Premonitoriamente, Antonio de Herrera y Tordesillas (1549—1626) en su obra HISTORIA GENERAL DE LOS HECHOS DE LOS CASTELLANOS EN LAS ISLAS Y TIERRA FIRME DEL MAR OCÉANO QUE LLAMAN INDIAS OCCIDENTALES, abreviadamente conocida como DÉCADAS DE HERRERA (compuesta por cuatro volúmenes publicados entre 1601 y 1615), dijo: …porque temo que los hechos heroicos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano sean negados por nuestros enemigos.
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Metafóricamente, se dice que las corrientes marinas son ríos que se desplazan en el seno de la masa de agua de mares y océanos. Lo que delimita estos “ríos” del agua circundante son las diferencias de temperatura y de salinidad, y su desplazamiento se debe a diversas causas: movimientos de rotación y traslación terrestre, régimen de vientos, estructura de las costas… Las corrientes marinas superficiales tienen una considerable influencia en la navegación a vela, por lo que tuvieron gran importancia en la Era de las Grandes Navegaciones. En el océano Atlántico, la más larga y caudalosa es la del Golfo, una corriente rápida y superficial que desplaza una enorme masa de agua cálida desde el golfo de México hacia el noreste del Atlántico. Antes de llegar a Irlanda se divide en dos ramas, una que gira hacia el sur en dirección a las islas Canarias, y otra que sigue hacia el norte y se subdivide en ramales que se dirigen hacia Groenlandia, mar de Islandia y Noruega.
La corriente del Golfo fue descubierta en 1513 por Juan Ponce de León. Sin embargo, ya con anterioridad, los navegantes españoles habían experimentado con asombro la existencia de una fuerza superior a la de los vientos capaz de arrastrar las embarcaciones. Pedro Mártir de Anglería (1456—1526), en su monumental obra DE ORBE NOVO DECADES OCTO, más conocida como DÉCADAS DEL NUEVO MUNDO (ocho grupos de diez libros cada uno, publicados en latín entre 1511 y 1550), recoge la experiencia de Bartolomé Colón en las costas de La Española, en fecha tan temprana como 1497:
El Adelantado (Bartolomé Colón) ordenó levar anclas, abrir velas y navegar a alta mar. Su asombro fue redoblado cuando ellos observaron que, sin remos ni el empleo de ninguna fuerza humana, el inmenso barco volaba sobre la superficie del agua. Fue un soplo de viento de tierra lo que favoreció esta maniobra, y lo que más asombró fue ver que el barco avanzaba moviéndose primero a la derecha y después a la izquierda, conforme a la voluntad del capitán.
Juan Ponce de León y Figueroa (1460—1521) fue un noble español de escasa hacienda al que le tocó vivir un tiempo cuajado de acontecimientos extraordinarios. Fue paje de Fernando el Católico y militar profesional durante diez años durante los cuales participó en la conquista de Granada. Después, pudo haberse conformado con una vida tranquila y modesta, pero prefirió seguir interviniendo activamente en todos aquellos aconteceres que cambiaron para siempre la historia de España y del mundo. En esa etapa había adquirido una pericia militar que le sería de gran utilidad más adelante. No está claro si viajó a América con el segundo viaje de Colón en 1493 o con Nicolás de Ovando en 1502. Lo que sí sabemos es que, ese mismo año, para sofocar una rebelión en la zona oriental de La Española, el gobernador Ovando nombró a Juan de Esquivel capitán general de las fuerzas españolas y de indios aliados, y que Juan Ponce de León iba como capitán de la tropa de Santo Domingo. En esta guerra, Ponce demostró una gran competencia y sería recompensado por ello. Pacificado el territorio, Ovando mandó construir dos ciudades, Santa Cruz de Aycayaguna y Salvaleón de Higüey. Puso esta última bajo la autoridad de Ponce de León y le entregó tierras a la orilla del río Yuma y encomienda de indios. Ponce trajo desde Santo Domingo a su mujer, una india que había adoptado el nombre cristiano de Leonor, y a sus hijos. Se enriqueció gracias a algún oro que encontró en sus tierras, a la ganadería y, sobre todo, al cultivo de yuca, pues con las raíces de esa planta local se elaboraba un “pan de yuca” muy cotizado entre los navegantes porque era sabroso y se conservaba muy bien en los barcos. Además, su negocio era favorecido por la circunstancia de que, en el puerto de Yuma, junto a la desembocadura del río, los navíos españoles hacían la última escala de aprovisionamiento antes de cruzar el Atlántico. Pero Ponce de León no era precisamente un hombre sedentario al que le atrajera la vida hogareña, sino todo lo contrario. En 1508, con el permiso real y el beneplácito del gobernador, organizó y financió una expedición a Borinquén —San Juan Bautista, actualmente Puerto Rico—. La tomó sin dificultad a pesar de que contaba únicamente con cincuenta