
La caída del Imperio romano de Occidente
Tras la abdicación del emperador Diocleciano el año 305, comenzó en Roma una guerra civil que se prolongaría hasta la victoria de Constantino I el Grande sobre Licinio, emperador de Oriente, en el año 324. Con este triunfo, Constantino volvió a unificar el Imperio. Ese mismo año trasladó la capital a Bizancio, una ciudad que habían fundado los griegos en la orilla europea del estrecho del Bósforo, en el 667 a. C. La rebautizó Constantinopla –la ciudad de Constantino– y emprendió unas espléndidas obras de remodelación, fortificación y embellecimiento, que duraron hasta el 336. Cuando Constantino inauguró la nueva ciudad en el año 330, antes de que las obras estuviesen terminadas, tenía unos treinta mil habitantes libres y cuarenta mil trabajadores esclavos, la mayoría godos. Un siglo después, los habitantes de Constantinopla sobrepasaban el medio millón.
Tras la muerte de Constantino en el 337, se fueron sucediendo guerras civiles y emperadores hasta que, tras la muerte de Joviano en el 364, el Imperio volvió a escindirse. Teodosio I el Grande, sucesor del emperador de Occidente Valentiniano II, consiguió de nuevo, y por última vez, la reunificación. A su muerte en el 395, sus dos hijos volvieron a dividir el Imperio, esta vez definitivamente. Arcadio se convirtió en emperador de Oriente y Honorio en emperador de Occidente.
El Imperio romano de Occidente, con capital en Rávena desde el 404, duraría menos de un siglo. Terminó sucumbiendo a causa del empobrecimiento general provocado por la mala gestión económica, los repartos gratuitos de trigo, el estancamiento del comercio, la inflación descontrolada, las subidas de impuestos, la excesiva burocratización, el elevado coste del ejército, las continuas guerras civiles, la caída en picado de la natalidad… una letal combinación de factores que favorecieron el éxito final de las sucesivas invasiones bárbaras protagonizadas por pueblos germanos y asiáticos. Se considera el 476 como el año de la caída definitiva del Imperio romano de Occidente. Ese año Odoacro, jefe de los hérulos, destituyó al joven emperador Rómulo Augusto y se proclamó rey de la península itálica. Habían transcurrido mil doscientos veintinueve años desde la fundación de Roma en el 753 a. C.
El Imperio bizantino
En Occidente, la consolidación de los distintos estados bárbaros fue muy rápida. Sin embargo, el Imperio romano de Oriente que, a partir del año 491, siendo emperador Anastasio I, fue conocido como Imperio bizantino, duraría casi mil años más, hasta la toma de Constantinopla por los turcos otomanos en el año 1453. Y fue en esa toma cuando el cañón citado jugó un papel fundamental… pero, mejor, no adelantemos acontecimientos.
A lo largo de un periodo de tiempo tan prolongado, el Imperio bizantino sufrió toda suerte de ataques, pasó por toda clase de vicisitudes y se enfrentó a innumerables desafíos, volviendo a resurgir una y otra vez como el ave fénix de la mitología griega.
El Gran Cisma
En el año 1054 se produjo el Gran Cisma entre las iglesias de Oriente y Occidente cuando el obispo de Roma, san León IX, y el patriarca de Constantinopla, Miguel I Cerulario, se excomulgaron mutuamente. El enfrentamiento entre ambos jerarcas culminó una larga serie de discordias y desencuentros iniciados en el Tercer Concilio de Toledo –año 589– y dividió a la cristiandad en dos mitades irreconciliables hasta hoy, la católica y la ortodoxa.
Casi mil años duró esta excomunión recíproca, hasta que, el siete de diciembre de 1965, el papa Pablo VI y el patriarca de Constantinopla Atenágoras, se levantaron oficialmente aquellas añejas excomuniones del 1054.
El saqueo de Constantinopla
Muchos historiadores señalan el saqueo de Constantinopla por las tropas católicas de la cuarta cruzada, como el acontecimiento que marcó el inicio de la larga decadencia bizantina. En 1202, los cruzados estaban invernando en la ciudad dálmata de Zara –actualmente en Croacia– que acababan de conquistar para Venecia. El futuro Alejo IV, a la sazón pretendiente al trono bizantino, les prometió una suculenta recompensa económica e importantes concesiones si lo acompañaban a Constantinopla y lo ayudaban a reconquistar el poder. En julio de 1203, los cruzados lograron abrir brecha en las murallas de la ciudad, nunca expugnadas hasta entonces, atacando por mar desde el Cuerno de Oro. El emperador Alejo III huyó. El anterior emperador Isaac II, fue liberado de la cárcel y nombrado coemperador con su hijo Alejo IV. Sin embargo, a pesar de subir los impuestos, los coemperadores no pudieron cumplir las promesas hechas a los cruzados, entre otras que el clero ortodoxo acatase la autoridad de Roma y adoptase el ritual latino. Aprovechando el descontento popular, en 1204 el yerno del depuesto Alejo III, llamado también Alejo, encabezó una revuelta que terminó con el encarcelamiento y muerte de los coemperadores. El sedicioso fue entronizado con el nombre de Alejo V. Pero a los cruzados les dio igual el cambio de ordinal, lo que querían era cobrar su deuda a toda costa y decidieron liquidarla saqueando la ciudad. El asalto comenzó en abril de 1204 y, a pesar del gran número de bajas, por segunda vez consiguieron entrar. Durante tres días se emplearon a fondo en saquear, violar, asesinar y destruir palacios, monumentos, bibliotecas, iglesias y monasterios. Nada escapó a su furia criminal. El historiador bizantino Nicetas Coniates nos ha dejado un vívido relato de las atrocidades sin cuento que cometieron los soldados de la cruz. Por fin, tras el reparto del cuantioso botín, se restableció el orden y los cruzados nombraron un emperador católico, el conde Balduino IX de Flandes, que inauguró el llamado Imperio latino con el nombre de Balduino I de Constantinopla.
