
Poniendo un poco de orden en el batiburrillo de carpetas y subcarpetas que almaceno en el ordenador, me he encontrado con este artículo que escribí en junio del 2015 y que se quedó sin publicar no recuerdo ya por qué. Probablemente por puro despiste. Es continuación y complemento del artículo A PROPÓSITO DE DIOS que había publicado un poco antes. Al releerlo, me ha parecido interesante y he decidido publicarlo ahora. Ahí está el refranero para apoyar mi decisión: “más vale tarde que nunca”, “nunca es tarde si la dicha es buena” …

Los argumentos que expone Antony Flew en su ensayo DIOS EXISTE, que reseñé en este cuaderno digital hace aproximadamente un mes, me han inducido a reflexionar sobre un aspecto que, a mi entender, el filósofo pasa por alto en relación con la naturaleza de ese algo intangible que llamamos alma, que tan importante papel juega en su argumentario.
Comenzaré con un ejemplo o, mejor, comenzaré pidiendo benevolencia al lector por utilizar un ejemplo tan elemental. No es más que deformación profesional.
Pensemos en un automóvil de último modelo y en las funciones tan sofisticadas y complejas que es capaz de desarrollar. Ahora los coches saben aparcar solos, e incluso hay prototipos que conducen solos. Pensemos ahora en ese mismo automóvil desmontado y convertido en un cúmulo de piezas sueltas y apiladas. Estas piezas no pueden desarrollar ninguna de las funciones del automóvil ensamblado, ni aún las más elementales. Y los componentes de ambos, el automóvil y la pirámide de piezas, son exactamente los mismos. La diferencia es el grado de organización en uno y otro caso. Es claro pues, que el nivel de organización de los elementos de un sistema, genera la aparición de propiedades y funciones nuevas que no están en los mismos elementos desorganizados.
Traslademos ahora este concepto a los niveles de organización de la materia. Para ello, imaginemos una escalinata en la que cada peldaño represente un nivel de organización mayor que el del peldaño inferior y menor que el del peldaño superior.
En el escalón más bajo situamos a las partículas subatómicas. En el siguiente, al átomo. Por encima y en peldaños sucesivos, vamos colocando moléculas progresivamente más complicadas, hasta llegar a las macromoléculas orgánicas. Sobre ellas, los complejos y sofisticados polímeros orgánicos de los que los más versátiles son las proteínas y el soberano indiscutible es el ADN en su máximo grado de empaquetamiento.
Escalón tras escalón, han ido apareciendo características nuevas y funcionalidades gradualmente más específicas. Las macromoléculas lipídicas, en el seno del agua, forman espontáneamente una doble empalizada muy estable que constituirá las membranas celulares; las proteínas enzimáticas catalizan las reacciones metabólicas permitiendo que se produzcan a temperatura ambiente, las moléculas de ADN son capaces de fabricar copias de sí mismas, etc.
En el siguiente peldaño, el ordenado acoplamiento de todo este conjunto de propiedades, utilidades y funciones, da un salto cualitativo y constituye lo que llamamos vida. Ahí situamos a las células procariotas o células sin núcleo diferenciado.
Existe incluso un nivel intermedio entre este peldaño y el precedente, ocupado por los virus, unos entes situados a caballo entre lo vivo y lo inerte. Los virus se originaron por adaptación al parasitismo de entidades más complejas. Así perdieron funcionalidades que realizan para ellos las células parasitadas, de forma tal que cumplen algunos de los requisitos de los seres vivos, pero otros no. Están en la frontera entre la vida y la no vida, con una parte en cada lado de la raya.
Se calcula que la Tierra se formó hace cuatro mil seiscientos cincuenta millones de años. La aparición de los primeros seres vivos en el seno del agua, las células procariotas similares a las actuales bacterias, se produjo hace tres mil ochocientos millones de años, es decir “solo” ochocientos cincuenta millones de años después. En cambio, el salto al siguiente peldaño o nivel de organización, tardó bastante más en producirse; nada menos que dos mil trescientos millones de años: hace mil quinientos millones de años aparecieron las primeras células eucariotas o células con núcleo, de estructura similar a las que hoy conforman nuestro propio cuerpo.