hombres, porque supo hacer su aliado al cacique más poderoso de la isla, Agüeybaná. En la capitulación firmada con el gobernador Ovando, se comprometía, entre otras cosas, a: …hacerse amigo de los indios, a no abusar de los indígenas… Fundó la ciudad de Cáparra, actual San Juan, y en 1509 fue nombrado gobernador de la isla. Sin embargo, el sucesor de Agüeybaná, Güeybaná o Agüeybaná II, era enemigo de los españoles y levantó a los indios contra ellos. En una primera oleada de ataques por sorpresa, mataron a la mitad de los colonos y soldados españoles. Ante la desproporcionada inferioridad numérica, Ponce optó por la guerra de guerrillas. Organizó grupos que lanzaron continuos ataques por sorpresa, rápidas incursiones a caballo y emboscadas. Finalmente, tras una dura y cruenta lucha, lograron vencer a los nativos en la batalla de Yagüeca. El ingenio y la audacia de Ponce de León habían logrado salvar una situación desesperada. Pero, entre tanto, la reclamación presentada por Diego Colón ante el Consejo Real impugnando los nombramientos de Fernando el Católico, había obtenido una sentencia favorable. Como consecuencia, en 1511 Diego Colón sustituyó a Nicolás de Ovando en el gobierno de las Indias; destituyó a Ponce de León del cargo de gobernador de Borinquén y le confiscó parte de sus bienes. Ponce, para reponerse de este revés, solicitó y obtuvo del rey Fernando el título de adelantado para explorar los mares y tierras situados al norte de Cuba. Volvió a La Española y fletó dos carabelas: la Santiago, pilotada por Antón de Alaminos y capitaneada por Diego Bermúdez, y la Santa María de la Consolación, mandada por Juan Bono de Quejo. Desde Yuma se dirigieron al fondeadero de San Germán, en Puerto Rico, donde se les unió el pequeño bergantín San Cristóbal, idóneo para explorar islotes y calas de aguas poco profundas. Lo capitaneaba Juan Pérez de Ortubia. Con estas tres naves, en la primavera de 1513 inició Ponce su nueva aventura: buscar la isla de Bímini de la que había oído hablar mucho a los nativos. Partieron el veintisiete de marzo, Domingo de Resurrección, y avistaron tierra el dos de abril. Creyeron que se trataba de una isla muy grande, pero en realidad era una península a la que Ponce llamó La Florida en honor a la festividad de la Pascua Florida, aunque, según el historiador Herrera, la exuberante vegetación del territorio fue decisiva para la elección del nombre. Navegando hacia el sur por la costa oriental de la península, bordeando los cayos, notaron una corriente que les impedía avanzar e incluso los hacía retroceder a pesar de tener todas las velas desplegadas y un suave viento de popa que los impulsaba. Era el veintidós de abril de 1513 y acababan de descubrir la corriente del Golfo. De todo ello dejó Ponce cumplida constancia en el cuaderno de bitácora. El historiador Antonio de Herrera, que tuvo acceso a dicho cuaderno, lo relata así en la obra antes citada: Una corriente tal que, aunque había un gran viento, no avanzaban, sino que retrocedían seriamente. Finalmente tuvieron que reconocer que la corriente era más fuerte que el viento. El día ocho de mayo, cuando doblaron el extremo sur de Florida al que llamaron cabo de Corrientes, Ponce anotó: Pues el agua fluía tan rápidamente que tenía más fuerza que el viento, y no permitía a los navíos avanzar, aunque habían izado todas sus velas. Esta es la primera observación registrada de la corriente del Golfo. A finales de julio llegaron a las islas de la Bajamar —actuales Bahamas— donde suponían que estaba Bímini, pero las aguas poco profundas del archipiélago impedían entrar a las carabelas. Tuvieron que soportar la beligerancia de los indígenas cada vez que hacían aguada, y varias tormentas consecutivas los obligaron a regresar a Puerto Rico. Todos menos el bergantín. Era el diecisiete de septiembre de 1513, cuando Ponce encargó al capitán Juan Pérez de Ortubia y al piloto Antón de Alaminos que continuaran con la misión; y así lo hicieron durante cuatro meses más. En aquella nueva exploración, el capitán y su experto piloto Alaminos, demostraron toda su pericia y conocimiento de la navegación. Fueron capaces de bordear la península de Florida en dirección oeste, es decir, volviendo sobre sus pasos, a pesar de la fuerte corriente del Golfo que Alaminos tuvo ocasión de estudiar con detenimiento. Así pudo comprender la importancia y el alcance de aquel descubrimiento que iba a facilitar grandemente la navegación de regreso a España. El San Cristóbal llegó a Puerto Rico a mediados de febrero de 1514, tras haber descubierto Bímini. En 1521, Juan Ponce de León fue herido por una flecha envenenada en un enfrentamiento con los indios de Florida. Pudo regresar a La Habana, pero murió a los pocos días.