Poco duró el nuevo imperio. En 1261, el emperador de Nicea Miguel VIII Paleólogo, de la línea sucesoria de Alejo V, lo conquistó y volvió a reconstruir el Imperio bizantino con capital en Constantinopla, aunque en versión reducida. Ya nunca volvería a recuperar su poderío de antaño.
Los almogávares
Tras este nuevo renacer, Bizancio consiguió sobrevivir durante otros dos siglos, a pesar de que un nuevo imperio emergente, el otomano, se aplicaba con obstinación en ir apropiándose un pedazo tras otro.
A comienzos del siglo XIV, la expansión de los turcos otomanos en Anatolia –la región más productiva del imperio– amenazaba ya a la propia Constantinopla. En el año 1301, el ejército imperial dirigido por el príncipe Miguel, fue derrotado en la batalla de Bapheus. Entonces, el emperador bizantino Andrónico II Paleólogo, contrató una compañía de mercenarios almogávares mandada por el antiguo caballero templario Roger de Flor. Los guerreros hispanos –infantería ligera formada por montañeses del reino de Aragón– cumplieron con el encargo sobradamente. Recuperaron Anatolia para el emperador tras derrotar a los otomanos una y otra vez en cuantas batallas se enfrentaron. A pesar de que los combatientes turcos siempre los triplicaron o cuadruplicaron en número, en todas las batallas sufrieron una ingente cantidad de bajas. Los almogávares vencían o morían, sin término medio, y no hacían prisioneros. Tras la batalla, ejecutaban a todo varón mayor de diez años que cayera en sus manos. El quebranto que estos pocos miles de guerreros aragoneses causaron en el potente ejército otomano fue tal, que retrasó la caída del Imperio bizantino casi un siglo y medio.
Pero, al parecer, no fue la gratitud la cualidad más destacada de los bizantinos. El creciente poder que estas victorias otorgaron a los almogávares, despertó los recelos de la nobleza bizantina. Los coemperadores Miguel IX Paleólogo y su padre Andrónico II, decidieron desarbolar a los aragoneses asesinando a sus mandos, en la seguridad de que la tropa, desmandada –nunca mejor dicho– emprendería una retirada precipitada. El cinco de abril de 1305, Roger de Flor junto con cien de los caballeros que constituían la alta oficialidad de su Compañía, custodiados por una escolta de mil infantes, asistieron en Adrianópolis a un banquete organizado por los coemperadores. Miguel IX había dispuesto que les pusieran narcóticos en la bebida y, una vez sedados, fueron todos asesinados por los mercenarios alanos del emperador.

Lejos de desmoralizarse y huir, los almogávares supervivientes se juramentaron para vengar esa matanza, cosa que hicieron tan concienzudamente que ha pasado a la historia como la Venganza catalana. Como primera providencia quemaron sus naves en el puerto de Galípoli, donde estaba su campamento, para conjurar cualquier tentación de huida. El emperador cercó la ciudad con un ejército de treinta mil infantes y catorce mil caballeros y, aunque no consiguió tomarla, sí diezmó las ya menguadas fuerzas aragonesas. El asedio duró de abril a junio de 1305, hasta que los sitiados, cambiando la protección de las murallas por el campo abierto, contraatacaron y consiguieron romper el cerco venciendo a las tropas imperiales. Inmediatamente después, en la batalla de Apros –junio de 1305– los menos de tres mil almogávares supervivientes infligieron una derrota aplastante al ejército del emperador, infinitamente superior en número. Según la crónica del capitán almogávar Ramón Muntaner, mataron a veinte mil infantes y seis mil caballeros bizantinos. Y ello a pesar de que, debido a su escaso número, renunciaron al alcance por miedo a caer en una emboscada. El Imperio ya no se recuperaría de tamaño desastre. Después, habiendo dejado fuera de combate a los ejércitos otomano y bizantino, se dedicaron durante dos años a devastar los territorios imperiales, especialmente Tracia y Macedonia, arrasando todo cuanto encontraban a su paso con una furia desconocida en aquellos lugares. En campo abierto, los almogávares fueron invencibles, pero carecían de infraestructuras y número para asaltar las ciudades amuralladas. Finalmente, sin más villas ni aldeas que expoliar, se trasladaron al interior de la península griega, sintieron la atracción de la vida sedentaria y crearon los ducados de Atenas y Neopatria, que formaron parte de la Corona de Aragón durante casi un siglo.