En los siguientes peldaños de la escalera, las células eucariotas se ensamblan, especializan y estructuran hasta formar los distintos tejidos, órganos, aparatos y sistemas de los organismos pluricelulares.
A su vez, los individuos pluricelulares se organizan en niveles progresivamente más complejos: poblaciones, biocenosis, ecosistemas, ecosistemas de ecosistemas y, por fin, en el peldaño más alto, Gaia, toda la biosfera terrestre concebida como un superecosistema en el que todo repercute en todo; en el que, como dice el proverbio chino, el aleteo de las alas de una mariposa puede tener consecuencias al otro lado del mundo.
Los organismos pluricelulares van incrementando su nivel de complejidad tanto en su organización como en sus funciones, hasta llegar a la exorbitante complicación del cerebro humano: cien mil millones de neuronas, cada una de las cuales establece con sus vecinas diez mil conexiones. El inmenso tráfico de impulsos nerviosos que circulan sin cesar por este colosal entramado de fibras nerviosas, es capaz de generar funciones como el pensamiento, algo tan abstracto que lo percibimos como ajeno al soporte anatómico de nuestro cuerpo.
Mas, si el sistema nervioso se ocupa de las adaptaciones a corto plazo (cambio de postura, huida ante un peligro…), de las adaptaciones a largo plazo (crecimiento, maduración sexual…) se encargan las hormonas del sistema endocrino que viajan por sangre y llegan hasta los más recónditos intersticios de nuestro organismo.
Y la actuación conjunta y perfectamente coordinada de ambos sistemas, nervioso y endocrino, produce abstracciones tan elevadas y difusas como los sentimientos que, al igual que los pensamientos, percibimos como independientes de nuestro cuerpo, y tan desubicados que los poetas los imaginaron aposentados en el corazón con el mismo fundamento que los prosaicos les podrían haber buscado acomodo en el ombligo.
¿Es esta intrincada incardinación de pensamientos y sentimientos eso que llamamos alma? ¿Es su elevado nivel de abstracción, es decir, su percepción extracorpórea, lo que nos lleva a creer que, tras la muerte del cuerpo, el alma sigue teniendo existencia propia? Toda esta asombrosa complejidad organizativa ¿ha sido orquestada por un Dios o ha sido fruto del azar?… Lo ignoro. No tengo respuesta para ninguna de estas preguntas ni para las otras muchas que el tema suscita. Parafraseando a Descartes, pero en versión corregida y aumentada, yo cambiaría todo lo que sé por la milésima parte de lo que ignoro.
Lo que sí sabemos es que cuándo se para la máquina y quedamos convertidos en un mero amasijo de estructuras inertes, como el montón de chatarra del ejemplo inicial, desaparece cualquier indicio detectable de función orgánica. Y ¿el alma? El alma es una entelequia de la que cada cual puede pensar lo que mejor le acomode.
En definitiva, los datos, datos son, pero su interpretación es cuestión que compete a cada quien, a sus circunstancias y a su subjetividad porque, como dijo José Bergamín: Si yo fuera un objeto, sería objetivo; como soy un sujeto, soy subjetivo.
Muy bien, Fernando. Ya era hora de que aprovecharas tus conocimientos como biólogo para ilustrarnos en este complejo laberinto que es la vida y la consciencia. Yo más o menos había llegado a la misma conclusión, pero tengo una cierta fe (fe que no certeza).
Puede ser que la Singularidad original no sincronizara materia-energía con consciencia de tal modo que la primera explosionó antes y a un ritmo vertiginoso y sólo después, muy pacientemente tras un cierto grado de organización se hace posible en el Cosmos (no sólo en el planeta Tierra) se vaya invistiendo de Consciencia. Al fin y al cabo hay paralelismos o leyes que se cumplen en los distintos niveles y, uno de ellos, es que la organización material precede en mucho a la formación de la conciencia (en los animales de la indefensión al uso pleno de sus funciones mentales, en los seres humanos de la infancia al uso de razón, en las sociedades del primitivismo a la civilización, etc.).
