La gran aportación de la Grecia antigua a la historia de la humanidad, fue la democracia. El poder dejó de ser patrimonio exclusivo de la nobleza y el clero para pasar a manos de los ciudadanos. No obstante, en las ciudades griegas no todos los habitantes eran ciudadanos. Solamente los que cumplían determinados requisitos entre los que figuraban ser varón y pagar impuestos. Los demás eran mujeres, metecos (extranjeros) o esclavos.
La consecuencia urbanística de esta nueva forma de organización, fue que la vida social dejó de girar en torno al palacio y al templo. En la nueva sociedad las actividades políticas, económicas y culturales reclamaban un espacio público en el que desarrollarse, y así nació el ágora, palabra griega que significa asamblea. Las polis o ciudades-estado griegas, se dotaron de una plaza central, un espacio abierto donde acudían los vecinos para tratar toda suerte de asuntos, políticos, económicos, legislativos, culturales o festivos. El ágora se convirtió en el escenario de la vida ciudadana. En torno a ella surgieron baños públicos, mercados, tabernas, oficinas administrativas, la sede del Consejo que gobernaba la polis (Bulé), y pórticos columnados o stoai, para que ni las inclemencias meteorológicas interrumpieran la actividad social. En uno de estos soportales, la ateniense Stoa Pecile, el filósofo Zenón enseñaba a sus discípulos que, por tal motivo, fueron llamados estoicos.
Así se fue configurando el urbanismo de las nuevas ciudades y el estilo de vida mediterráneo que, a lo largo de los siglos, primero los romanos y después los españoles difundirían por medio mundo. Un capítulo importante de esta forma de vida es, sin duda, la alimentación, y la vorágine de interacciones sociales que se desarrolló en las ágoras de las polis griegas, tuvo también su influencia en el capítulo gastronómico y contribuyó a sentar las bases de eso que, desde los años setenta del pasado siglo, hemos dado en llamar dieta mediterránea.
Como en cualquier lugar frecuentado por el público, en el ágora no podía faltar la intangible presencia de Adefagia, la diosa griega de la gula. Allí acudían vendedores con todo tipo de alimentos que estimulaban el apetito de los concurrentes: frutas, verduras, aceitunas curadas en salmuera, diversas clases de panes, de pasteles, de vinos, de aceites, de frutos secos… y no podía faltar la papilla de cebada que constituía el alimento básico de la mayoría de los griegos, la maza, antecedente del puls romano que ha llegado hasta nuestros días en forma de puches (palabra derivada de pultes, plural de puls) y de polenta. También vendían limones traídos de lejanos lugares de Asia; no se los comían, pero les gustaba guardarlos en los arcones junto con la ropa, para aromatizar los peplos, clámides, himationes y quitones.
No faltaban los cocineros ambulantes con sus anafes portátiles, que vendían raciones de guisos preparados a la vista del público: el rophema, un hervido de hortalizas, verduras y cereales al que añadían algo de carne o grasa los días de fiesta, que fue el antecesor de todos los cocidos y pucheros posteriores; densos estofados de carnes, verduras, hierbas aromáticas y sangre que les daba un característico color negro, y que eran capaces de proporcionar las calorías necesarias a los trescientos espartanos del paso de las Termópilas; rollitos de carne envueltos en hojas de higuera y hervidos en caldo de ave; pescados en salsa; o el potaje de lentejas con cilantro, aderezado con vinagre y cascos de cebolla cruda, que tanto gustaba a los griegos en general y a Crisipo de Soli en particular. Según cuenta Ateneo de Náucratis en su BANQUETE DE LOS ERUDITOS, Crisipo solía decir: Lentejas con cilantro y cebolla cruda en la estación invernal, son como ambrosía en el frío. Este filósofo que vivió entre los años 279 y 206 antes de Cristo, fue figura capital de la filosofía estoica, se le considera fundador de la gramática y escribió más de setecientos tratados de los que, lamentablemente, solo nos han llegado algunos fragmentos citados por autores posteriores. Sin embargo y a pesar de tales méritos, ha pasado a la historia porque se murió de risa. Literalmente. Según nos cuenta Diógenes Laercio (VIDAS DE LOS FILÓSOFOS ILUSTRES), Crisipo tenía la provecta edad de setenta y tres años cuando, cierto día en que estaba bebiendo vino con unos amigos, tuvo la nada estoica idea de emborrachar a un asno que por allí estaba. La imagen del animal, completamente beodo, intentando comerse unos higos chumbos, le provocó tal ataque de risa que cayó fulminado allí mismo. Y de ahí procede la frase “morirse de risa” que ha inmortalizado a Crisipo precisamente por su modo de morir.