En aquellas tierras, tanto el folklore como el lenguaje coloquial, han guardado memoria popular de la ferocidad de los almogávares. Así, en los Balcanes, el Katallani es un monstruoso guerrero gigante con el que se asusta a los niños. En Albania, Katalan es sinónimo de monstruo. En Grecia se usa desde entonces la maldición: Que la venganza de los catalanes caiga sobre ti. En Bulgaria, catalán e hijo de catalán son insultos graves. En la Grecia central tienen el refrán: Huir de los turcos para caer en los catalanes. En el Peloponeso, catalana era el peor insulto que se le podía decir a una mujer. Incluso los monjes del sagrado monte Athos, tuvieron prohibida la entrada a los catalanes en su veintena de monasterios hasta que, en el año 2005, el gobierno autonómico catalán financió las obras de restauración del monasterio de Vatopedi con doscientos cuarenta mil euros de los contribuyentes españoles. A cambio, los monjes accedieron encantados a levantar la prohibición.
El creciente acoso otomano
Tras el paréntesis almogávar, el Imperio otomano siguió creciendo a costa del Imperio bizantino que era su principal área de expansión.
En 1347, coincidiendo con una de las frecuentes guerras civiles, una epidemia de peste asoló Bizancio acabando con, al menos, un tercio de su población. Poco después, el emperador Juan V Paleólogo, asfixiado por la presión otomana, tuvo que convertirse en vasallo y tributario del sultán Murad I –1359-1383–.
En 1391 murió Juan V, y su hijo y sucesor Manuel II Paleólogo, rechazó las nuevas exigencias planteadas por Bayaceto, hijo y sucesor de Murad I. Inmediatamente comenzó el asedio otomano a Constantinopla. Duró siete meses de asaltos fallidos, y se levantó a cambio de que Manuel II cediera un distrito de la capital a los mercaderes turcos, aunque tal concesión solo compró la paz durante un lustro. En 1396, Bayaceto volvió a asediar la ciudad, aunque en esta ocasión cambió de estrategia. Ya que las murallas parecían inexpugnables, decidió rendir a los bizantinos por hambre. Su ejército arrasó los campos aledaños y estableció un férreo cerco terrestre. Sin embargo no hizo lo mismo por mar, lo que permitió que la ciudad recibiera alimentos por esa vía. Seis años duró la obstinada resistencia de los bizantinos, hasta que la fortuna quiso premiar su tenacidad. En 1402, un ejército procedente de las estepas de Asia central y acaudillado por Tamerlán, invadió el Imperio otomano por el este. Bayaceto tuvo que levantar el cerco para acudir con su ejército a este nuevo frente, y en Ankara fue derrotado y hecho prisionero.
Una vez más Constantinopla se había salvado, y pudo, además, gozar de un par de décadas de tranquilidad, debido a que los enfrentamientos sucesorios entre los hijos de Bayaceto degeneraron en una guerra civil que, finalmente, ganó Mehmed I en 1413.
Su hijo y sucesor Murad II intentó librarse de Manuel II Paleólogo envenenándolo. Hasta dos veces lo invitó a sendas recepciones junto a otros reyes cristianos, pero en ambas ocasiones, sospechando las intenciones del sultán, el emperador excusó su asistencia. Sin duda, estaba aleccionado por la traición de su antecesor a los almogávares. Contrariado, Murad II volvió a asediar Constantinopla. En 1422 lanzó un ejército de diez mil hombres contra sus murallas, pero el asalto fracasó y el elevado número de bajas obligó al sultán a retirarse. Una vez más Constantinopla se había salvado gracias a sus excelentes defensas.
1451. Comienza el último capítulo
Acuciado por la necesidad, el emperador Juan VIII Paleólogo intentó sacudir la pasividad de los reinos católicos, que preferían ver sucumbir a Bizancio ante el empuje musulmán antes que acudir en auxilio de unos cristianos que se negaban a renunciar al credo ortodoxo y abrazar el católico. Como paso previo a solicitar la ayuda occidental, promovió un concilio ecuménico que, entre 1431 y 1445 celebró sesiones en Basilea, Ferrara, Florencia y Roma. Tanto el emperador Juan VIII como el patriarca ortodoxo de Constantinopla Gregorio III, cumplieron su parte. Reconocieron al papa de Roma –Eugenio IV– como máxima autoridad de toda la Iglesia mediante la bula Laetentur coeli. Sin embargo, ni los influyentes monjes griegos ni la población bizantina aceptaron este acuerdo, provocando tumultos y algaradas que dieron al traste con la juiciosa maniobra de Juan VIII. Los reinos católicos no se dieron por aludidos y la unión oficial de las dos iglesias nunca tuvo consecuencias prácticas, terminando con la caída de Constantinopla. Durante los años siguientes, con prudente previsión, el emperador destinó tantos recursos como pudo a restaurar las murallas de la ciudad. Murió en 1448.
