labor parlamentaria, Muñoz-Torrero escribía de forma anónima en los principales periódicos y nunca desatendió sus obligaciones como religioso. También diseñó la bandera roja y gualda de las Cortes, inspirándose en la bandera de su pueblo, Cabeza del Buey. A sus paisanos de las milicias caputbovenses que combatieron contra el invasor francés, don Diego les regaló una bandera rojigualda bordada por su hermana María Úrsula. Esta bandera se convertiría en símbolo contra el absolutismo y, por tanto, en un objeto subversivo cuya posesión podía conducir directamente al cadalso como le ocurrió a Mariana Pineda. Y fue otra mujer, la monja Isidora Mora o Sor Isidora de San Joaquín, la que tuvo los redaños de esconder esa bandera en su convento aun a riesgo de su vida. Nos lo cuenta José Vicente Triviño Palomo en su obra MUJERES CAPUTBOVENSES, en la que reproduce literalmente el relato aparecido en el número nueve de la madrileña revista LA AMÉRICA el doce de mayo de 1864:

Creemos que nuestros lectores verán con gusto un episodio que nos refiere un periódico y a que dio origen el eminente Muñoz To­rrero, a quien el pueblo de Madrid acaba de rendir un homenaje por su inteligencia, saber y patriotismo.

El virtuoso prelado regaló a los nacionales de la villa de Cabeza de Buey una magnífica bandera bordada por su hermana; bandera que a la caída del sistema constitucional de 1823, hubo necesidad de ocultar para sustraerla a las iras de los absolutistas, a quienes este emblema había mortificado bastante y cuya destrucción procuraban con el mayor empeño en odio al ilustre personaje del que procedía.

La hermana de Muñoz Torrero quiso salvar a toda costa esta reli­quia de la libertad, que simbolizaba también al que tantas persecu­ciones se habían dirigido, y al efecto la confió a una monja del con­vento de la misma villa de Cabeza de Buey, llamada Sor Isidora Mora, que halló medios de ocultarla dentro del recinto de la clausura haciendo vanos cuantos esfuerzos emplearon las demás monjas para encontrarla, pues existían vehementes sospechas de que estaba allí.

Sor Isidora, tan entusiasta por la libertad como exaltada por el celo religioso, creyó un deber la conservación de aquel sagrado depósito y sufrió con valor heroico las amenazas más terribles y castigos durísimos; llegando hasta presenciar con la impavidez de un mártir los preparativos de su emparedamiento.

En lo más recio de este continuado tormento, sonó la hora de nuestra regeneración política y Sor Isidora pidió y obtuvo amparo de las autoridades civiles, salió del convento, y secularizada poco después, vino a Madrid en 1836 y presentó a las Cortes la bandera de Muñoz Torrero, que su heroica constancia, en medio de tan prolon­gado martirio, había logrado conservar durante doce años. Las Cor­tes, después de una información escrupulosa de los hechos, la cre­yeron digna de recompensa y crearon una condecoración especial de benemérita de la patria para esta mujer valerosa, pensionada con tres reales diarios.

Como esta pensión fuese insuficiente para subsistir, Sor Isidora ob­tuvo, por mediación de los señores Landero, Calatrava y otros dis­tinguidos extremeños, la administración de loterías de la calle del Tinte de esta corte que desempeñó durante algunos años, ostentando siempre sobre su pecho la insignia que recibió como muestra de la gratitud nacional.

La bandera de Muñoz Torrero debe estar aún en el Congreso, donde se depositó. En cuanto a su heroica guardadora, hace seis o siete años que salió de Madrid para establecerse en el pueblo de su naturaleza e ignoramos si vive aún.

 En efecto, en 1837, durante la regencia de María Cristina, la bandera fue recibida por las Cortes —constituidas en octubre de ese mismo año— y allí se conserva como una reliquia.

Con el regre­so de Fernando VII en 1814 y la reinstauración del absolutismo, el padre del constitucionalismo español pasó cinco años en­cerrado en el convento franciscano de San Antonio de Herbón, en Padrón, La Coruña. Tras el levantamiento de Riego en Cabezas de San Juan, Muñoz-Torrero fue liberado de su encierro y volvió a la actividad política ocupando la presidencia de la Diputación Permanen­te de las Cortes durante el Trienio Liberal (1820-1823). Fiel a su talante afable y bondadoso, aprovechó el cargo para fomentar la concordia y la tolerancia como norma de conducta en las relaciones entre los diputados. En enero de 1821, el Gobierno español, a propuesta de las Cortes, solicitó a la Santa Sede la ratificación de Muñoz-Torrero como obispo electo de la diócesis de Guadix, pero el papa Pío VII se negó una y otra vez en todos los consistorios celebrados en 1821 y 1822 a pesar de las presiones del Gobierno español y de la amenaza de ruptura de relaciones diplomáticas. Fue la venganza papal por la participación de Muñoz-Torrero en la aprobación de la Ley sobre Reforma de Regulares de 1820 por la que se suprimían determinados monasterios y conventos, y sus beneficios, así como sus bienes muebles e inmuebles quedaban aplicados al crédito público.