¿Por qué no suponer que, tras los primeros cinco niveles que has descrito tan bien, no estamos entrando (los humanos aquí, pero otro tipo de organización material en cualquier otro lugar) en el nivel de los superorganismos abstractos? Entramos en el mundo de las ideas o, como mejor dice Richard Dawkins, de los memes. La especie humana ha superado hasta este momento el nivel tribal (no siempre) y nos encontramos al borde de superar el nivel nacional-imperial (en realidad los dos han sido tendencia desde hace más de cuatro mil años y habría que valorar el valor de los imperios tan denostados para preparar el octavo nivel). Lo que es cierto es que la historia de la humanidad se puede explicar como la evolución hacia la mayor densidad, complejidad e inmediatez en la producción, comunicación y procesamiento de datos (datismo) con cuatro estadios sociales hasta ahora: el tribal, el imperial, la primera globalización y la segunda globalización (en ella estamos). Tenemos por delante como especie el nivel global (que no imperial) y los niveles 9 y 10, galáctico y cósmico. Como siempre la organización material precede a la consciencia a niveles superiores y la forma de consciencia y conciencia que producen la ciencia (¿acaso la ciencia no es la mayor forma de consciencia porque nos permite saber mejor qué somos y conciencia, porque describe mejor la realidad exterior y de nuestros semejantes) y la tecnología van a remolque de las necesidades y ansias de las fuerzas organizativos más perentorias.
La ciencia y la tecnología son claves en este proceso (en realidad han sido siempre claves) y nos ofrecen la posibilidad de dar el paso del nuestra frágil condición humana (solum pellis et ossa ) en el estado nacional-imperial a un periodo posthumano en el que la biónica, la ingeniería genética y la inteligencia artificial nos permitan dotarnos de estructuras materiales impensables ahora que nos liberen de la doble atadura del placer y el dolor innecesarios o dañinos y nos permitan la expansión por el espacio exterior (¿alguien es tan ingenuo de pensar que podríamos salir de la tierra sin cambiar nuestra estructura física? A mi entender hasta los ingenieros de la NASA lo son cuando se plantean llegar siquiera a Marte y vivir allí con la actual base bioquímica de nuestra consciencia).
Como especie tenemos la oportunidad de jugar un papel importante en la evolución de Cosmos. Como especie (Carl Sagan dixit en Cosmos) tenemos la oportunidad única de evolucionar en armonía con el universo o de autodestruirnos en una orgía de fuego e irracionalidad (la frase no es exacta, me temo); también es posible que un cataclismo natural nos destruya, no hay que hacerse demasiadas ilusiones.
Como individuos lo más probable es que nos espere la nada, pero nunca se sabe. Aun así tenemos la responsabilidad de contribuir a la continuidad y mejora de la especie y quizá de la consciencia-conciencia.
Todo esto es especulación o, si se prefiere, fe especulativa, no certeza. Pero vuelvo otra vez a Sagan (esta vez con una cita exacta extraída del Episodio 1): «Para hallarla [la verdad] necesitamos imaginación y escepticismo; no tememos especular, pero distinguiremos las especulaciones de los hechos».
Perdona si me he extendido demasiado y me he aprovechado de esta oportunidad para escribir otra entrada de blog. No era esta mi intención, pero sí felicitarte y animarte efusivamente a que en tus futuras entradas te internes más por estos temas en los que como biólogo y persona sensata tienes tanto que decir.
¡Salud y evolución!
Luciano, muchas gracias por tu interesantísimo comentario. Lo cierto y verdad es que sobre nuestra trascendencia individual y sobre la trascendencia de nuestra especie, solo podemos especular porque nos faltan datos. Puede que nuestros descendientes, dentro de muchas generaciones, cuenten con un arsenal de información que les permita llegar a conclusiones más certeras… si es que llegan, porque, como bien dices, somos perfectamente capaces de autodestruirnos. De hecho estamos en ello. Aunque tampoco hay que olvidar que, estadísticamente, cada cien millones de años un meteorito de gran tamaño impacta contra la Tierra.
Un saludo muy cordial.