Lo sucedió su hermano Constantino XI Paleólogo, que heredó una capital con menos de cincuenta mil habitantes y una magra flota formada por menos de tres decenas de naves, lo que evidenciaba la decadencia de una ciudad cuya población había llegado a sobrepasar las quinientas mil almas. En contraste, el sultán tenía una flota de cuatrocientos barcos. No obstante, Constantinopla conservaba su formidable sistema defensivo constituido por una triple muralla de ocho metros de altura y dos de grueso, reforzada por trescientos torreones y circundada por un foso de veinte metros de ancho. Esas murallas, desde su construcción en el siglo V por Teodosio II, habían resistido un total de veintidós asedios de persas, germanos, hunos, ávaros, búlgaros y rusos. Solamente habían sido expugnadas por los cruzados en 1204, pero eso había servido para detectar y reforzar los puntos débiles. Y para contrarrestar la superioridad de la flota otomana, el emperador mandó al ingeniero genovés Bartolomeo Soligo, tender una gran cadena de hierro sustentada por boyas de madera, para cerrar la entrada al estuario e impedir a los barcos del sultán entrar en el Cuerno de Oro y atacar ese flanco desde el mar.
En 1451, Mehmed II sucedió a su padre Murad II. Inmediatamente comenzó el último asedio a la capital del Imperio bizantino sin dar opción a negociación alguna. En relación con este empeño, el emperador Constantino XI le escribió una carta en la que decía: Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con palabras halagüeñas, haz lo que quieras; en cuanto a mí, me refugio en Dios y si está en su voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse?… Yo, desde este momento, he cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo posible; tú ejerces tu poder oprimiendo pero llegará el día en que el Buen Juez dicte a ambos, a mí y a ti, la justa sentencia.
Este asedio resultaría ser el definitivo a causa de la curiosa historia de un maestro fundidor húngaro y del descomunal cañón que diseñó.
El herrero húngaro constructor de cañones
La inminencia de la guerra, provocó la reacción de los que temían que sus intereses se vieran dañados. El papa, que seguía albergando la esperanza de que las Iglesias ortodoxas se sometieran a Roma, contrató tres navíos genoveses con armas y provisiones para que socorriesen a Constantinopla, y envió en ellos a trescientos arqueros. Por su parte Venecia, que veía como los otomanos se acercaban de modo inquietante a sus posesiones en el Mediterráneo oriental, mandó ochocientos soldados que se unieron a la colonia veneciana de Constantinopla comandada por Girolamo Minotto. La nutrida colonia genovesa del área de Gálata –que habitaban principalmente en la ciudad de Pera– se declaró neutral, pero algunos de sus ciudadanos atravesaron el estrecho para unirse a los bizantinos. De Génova llegó el afamado militar Giovanni Giustiniani Longo, acompañado por setecientos soldados a bordo de dos galeras, así como media docena de nobles que, avergonzados por la neutralidad de su ciudad, acudieron con una pequeña compañía reclutada y equipada a sus expensas. Por el contrario, en la noche del veintiséis de febrero, siete barcos mandados por Pietro Davanzo, con seiscientos italianos a bordo, escaparon de la ciudad huyendo a través del Cuerno de Oro. De Castilla llegó don Francisco de Toledo, un noble que afirmaba ser primo del emperador. También había unos doscientos aragoneses entre residentes y marinos de un barco anclado en el puerto; capitaneados por su cónsul Pere Juliá, defendieron una sección de las murallas marítimas del Mármara. Y el príncipe Orchán, pretendiente al trono otomano, que había vivido refugiado en Constantinopla desde niño, se puso al servicio del emperador junto con todos los varones de su Casa. En total, sumados a los bizantinos con capacidad de combatir, no llegaban ni a siete mil. Muy pocos para defender veintitrés kilómetros de murallas, y escasísimos comparados con los cien mil soldados turcos —ciento sesenta mil según otras fuentes— ochenta mil de ellos mercenarios profesionales, que el sultán tenía acampados alrededor de la ciudad listos para el asalto. Claro que los bizantinos contaban con sus murallas inexpugnables que los hubieran salvado una vez más, de no ser porque un acontecimiento inesperado vino a cambiar el curso de la historia.
En la corte de Bizancio se presentó un fabricante de cañones llamado Orbón o Urbano. De origen húngaro, Urbano ofreció a Constantino XI sus servicios para forjar el mayor cañón conocido, capaz por sí solo de rechazar a las tropas del sultán. La propuesta resultaba tentadora, pero la gran cantidad de metal necesaria, el elevado número de operarios imprescindibles para la fundición y el alto coste del proyecto, obligaron al emperador a rechazar la oferta.