Después vino la Década Ominosa. Nuevamente absolutismo y represión feroz que se intensificó terriblemente a partir de la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis en mayo de 1823 —otra vez mayo—, traídos por las élites afrancesadas vinculadas a Fernando VII y a los beneficios y prebendas que eso les proporcionaba. En manifiesta contraposición con el halo de modernidad que, aún hoy, orla a la Ilustración, en España la privilegiada clase alta ilustrada constituyó el principal obstáculo para el desarrollo del constitucionalismo. Lejos de protagonizar el progreso ilustrado frente a los atavismos inquisitoriales, fueron ellos los acérrimos defensores del absolutismo retrógrado, hasta el punto de traer a los Cien Mil Hijoputas de San Luis para reprimir a los constitucionalistas. Y para justificar la libertad que me he tomado al rebautizar de un modo tan soez a aquellos cien mil malnacidos, traigo aquí las palabras de Carmen Iglesias en su libro NO SIEMPRE LO PEOR ES CIERTO:

Re­formas, nuevas creaciones y expectativas que fueron brutalmente cortadas por los sucesos de 1808, que arrasan física y mentalmente el proceso de desarrollo y modernización incipiente del país y abren una brecha entre la modernización y la tradición española —las dos Españas—, de muy difícil asunción para la propia identidad y estructuración del país. Las dificultades para asumir colectivamente el proceso de modernización en el siglo XIX y buena parte del XX, la oscilación circular y no creativa entre lo de dentro y lo de fuera, características de todo el mundo hispánico, arrancan sin lugar a dudas no de una idiosincrasia o carácter nacional específico, sino de unas condiciones históricas vividas traumáticamente, donde modernización e in­vasión extranjera se articulan negativamente, impidiendo la interna madura­ción de un proceso enmarcado en el contexto general europeo.

La Iglesia Católica colaboró estrechamente con el absolutismo asumiendo la persecución y represión del clero liberal. Destituyó a cinco obispos, decretó la persecución de más de ocho mil frailes secularizados y de casi ochocientas monjas autorizadas a abandonar sus comunidades, y apremió a los sacerdotes a delatar a sus compañeros sospechosos de liberalismo. Los “contaminados” por las ideas liberales fueron recluidos en monasterios en condiciones muy duras, encerrados en cárceles eclesiásticas o enviados a prisiones comunes. Los miembros más cultos, preparados y avanzados de la Iglesia española fueron depurados… y quedó lo que quedó.

Diego Muñoz-Torrero, como muchos otros liberales españoles, huyó a Portugal. Durante casi cinco años vivió en Campo Maior, una tranquila localidad muy próxima a la frontera donde, sin apenas recursos económicos, se dedicó a escribir sobre temas religiosos. Pero los acontecimientos en Portugal iban a adquirir un cariz adverso. En 1824, el infante Miguel, apoyado por sus partidarios, se reveló contra su padre, el rey Juan VI, para imponer el absolutismo, pero fracasó. En 1825 se independizó Brasil. En 1826 murió Juan VI envenenado con arsénico, no sin antes nombrar regente a la infanta Isabel María de Braganza cuyo gobierno reconoció como legítimo heredero a su hermano primogénito Pedro, a la sazón emperador de Brasil. No obstante, los absolutistas eran partidarios del infante Miguel. El conflicto dinástico entre constitucionalistas “pedristas” y absolutistas “miguelistas” se transformó en una cruel guerra civil. En 1828, el gobierno constitucional fue derribado y el infante Miguel fue proclamado rey absoluto, decretando la persecución y el exterminio de los liberales españoles exiliados en Portugal. Diego Muñoz-Torrero marchó a Lisboa para intentar huir en barco a otro país, pero ya era tarde. Nada más pisar la capital portuguesa a principios de noviembre de 1828, fue apresado y encarcelado en la torre de San Julián de la Barra, una vieja edificación militar situada a las afueras de Lisboa y habilitada entonces para encerrar a los liberales portugueses y españoles en celdas inmundas donde las espantosas condiciones y los malos tratos los fueron matando lentamente. Don Diego, cuya celda se inundaba diariamente con la marea, fue sometido a torturas incluso en su agonía y, tras sufrir varios ataques de apoplejía, murió el dieciséis de marzo de 1829, negándosele incluso el enterramiento en sagrado. Tenía sesenta y ocho años de edad.