Antón de Alaminos, natural de Palos de la Frontera, viajó a América como grumete en el cuarto viaje de Colón (1502-1504) y con él aprendió el oficio de marinero y de maestre (responsable del gobierno económico de la nave después del capitán). Los grumetes de la época tenían entre doce y dieciocho años, por eso sabemos que debió de nacer entre 1484 y 1490. La segunda presencia documentada de Antón de Alaminos, ya como piloto, es en la mencionada expedición de Juan Ponce de León. A mediados de febrero de 1519, Alaminos, ya con el título de piloto mayor, viajó en la expedición al continente que Hernán Cortés emprendió sin el consentimiento del gobernador de Cuba, Diego Velázquez. En julio de 1519, Alaminos recibió de Cortés el encargo de transportar a España el quinto real del tesoro de Moctezuma que los procuradores Francisco de Montejo y Alonso Hernández Portocarrero debían entregar al rey Carlos I. Llevaban la primera de las cartas de relación escritas por Cortés al rey, en la que solicitaba la gobernación de Tierra Firme en torno a la Rica Villa de la Vera Cruz. En ella habla del piloto Alaminos:
Y el uno de los dichos armadores fue por capitán del armada, llamado Francisco Fernández de Córdoba, y llevó por piloto a un Antón de Alaminos, vecino de la villa de Palos. Y a este Antón Alaminos trujimos nosotros agora también por piloto, lo enviamos a Vuestras Reales Altezas para que dél Vuestras Majestades puedan ser informados.
El día veintiséis, Alaminos zarpó del puerto veracruzano de San Juan de Ulúa. Conocedor del rencor que el gobernador Diego Velázquez le tenía, Cortés les ordenó no hacer escala en Cuba. Pero Francisco Montejo convenció al piloto de que, en el norte de la isla, en la bahía de Marien —actualmente Mariel— donde Montejo tenía una hacienda, podrían aprovisionarse y seguir viaje sin que se enterase el gobernador. No fue así. Velázquez fue informado de su presencia e, inmediatamente, envió dos navíos rápidos y bien armados con la orden de capturarlos. Alaminos tuvo que huir a toda prisa y aprovechó la corriente del Golfo, que tan bien conocía, para dejar atrás a sus perseguidores: costeó La Florida hacia el norte impulsado por la corriente y, sobrepasadas las islas Bermudas, viró hacia el este rumbo a España. Llegó a Sanlúcar de Barrameda en un tiempo récord, a mediados de octubre de 1519. Se cree que Alaminos murió poco después. Aquel viaje inauguró la ruta oceánica que, a partir de entonces y durante siglos, utilizaron sistemáticamente los navíos españoles en su tornaviaje a España desde el Nuevo Mundo. Además de acortar la duración de la travesía, evitaba el mar de los Sargazos —descubierto por Cristóbal Colón en su primer viaje— y sus aterradoras calmas chichas causadas por el anticiclón de las Azores. Y, aunque entonces no lo sabían, al acortar el tiempo de viaje evitaban la posibilidad de contraer la temida peste del mar: el escorbuto.
Como es natural, un descubrimiento tan importante fue guardado en absoluto secreto. Las primeras cartas marinas que describían el curso de la corriente y que memorizaban los navegantes españoles, fueron guardadas con tanto celo que aún no se ha encontrado ninguna, aunque se sabe que existieron. Durante siglos, fue objetivo prioritario para ingleses, holandeses y franceses, capturar un piloto español que conociera las rutas. Nunca lo consiguieron.
Hubo que esperar hasta 1665 para que se diese a conocer sin restricciones el primer mapa en el que figuraba la corriente del Golfo perfectamente cartografiada. Lo publicó el jesuita Atanasio Kircher (1602—1680) en su obra MUNDUS SUBTERRANEUS, pero se trata de un trabajo científico dedicado fundamentalmente a temas geológicos relacionados con la estructura interna de la Tierra, por lo que no despertó el interés de los navegantes.