Urbano se dirigió entonces a la corte de Mehmed II en Adrianópolis y el sultán acogió la propuesta con tanto entusiasmo que, para asegurarse la fidelidad del húngaro, le ofreció un salario cuatro veces superior al que le había pedido a Constantino XI. Mehmed sabía que, desde inicios del siglo XV, la construcción de grandes bombardas estaba revolucionando la guerra de asedio en el occidente europeo, y conocía el gran prestigio que habían adquirido los fundidores húngaros en toda Europa, debido a que la explotación de minas en ese reino había propiciado un notable desarrollo de las técnicas de fundición.
De este Urbano se sabe bastante poco. Se cree que era natural de Brassó –la actual Brasov en Rumanía– una ciudad de Transilvania situada entre el principado de Valaquia y el Reino de Hungría. En Brassó había una colonia alemana, por lo que hay quien le atribuye a Urbano origen alemán. Y no faltan quienes prefieren que fuese valaco. Urbano era católico pero se convirtió al islam, aunque se ignora en qué momento lo hizo. Y esto es todo lo que se sabe del personaje hasta su entrada en escena en el cerco de Constantinopla.
El húngaro no defraudó las expectativas de Mehmed II. Disponiendo de todo el material y los operarios necesarios, al cabo de tres meses de trabajo, en noviembre de 1452, pudo entregar el esperado súper cañón junto con muchos otros de menor tamaño, que formaron el mayor parque artillero de su tiempo. El primer disparo de prueba se realizó junto al palacio del sultán en Adrianópolis, y el proyectil de granito, de unos setecientos kilos, alcanzó kilómetro y medio de distancia y se hundió casi dos metros en tierra. Aunque el cañón de Urbano no se conserva, sí existe uno que se considera copia del anterior, construido en 1464 también en Adrianópolis. Pesa dieciocho toneladas y mide ocho metros, aunque está formado por dos piezas, caña y recámara, que se pueden desenroscar para facilitar su transporte. Sus paredes de bronce tienen un espesor de veinte centímetros. Para cargarlo y disparar necesitaba el trabajo de docenas de artilleros durante tres horas. Es decir que, haciendo turnos y sin descansar, podían realizar como máximo seis o siete disparos al día.
El sultán había construido, en solo cuatro meses, la fortaleza de Bogazquesen, hoy Rumeli Hisar, situada en la parte europea del tramo más estrecho del Bósforo, justamente frente al castillo Anadolu situado en la parte asiática, que habían construido sus antecesores en 1294. De este modo podía bloquear el comercio del mar Negro. En Rumeli Hisar emplazó su nueva artillería y, cuando sus cañones hundieron un navío veneciano que intentaba eludir el bloqueo, todas las potencias del Mediterráneo comprendieron que las reglas del juego habían cambiado. Venecia, Génova, Ragusa y Rodas, se apresuraron a revalidar sus buenas relaciones con el Imperio turco, dejando claro que no iban a acudir en auxilio de Constantinopla a pesar de que la amenaza otomana también se cerniera sobre sus propios intereses.
El asedio
El sultán estaba más que decidido a rentabilizar la inversión que había hecho con el herrero Urbano y ordenó que todos los cañones construidos por el húngaro, incluida la gigantesca bombarda, fueran transportados hasta Constantinopla. Cuentan las crónicas que el gran cañón necesitó sesenta bueyes y doscientos hombres para su transporte, y que avanzaba a la desesperante velocidad de dos kilómetros al día.
El lunes dos de abril de 1453, llegaron los primeros destacamentos turcos a las puertas de Constantinopla. El día cinco llegó el propio sultán protegido por sus tropas preferidas, los jenízaros, e instaló su tienda en el valle del río Lico, a medio kilómetro de las murallas. El día seis, según manda la ley islámica, Mehmed mandó a Constantino un ultimátum que fue rechazado. El día siete, el gran cañón –emplazado cerca de la tienda del sultán que no quería perder detalle del espectáculo– inauguró el fuego artillero en dirección al sector llamado Mesoteichion. En este postrer asedio, unas murallas del siglo V deberían resistir los medios técnicos del siglo XV.

El río Lico penetraba en la ciudad por un canal subterráneo bajo las murallas. El Mesoteichion era la extensión de fortificaciones que atravesaban el valle del rio Lico, entre la Puerta Militar de San Romano, situada doscientos metros al norte de dicho río, y la Puerta Carisia situada al sur. Este era considerado el tramo más vulnerable de las murallas por estar situadas en un terreno más bajo que el circundante, y fue defendido por el propio emperador con sus mejores tropas. Cuando resultó evidente que el sultán iba a concentrar su ataque sobre ese sector, Giustiniani y sus genoveses acudieron a reforzar al emperador.
El ataque se restringió casi exclusivamente al frente terrestre, pues la zona costera del mar de Mármara era una sucesión de arrecifes y bajíos que constituían una buena defensa natural. Además, los torreones de las murallas estaban dotados con cañones, aunque eran de pequeño calibre y contaban con munición escasa. En el Bósforo, la gran cadena impedía la entrada al Cuerno de Oro.
