La radicalización del igualitarismo deriva en injusticia

Cuando yo moceaba, y ya desde los lejanos tiempos en que los Homo habilis empezaron a fabricar herramientas, las cosas estaban muy claras: los buenos eran los que cumplían las normas y recibían por ello elogios y premios, los malos eran los que no las cumplían y recibían a cambio reprimendas y castigos. Y, por supuesto, cada cual era responsable de sus actos. A nadie se le pasaba por la cabeza culpar de sus acciones, buenas o malas, al entorno social ni a la economía de mercado ni a la familia ni a la conjunción astral ni al lucero del alba.

Sin embargo, en las últimas décadas, esta concepción del bien y del mal, del premio y del castigo, ha dado un giro copernicano. Paso a paso, sin prisa pero sin pausa, el progresismo rampante ha ido imponiendo su propia ortodoxia, al tiempo que la ingeniería social de la izquierda, ejercida desde el poder, ha conseguido que la mayoría acepte los preceptos del credo socialista como si de verdades reveladas se tratara.

Hoy, la bondad tradicional ha pasado de moda. Los buenos se avergüenzan de serlo y tratan de disimular su humanidad, cuando no de ocultarla. En su lugar, esa caricatura progre de la bondad que es el buenismo, se ha convertido en un valor social que cotiza al alza. Ese buenismo del cual, el escritor Edu Galán en su libro EL SÍNDROME DE WOODY ALLEN (2020), dice: La izquierda es paternalista e infantil… psicologista y bobaNo soporto la estupidez buenista, que es de una maldad incalculable.

Paralelamente se lleva lo maligno, la maldad está bien vista por un importante sector social a condición, claro está, de que el malo se declare de izquierdas, pues en tal caso sus maldades son actos revolucionarios al servicio de la transformación social. Así, una mala acción llevada a cabo por un individuo con una cruz gamada tatuada en el cogote, merece total reprobación y severísimo castigo. En cambio, idéntica acción ejecutada por un fulano con la hoz y el martillo en su indumentaria, es disculpable e incluso loable. Los malos políticamente correctos, los que antaño se denominaron subversivos y hoy se dicen antisistema, presumen de su vileza y la exhiben con orgullo en la seguridad de que sus maldades gozan de impunidad y del reconocimiento de una parte importante de la sociedad.

Este es el caldo de cultivo sociopolítico en el que surgió esa aberración moral, social y jurídica que es el castigo preventivo. El castigo preventivo constituye el más acabado producto de ese cierto concepto de igualitarismo radical, ramplón, fulastre, miserable, alienante… cuya última manifestación consiste en regalar el título académico a todos los estudiantes, sea cual sea el número de asignaturas que hayan suspendido. Así, como está mal visto castigar las malas acciones de un fulano concreto por si acaso es de adscripción izquierdosa y, consecuentemente, goza de impunidad, se castiga a la totalidad de la población imponiendo normas punitivas que alcanzan a todos por igual, incluido el fulano en cuestión, eso sí. Es decir que se castiga a todos los usuarios de un determinado bien o servicio, en vez de castigar a los infractores y dejar tranquilos a los demás. Es lo que sucede con las bandas sonoras que, desde hace unos años, han proliferado en las calzadas de pueblos y ciudades por toda la geografía española. Como hay algunos conductores que no respetan los límites de velocidad en travesías donde esta infracción resulta especialmente peligrosa para los peatones, en vez de sancionar implacablemente a los infractores y respetar a los cumplidores, se castiga a todo el parque automovilístico con unas bandas sonoras que atentan contra el bienestar de los viajeros y contra la integridad de los vehículos. En esto consiste la concepción progre de la justicia: si hay un estudiante que suspende, se les da el título a todos; si hay un conductor que sobrepasa los límites de velocidad, se sanciona a todos los conductores por igual. Parece un desvarío y realmente lo es, aunque nos hayamos acostumbrado a soportarlo. Es algo tan arbitrario e insensato como si nos obligaran a tomar antibióticos a todos los habitantes de una localidad cada vez que un vecino contrae una infección bacteriana. Sin embargo, los ciudadanos españoles, convenientemente adiestrados en el acatamiento de lo políticamente correcto, no protestamos, lo aceptamos sin chistar. Incluso a la inmensa mayoría les parece bien.

Con el paso del tiempo, los castigos preventivos se han ido multiplicando. Uno de los más extravagantes fue el canon digital que obligaba a todos los compradores de medios de almacenamiento a pagar una tasa para la SGAE, por si acaso alguno los usaba para copiar música, por si acaso esa música tenía derechos de autor y por si acaso ese autor estaba representado por la SGAE. Y uno de los más injustos y abusivos es la limitación de pagos en efectivo. Como algunos ciudadanos utilizan los pagos en efectivo para cometer delitos fiscales, nos castigan a todos prohibiéndonos pagar con billetes de curso legal avalados por el Banco de España. ¿Se puede concebir mayor disparate? ¡Ah! y de paso nos obligan a utilizar unos servicios bancarios que no son gratuitos. ¿Será casualidad que todo castigo preventivo, aun perjudicando a muchos siempre beneficie a unos pocos?

Lamentablemente, es en estos tiempos de pandemia y chaladura cuando se ha disparado el uso y abuso del castigo preventivo. ¡Cuán cierto es que las desgracias nunca vienen solas! Ahora que la dolosa incompetencia del Gobierno ha alcanzado la cota de lo sublime; ahora que la culposa ineptitud del Ministerio de Sanidad ha roto la barrera del sonido; ahora que los responsables autonómicos andan como pollos sin cabeza poniendo y quitando medidas sin ton ni son, compitiendo en creatividad e insensatez; ahora es cuando toda esa caterva de autoridades torpes y arbitrarias que disfruta el dinero de nuestros impuestos, echa mano del castigo preventivo como si fuera el único remedio posible para prevenir los contagios. Si algunos ciudadanos se pasan las normas de profilaxis por el forro de sus caprichos ¿se les sanciona con multas disuasorias? No, eso nunca, se castiga a toda la población sometiéndola a arresto domiciliario. Si los botellones disparan los contagios ¿se persigue a esos rebaños de jóvenes borrachos que atruenan nuestras madrugadas y se les imponen sanciones ejemplares? No, eso nunca, se castiga a toda la población imponiéndole toque de queda. Así, ya de paso, se arruinan los establecimientos de hostelería que, por motivos que se me escapan, se han convertido en los chivos expiatorios de todas las culpas.

Lo que más sorprende de todo esto es la docilidad bobina con la que los ciudadanos de bien que cumplimos las normas y pagamos nuestros impuestos, aceptamos un atropello tras otro e incluso defendemos la necesidad de su aplicación. ¿Nuestra libertad secuestrada por el totalitarismo gubernamental padece síndrome de Estocolmo? ¿Nuestra inteligencia alienada por los medios de comunicación subvencionados padece insuficiencia intelectual? ¿Nuestra ética subvertida por la corrección política padece inmoralidad crónica?


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