Su figura no cayó en el olvido. En 1863, el partido progresista inició una campaña para traer sus restos a España. En Gerona, se inició una suscripción popular que se extendió por toda España y que consiguió reunir suficiente dinero para traer los restos de Diego Muñoz-Torrero y darles honorable sepultura en su amada patria. Sus restos mortales fueron trasladados desde Lisboa hasta el cementerio de San Nicolás, en Madrid, siendo aclamados en todos los lugares por los que pasaron. A Madrid llegaron, el cinco de mayo de 1864 —mayo una vez más—, y fueron recibidos como los de un héroe de la patria tanto por el pueblo como por la mayoría de la prensa. Hoy descansan en el Panteón de España —antes Panteón de Hombres Ilustres—.

Lamentablemente, no nos ha llegado nada de lo que escribió. Ni artículos periodísticos, ni escritos religiosos o políticos, ni correspondencia… Pero poco importa. El papel que desempeñó en la Universidad de Salamanca, en las Cortes de Cádiz y en la Constitución de 1812 es más que suficiente para retratar la trayectoria vital de un hombre sabio, reflexivo, austero y virtuoso que siempre estuvo comprometido con los dramáticos sucesos que estaban teniendo lugar en su patria. De trato educado, reposado y amable, fue firme en sus convicciones e inasequible al desaliento en la defensa de sus principios. Un hombre cuyos avanzados planteamientos ideológicos se adelantaron, en muchos aspectos, al tiempo que le tocó vivir. Un idealista precursor del nacimiento del liberalismo burgués.

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Fuentes:

Alberto Ramos Santana y Alberto Rome­ro Ferrer (coord.), LIBERTY, LIBERTÉ, LIBERTAD. EL MUNDO HISPÁNICO EN LA ERA DE LAS REVOLUCIONES, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz y Ayun­tamiento de Cádiz, Cádiz, 2010, p. 43. (1).

Ángel Fernández de los Ríos, MUÑOZ TORRERO, APUNTES BIOGRÁFICOS, Imprenta de las Novedades, Preciados 74, Madrid 1864. Disponible en Google books.

Carmen Iglesias, NO SIEMPRE LO PEOR ES CIERTO. ESTUDIOS SOBRE HISTORIA DE ESPAÑA, editorial Galaxia Gutenberg S. L., 2017, p. 204.

CONGRESO DE LOS DIPUTADOS: https://www.congreso.es/cem/cortescadiz.

Fernando R. Quesada Rettschlag: SOBRE LA LEYENDA NEGRA, frquesada.com, 2022-07-16. Disponible en: https://www.frquesada.com/sobre-la-leyenda-negra/.

Ignacio Fernández Sarasola, Universidad de Oviedo, LOS AFRANCESADOS, REVISIÓN DE UN CONCEPTO, en (1). LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1812 Y SU PROYECCIÓN EUROPEA E IBEROAMERICANA, disponible en: https://atlanticempires.files.wordpress.com/2010/07/fernandez-sarasola-ignacio-la-constitucion-de-1812-pdf.

Íñigo Domínguez, MUÑOZ-TORRERO, UN CURA LIBERAL CON UNA BANDERA QUE NO ERA FACHA, artículo publicado en el diario EL PAÍS el 09/10/2018. Disponible en: Muñoz-Torrero, un cura liberal con una bandera que no era facha | Politica | EL PAÍS (elpais.com).

José Vicente Triviño Palomo, MUJERES CAPUTBOVENSES, Editorial Punto Rojo Libros, 2017.

Juan Luis Simal Durán, tesis doctoral EXILIO, LIBERALISMO Y REPUBLICANISMO EN EL MUNDO ATLÁNTICO HISPANO, 1814-1834 (UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID, FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, DEPARTAMENTO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA, 2011), p. 9. Disponible en: 43244_simal_duran_juan_luis.pdf (uam.es).

Luis Cucalón y Escolano, PANTEÓN DE MÁRTIRES ESPAÑOLES SACRIFICADOS POR LA LIBERTAD E INDEPENDENCIA (Imprenta de D. E. Tamarit, Madrid, 1849, tomo 3, p. 307). Disponible en Panteón de los mártires españoles sacrificados por la libertad e … : Luis Cucalón y Escolano : Descarga gratuita, préstamo y streaming : Internet Archive.

Luis José Sánchez Marco, LAS CORTES DE CÁDIZ: https://luisprofehistoria.files.wordpress.com/2010/12/2-cortes-de-cc3a1diz-constitucioconstitucionn-composicion-y-obra-legislativacomposicion-y-obra-legislativa.pdf

Mª Elvira Roca Barea, FRACASOLOGÍA, p. 172 y ss., Espasa Libros S. L. U., 2021.

REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA: Diego Francisco Muñoz-Torrero Ramírez Moyano | Real Academia de la Historia (rah.es).


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