Al cabo de una semana de incesante bombardeo, las murallas comenzaron a ceder bajo los impactos de los grandes cañones, en especial el monstruo de Urbano. Los defensores y los civiles útiles, cada noche cerraban las brechas en las murallas con sacos terreros, toneles llenos de piedras, tablones de madera y parapetos diversos. Para desmoralizar a los sitiados, los otomanos dirigieron su artillería hacia dos pequeñas fortalezas exteriores que fueron demolidas a cañonazos y, una vez rendidos, los supervivientes fueron empalados a la vista de los defensores para que supieran lo que les esperaba.
El doce de abril, los barcos bizantinos rechazaron a la armada turca que intentó forzar el paso hacia el Cuerno de Oro. El dieciocho de abril, dos horas antes del ocaso, el sultán ordenó un ataque a la dañada muralla del Mesoteichion. Fue rechazado, y el veneciano Nicolo Bárbaro, médico de la armada, dejó anotado en su diario que murieron unos doscientos turcos y ningún cristiano. La superioridad de las armas y armaduras bizantinas marcaba la diferencia en los combates cuerpo a cuerpo. El veinte de abril, los tres navíos genoveses enviados por el papa y un navío imperial cargado de grano, tras más de veinticuatro horas de combate ininterrumpido, rompieron el bloqueo turco y lograron pasar gracias a la superioridad de los navíos cristianos, a la mayor pericia de sus tripulaciones, al empleo del fuego griego… y a la suerte de que el viento cambiara de dirección en el momento oportuno.
Mientras que el sultán, desde la costa, contemplaba rabioso la derrota de sus barcos, el bombardeo de las murallas continuaba implacable. El día veintiuno, los cañonazos derrumbaron la gran torre Bactatinia próxima al valle del Lico, y gran parte de la muralla exterior fue destruida. Según las crónicas, si los turcos hubiesen realizado entonces un asalto general, hubiera sido imposible detenerlos, pero ese día no estaba allí el sultán para dar la orden. En cuanto cayó la noche, los sitiados se apresuraron a tapar las brechas.
El sultán, para salvar la cadena, ordenó a sus ingenieros italianos construir un camino de rodadura de doce kilómetros, al norte del asentamiento genovés de Gálata, y mandó arrastrar por él a setenta de sus navíos sobre plataformas rodantes. De esta forma, lograron superar la cadena que les cerraba el paso por mar desde el Bósforo hacia el Cuerno de Oro. La neutralidad de los genoveses de Pera y de sus formidables navíos anclados en el puerto, fue decisiva para el éxito de esta acción. Los bizantinos tuvieron que retirar tropas del frente terrestre para defender este nuevo frente costero.
Con sus barcos en el Cuerno de Oro, el sultán pudo construir un pontón con barriles y tablones, para poder atravesar el estuario de costa a costa. Sujetas al puente fijó unas plataformas flotantes capaces de soportar un cañón cada una. Desde allí, el fuego artillero alcanzaba el interior de la ciudad, concretamente el barrio de Blaquernas, aterrorizando a la población civil. Simultáneamente, el cinco de mayo, los cañones turcos iniciaron el bombardeo por encima de la ciudad genovesa de Pera, contra los barcos cristianos que montaban guardia junto a la gran cadena. La superioridad artillera de los otomanos resultaba abrumadora.
El siete y el doce de mayo, los sitiados lograron repeler sendas acometidas terrestres, incendiar varias torres de asalto en exitosas salidas nocturnas y malograr numerosos intentos de minar las murallas, dirigidos por zapadores serbios al servicio del sultán que eran antiguos mineros de las minas de plata de Novo Brodo. Los sitiados contaban con un experto en minas y contraminas de la compañía de Giustiniani llamado Juan Grant, tal vez escocés o alemán. Pero, a pesar de estos éxitos, resultaba evidente que el desplome de las defensas superaba el ritmo de reconstrucción y que la resistencia bizantina tenía los días contados. Especialmente a partir del quince de mayo, cuando el sultán retiró artillería de otros sectores y la sumó a la que ya tenía en el valle del Lico, convencido de que por allí terminaría entrando en la ciudad. Y como las desgracias nunca vienen solas, las provisiones escaseaban ya de modo alarmante, las rencillas entre genoveses y venecianos iban subiendo de tono, y al agotamiento y el desánimo de los defensores se sumaron los malos presagios. La noche del veinticuatro de mayo la Luna estaba en el plenilunio que precedía a la fase menguante y hubo un eclipse lunar que duró tres horas. Los bizantinos dieron en recordar una antigua profecía según la cual, la ciudad estaría a salvo mientras la Luna estuviese en cuarto creciente. Al día siguiente sacaron a la Virgen en procesión y la imagen cayó estrellándose contra el suelo al tiempo que se desataba una terrible tormenta de truenos, granizo y lluvia torrencial. Los ánimos iban de mal en peor mientras que el estruendo de los cañonazos continuaba resonando sin parar.