En la Grecia clásica, la alimentación se basó en el olivo, la vid y los cereales: primero la cebada que, más adelante, fue desplazada por el trigo. Por eso he elegido una receta que se elabora con los productos del olivo, la vid y el trigo. Se trata de un antiguo aperitivo griego, sabroso y nutritivo, que después copiaron en Roma, donde tuvo gran éxito y amplísima difusión.
PASTA DE ACEITUNAS
En el vaso de la batidora o mejor, si hay tiempo y paciencia suficientes, en un mortero, poner una lata de aceitunas negras sin hueso, bien escurridas. Para esta receta, son muy adecuadas, y no solo por motivos históricos, las aceitunas griegas de la variedad Kalamata, que son de color morado oscuro y se pueden conseguir en conserva con relativa facilidad.
Añadir un chorrito de vinagre de vino, unos granos de pimienta negra y hierbas aromáticas al gusto: tomillo, orégano, comino, cilantro, hinojo, menta…
Triturar e ir añadiendo aceite de oliva hasta alcanzar el espesor deseado, que debe ser el de una pasta de untar. Si queremos rizar el rizo de la grecofilia histórica, podemos usar aceite de oliva griego de las variedades Kalamata o Koroneiki, pero teniendo claro que esto solo nos servirá para tener tema de conversación con los invitados, ya que los ingredientes actuales, por muy griegos que sean, no se parecen en nada a los que usaron los griegos de la antigüedad.
Probar y, si fuera necesario, añadir un poco de sal.
Dejar reposar en el frigorífico, en un recipiente de cristal.
Se toma como aperitivo, untado en rebanaditas de pan que, para mayor rigor histórico, debería ser integral.
Si, una vez satisfecha la curiosidad, queremos probar una versión actualizada de esta antiquísima tapa, podemos servir las tostaditas con una anchoa de lata por encima o incluir entre sus ingredientes un poco de queso feta.
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En la Provenza francesa, existe un aperitivo muy popular que parece heredero directo de este atávico entremés griego. La receta tradicional también se elabora machacando aceitunas negras deshuesadas con aceite de oliva, alcaparras en vinagre y anchoas en aceite. Son las alcaparras, tápenas en lengua provenzal, las que dan nombre a la receta: tapenade.
En el libro LA CUISINIÈRE PROVENÇALE, publicado en 1899, su autor Jean-Baptiste Reboul dice que la tapenade fue inventada en 1880 por un tal Meyner, jefe de cocina en el entonces famoso restaurante La Maison Dorée de Marsella. Sin embargo, como hemos visto, la pasta de aceitunas con unos u otros aditamentos, pudo tomarse en la Provenza al menos desde los tiempos del Imperio romano o puede que antes, ya que en época prerromana, seiscientos años antes de Cristo, fueron griegos los fundadores de Massalia, la actual Marsella.
Como ocurre con todas las recetas populares, existen numerosas variantes que agreguan a los ingredientes clásicos unos u otros acompañantes según el gusto y la creatividad del cocinero. Lo básico es poner igual peso de aceitunas que de alcaparras, anchoas, y el aceite de oliva que admita la pasta; pero además puede llevar ajo, atún en aceite, tomillo, pimienta y una cucharada de vinagre balsámico o de zumo de limón o de brandy o de mostaza. ¡Ah! y también se puede hacer con aceitunas verdes deshuesadas.
Se suele servir sobre tostadas, pero también queda bien como relleno de huevos duros.
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