Este pequeño ensayo sirve de introducción a la poesía gastronómica de la Edad Moderna, en el libro LA COCINA EN VERSO.
El Renacimiento fue ese periodo en el que estalló la lenta evolución que había ido fraguándose a lo largo de toda la Edad Media y que desembocó en la Edad Moderna. Representó el cambio más decisivo de la historia universal desde la llegada del cristianismo. Si bien en arquitectura y artes plásticas fueron adalides la república de Florencia y otros territorios de la península itálica, bastantes de los cuales formaban parte de la corona española, en política, jurisprudencia, economía, organización administrativa, organización militar, ingeniería, navegación, exploraciones, geografía, cartografía… y en todo lo demás, el peso fundamental e indiscutible de esa profunda transformación que revolucionó la civilización occidental, correspondió a la nación española. Fue España la que abrió hacia la Edad Moderna los caminos por los que después transitarían las restantes naciones europeas y la recién descubierta América. Y la gastronomía no fue una excepción. El intercambio de productos alimenticios y de técnicas culinarias con América, supuso la mayor revolución gastronómica desde el descubrimiento del fuego. A modo de ejemplo y en el terreno de los conceptos, en la España de la época se acuñó la expresión “buen gusto”. Inicialmente era una locución meramente gastronómica que hacía referencia a la capacidad de disfrutar el placer de la buena cocina asociada al acertado criterio para diferenciar lo exquisito de lo mediocre. Sin embargo, adquirió una nueva dimensión y se hizo extensiva a la capacidad para reconocer las obras de calidad en arte y en literatura, asociada al goce del placer estético que proporcionan a los intelectos instruidos. El erudito Ludovico Antonio Muratori (1672 – 1750), considerado el padre de la historiografía italiana, lo expresó así: Tal sentimiento tan bien afinado y dispuesto, algunos llamaron armonía del ingenio; otros dijeron, sin embargo, que era la sentencia dictada por el arte; ciertamente una exquisitez de genio. Pero los españoles, más que ningún otro perpetradores de la metáfora, lo expresaron con este fecundo laconismo: Buen Gusto. Esta concepción española que armoniza y correlaciona el buen gusto gastronómico con el buen gusto estético, también se hizo extensiva al “saber estar” social. Ramón Menéndez Pidal en su artículo EL LENGUAJE DEL SIGLO XVI (revista Cruz y Raya, 1933), señaló que Isabel la Católica empleaba la expresión «de buen gusto» para referirse a alguien que gestiona con acierto sus relaciones sociales y que, en toda situación, sabe actuar correctamente y con buenas maneras. Con ese significado, el sintagma se exportó a los círculos cortesanos de Italia (Buon Gusto), de Francia (homme de bon goût) y de Inglaterra (Fine Taste). Naturalmente, en el siglo XVIII, esa nación descuidera, acaudillada por su élite intelectual de ilustrados, esa colección de petulantes que se arrogaron el monopolio de la razón y se atribuyeron la invención de todo lo ya inventado –obviamente hablo de Francia– se adjudicó la paternidad de la expresión y la exclusividad de su significado. Juan Pablo Forner (1756 – 1797) en su ORACIÓN APOLOGÉTICA POR LA ESPAÑA Y SU MÉRITO LITERARIO (1786), escribió al respecto: La expresión de “buen gusto” nació en España, y de ella se propagó a los países mismos, que teniéndola siempre en la boca e ignorando de dónde se les comunicó, tratan de bárbara a la nación que promulgó con su enérgico laconismo aquella ley fundamental del método de tratar las ciencias. Y todo para que, tras tantos dimes y diretes, en el siglo XX Pablo Picasso acabara con la hegemonía del bon goût afirmando: El principal enemigo de la creatividad es el buen gusto.