Por su parte, el sultán también tenía sus problemas. Los días pasaban y mantener en campaña un ejército tan numeroso tenía un coste inmenso. Tras siete semanas de asedio infructuoso y de bombardeo constante, la oficialidad de su ejército desesperaba y comenzaba a murmurar sobre la ineficacia de las estrategias empleadas. En el ánimo de los turcos pesaba el temor de que, en cualquier momento, llegasen socorros cristianos de Occidente. Y para colmo, a comienzos de mayo, el gran cañón, dañado por el exceso de uso, tuvo que ser reparado y permaneció silencioso hasta el día seis. Así las cosas, el viernes veinticinco de mayo Mehmed envió un ultimátum: si los bizantinos rendían la ciudad respetaría sus vidas y cuantas pertenencias pudieran llevar consigo, o si tributaban cien mil monedas de oro al año, levantaría el cerco. Como había previsto Mehmed, las condiciones resultaron inaceptables. Constantino, que no disponía de esa enorme cantidad de oro ni se fiaba de las promesas del sultán, rechazó ambas ofertas.
En el Consejo celebrado el sábado veintiséis, los consejeros partidarios de ofrecer unas condiciones razonables y levantar el cerco, encabezados por el prestigioso visir Chalil Bajá, presionaron más que nunca. A Mehmed, la idea de desistir ni siquiera se le pasaba por la cabeza, y no le quedó más remedio que precipitar el final del asedio jugándose el todo por el todo. El veintiocho de mayo, dio orden de que sus tropas descansaran, para lanzarlas masivamente al asalto al día siguiente. Después de tres días en los que se había intensificado el bombardeo más que nunca, el tronar de los cañones cesó, y fue sustituido por las campanas de Constantinopla tañendo a la vez durante todo el día.

El asalto final
La madrugada del veintinueve de mayo, antes del amanecer, Mehmed II lanzó a sus hombres contra diversos sectores de la línea de murallas terrestres, para que los defensores no pudieran acudir a reforzar la zona donde tenía lugar el grueso del ataque: las brechas abiertas por el gran cañón en las murallas próximas al río Lico. Simultáneamente, y por idéntico motivo, la flota atacaba las murallas del mar de Mármara y las del Cuerno de Oro. La inmensa superioridad numérica de su ejército le permitía usar esta estrategia.
En la primera oleada mandó a los basibozuks, mercenarios serbios, búlgaros, italianos, húngaros, alemanes, anatolios y turcos, famosos por su indisciplina y brutalidad. El ataque fue numerosísimo, pero se estrelló contra la enconada resistencia bizantina acaudillada por Giovanni Giustiniani Longo. Los atacantes sufrieron una cantidad de bajas enorme, pero el sultán tenía hombres de sobra y había conseguido su verdadero objetivo que era desgastar a los defensores situados entre la Puerta Militar de San Romano y la Puerta Carisia, evitando además que recibieran refuerzos de otras zonas.
Inmediatamente, sin dejar a los sitiados ni un minuto para el descanso, lanzó la segunda oleada a cargo de los regimientos de Anatolia, soldados regulares musulmanes muy bien armados y entrenados. Atacaron con disciplina y tesón siendo rechazados una y otra vez, hasta que un acertado disparo del gran cañón abrió un enorme paso en la barricada, por el que pudieron entrar unos trescientos anatolios. El propio emperador encabezó el contraataque para contener a los turcos mientras los ciudadanos no combatientes reparaban la muralla. La lucha cuerpo a cuerpo fue encarnizada, pero una vez más los bravos defensores lograron rechazar la intrusión y matar o arrojar al foso a todos los anatolios que habían logrado entrar. El resto, desmoralizados, regresaron a sus líneas. Habían transcurrido casi tres horas desde el primer asalto, y los combatientes bizantinos estaban diezmados y exhaustos, aunque no por ello dejaron de reconstruir las barricadas. En el resto de fortificaciones terrestres y marítimas, el ataque tampoco había conseguido ningún avance.
Entonces el sultán, sin dar tiempo a reparar la brecha, lanzó la tercera oleada protagonizada por los temibles jenízaros. Con ellos Mehmed se jugaba su última baza, pues en caso de que también fracasaran, tendría que levantar el asedio. Pero no fue así. Irónicamente, la ciudad cristiana iba a ser tomada por niños cristianos robados a sus familias en los territorios conquistados, y educados en el islam y en la disciplina militar para formar el cuerpo de élite más fanático, adiestrado y efectivo del ejército otomano. Mientras que una lluvia de flechas, jabalinas y piedras impedía a los cristianos reparar la barricada, los jenízaros avanzaron a paso gimnástico, manteniendo la formación a despecho de los proyectiles enemigos. El propio Mehmed los acompañó hasta el borde del foso, y allí permaneció animándolos a gritos. El combate cuerpo a cuerpo fue encarnizado, pero mientras que los jenízaros que caían eran inmediatamente sustituidos por otros que llegaban en oleadas sucesivas, los defensores veían mermar sus fuerzas inexorablemente. En este asalto cayó herido de gravedad el propio Giustiniani Longo quien, a pesar de que el emperador le rogó que permaneciera allí a la vista de su tropa, insistió en ser evacuado. Y ocurrió lo que Constantino había previsto, los genoveses abandonaron la lucha y se retiraron con su capitán, justamente cuando más arreciaba el ataque jenízaro.
Los bizantinos habían perdido a unos de sus mejores aliados, pero aun así siguieron luchando con tesón y valentía hasta que, tras más de una hora de feroz resistencia dirigida por el propio Constantino, vieron ondear la bandera de la media luna en una de las torres próximas al palacio de Blaquernas, mientras los turcos lanzaban gritos de victoria. ¿Qué había sucedido? Inmediatamente Constantino cabalgó a todo galope hacia el sector, acompañado por su primo Teófilo Paleólogo, Juan Dálmata, Francisco de Toledo y un pelotón de soldados, para intentar remediar el desastre que se adivinaba.
¿Quién se ha dejado la puerta abierta?
En el barrio de Blaquernas, en el extremo noroeste junto al Cuerno de Oro, en el ángulo que formaba la muralla costera antes de unirse con la doble muralla de Teodosio, y medio oculta por una torre, había una poterna antigua, la Kerkoporta, utilizada como vía de escape en caso de emergencia. Desde tiempo atrás la pequeña puerta había permanecido tapiada, pero los defensores griegos la volvieron a habilitar para realizar incursiones sobre el flanco turco.
Al parecer, en tan fatídica jornada, tras una de esas incursiones la puerta quedó mal cerrada, y ese incomprensible descuido resultó decisivo para la toma de la ciudad. Un destacamento jenízaro logró colarse por allí, se abrió paso hasta la torre más cercana, arrió la bandera bizantina e izó en su lugar la bandera otomana. El desconcierto de los defensores de la Puerta Militar de San Romano fue tan grande como el entusiasmo de los turcos que peleaban por entrar en la ciudad.
Tras acabar con los jenízaros intrusos con ayuda de los griegos y venecianos encargados de la defensa en ese sector, el emperador y sus acompañantes volvieron al Mesoteichion donde el escenario había dado un vuelco radical. En la zona entre muros, sus desmoralizados soldados habían sido masacrados y los jenízaros, dueños ya de la situación, penetraban por las calles de la ciudad sembrando el terror.
Allí mismo Constantino XI Paleólogo, Teófilo Paleólogo, Francisco de Toledo, Juan Dálmata y un puñado de soldados, encontraron la muerte protagonizando el último contraataque del ejército romano. Con ellos desapareció definitivamente una civilización única e irrepetible, helénica, romana y cristiana, que ya no volverá a resurgir nunca más.
Epílogo
Esa misma tarde, Mehmed II entró en la ciudad junto a sus generales Zaganos Pasha y Mahmud Pasha. Inmediatamente ordenó que la catedral de Santa Sofía fuera convertida en mezquita, al tiempo que autorizaba que, como había prometido, sus tropas se entregaran al saqueo durante tres días. Acabado el plazo, permitió a los pocos bizantinos supervivientes que no habían sido vendidos como esclavos, que siguieran habitando en la ciudad en calidad de súbditos, bajo la autoridad de un nuevo patriarca nombrado por él mismo.
El húngaro Urbano falleció durante el asedio junto con una dotación de artilleros, a causa del estallido de uno de sus cañones; un accidente relativamente corriente en la época. Probablemente, nunca imaginó que dirigirse a Adrianópolis para venderle su proyecto al sultán Mehmed II tendría consecuencias tan transcendentales en la historia de Occidente. Su gran cañón, principal responsable de la caída de Constantinopla, había quedado tan dañado que fue fundido y sirvió para fabricar cuarenta y dos cañones de menor tamaño, que reforzaron aún más la superioridad artillera del ejército otomano.
Así desapareció el último reducto del Imperio romano. Habían transcurrido dos mil doscientos seis años desde la fundación de Roma y mil ciento veintinueve desde la refundación de Bizancio por Constantino el Grande.
La cultura clásica fue barrida por el empuje belicoso y destructor de los musulmanes turcos. Solo se salvó la parte que un buen número de exiliados bizantinos llevaron consigo a la península itálica, sembrando allí las semillas del humanismo clásico cuyo fruto sería el Renacimiento, el redescubrimiento del arte y la cultura de las antiguas Grecia y Roma. Gracias a ellos, los italianos recuperaron el interés por la filosofía de Platón y de Aristóteles, además de animarlos a leer el Nuevo Testamento en griego, la lengua en la que había sido escrito originalmente.
Sin embargo, a pesar del testimonio de aquellos refugiados bizantinos sobre la opresión islámica, a pesar de que el islam había clausurado definitivamente la trascendental Ruta de la Seda y a pesar de que sobre Occidente se cernía la amenaza turca de manera inquietantemente peligrosa, primaron los intereses particulares sobre el interés general de toda la cristiandad. Al cabo de unos días de la caída de Constantinopla, Génova envió a sus embajadores para llegar a un acuerdo con el sultán, otro tanto hicieron los florentinos y, a inicios de 1454, la república de Venecia ya había suscrito un pacto con los turcos, la nueva gran potencia del Mediterráneo oriental que continuó su expansión hacia el oeste hasta que España le paró los pies en la batalla de Lepanto… pero esa es ya otra historia.