En todo caso y a pesar de tanto secreto, es posible que hubiera alguna filtración porque, al parecer, en el siglo XVII, los navegantes franceses que viajaban a Francia desde las colonias francesas de Norteamérica también conocían y utilizaban la corriente del Golfo. Eso es, al menos, lo que nos cuenta Bruno Voituriez en LA CORRIENTE DEL GOLFO (Ediciones UNESCO, Paris 2006; disponible en https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000148254/PDF/148254spa.pdf.multi). Voituriez nos explica que los navegantes que volvían a Francia desde la Luisiana, seguían la corriente hasta mucho más al norte, hasta los bancos de Terranova, antes de girar hacia el este rumbo a Europa, siguiendo ya la misma ruta que los colonos franceses de Canadá. Uno de esos navegantes, Marc Lescarbot (1570—1641), relató su viaje al Nuevo Mundo en 1606-1607 en la obra HISTOIRE DE LA NOUVELLE-FRANCE (1609). En ella dejó constancia del contraste térmico entre las aguas cálidas de la corriente del Golfo y las frías de la corriente del Labrador:
He hallado algo sorprendente de lo cual deberá ocuparse un filósofo de la naturaleza. El 18 de junio de 1606, a 45° de latitud y a una distancia de seis veces veinte leguas al este de los bancos de Terranova, nos encontramos en medio de un agua muy caliente aunque el aire estaba frío. Pero el 21 de junio, repentinamente, fuimos presa de una bruma tan fría que parecía que estuviésemos en enero, y el mar estaba también extremamente frío.
Realmente, en esta cita alegada por Bruno Voiturez —en el libro mencionado— para fundamentar su hipótesis, no se evidencia en modo alguno que Marc Lescarbot y sus acompañantes supieran que esos fenómenos térmicos, que tanto les sorprendieron, se debieran a las corrientes marinas. Todo lo contrario en realidad, puesto que Marc Lescarbot reclama la ayuda de un filósofo de la naturaleza para que les busque explicación.
En el siglo XVIII, los pescadores de las colonias británicas en Norteamérica sí tenían un conocimiento de la corriente del Golfo y de sus características adquirido en la práctica de su oficio. Así, por ejemplo, los balleneros que operaban desde Terranova hasta las Azores, habían observado que a las ballenas no les gustan las aguas cálidas de la corriente y suelen mantenerse en los bordes. Estos conocimientos se transmitían oralmente entre los marinos y, de este modo, capitanes mercantes coloniales que se habían formado en los barcos balleneros, supieron modificar sus rutas para ganar casi dos semanas en el trayecto de Gran Bretaña a Norteamérica.
Los únicos que no pillaban el paso ni con un tambor, los más torpes de la clase, los que mediada la segunda mitad del siglo XVIII aún no se habían enterado de nada, eran los marinos británicos. En 1769, la oficina de Aduanas de Boston se quejó a las autoridades británicas de que los navíos británicos tardaban un promedio de dos semanas más que los navíos mercantes americanos en el trayecto de Inglaterra a Nueva Inglaterra. Este retraso afectaba al correo: las cartas de Inglaterra a América tardaban dos semanas más en llegar que las de América a Inglaterra. A la sazón, Benjamín Franklin era el Director General de Correos de Nueva Inglaterra, y sobre él recayó el encargo de buscar la causa. Franklin hizo lo que aconseja el sentido común en estos casos, preguntarle a un experto; y nadie mejor que su primo Timothy Folger, capitán de navío y antiguo ballenero. Folger le aclaró que con frecuencia habían intentado explicar a los británicos los errores de su derrota, pero los marinos de su Graciosa Majestad eran demasiado engreídos para recibir lecciones de unos simples pescadores coloniales. Estas son sus palabras recogidas por Franklin:
Pasando de un borde al otro de la corriente, no era raro que encontráramos a los navíos ingleses en el medio luchando contra ella, y que les hablásemos. Les informamos que luchaban contra una corriente de tres nudos y que harían mejor en atravesarla, pero ellos son demasiado competentes para aceptar los consejos de simples pescadores americanos.
Franklin y Folger, elaboraron una carta de la corriente del Golfo en 1770. Franklin la hizo imprimir y envió copias a las autoridades británicas, acompañadas de unos detallados consejos de su experto primo, para que las distribuyeran entre los capitanes que hacían la travesía del Atlántico. Pero no le hicieron ningún caso. Tanto el almirantazgo como los capitanes británicos rechazaron la información de ese americano de las colonias, con el necio argumento de que el camino más corto es también el más rápido. Los marinos más torpes e ignorantes que recorrían los mares, eran también los más soberbios y petulantes. Franklin intentó hacer cambiar de opinión a las autoridades marítimas británicas hasta que, en 1775, cuando estalló la guerra de Independencia de las colonias americanas de Gran Bretaña, cesó en sus intentos para no favorecer al enemigo. En 1785, el ya estadounidense Benjamin Franklin dirigió una larga carta al médico Alphonsus le Roy (disponible en: A Letter from Dr. Benjamin Franklin, to Mr. Alphonsus le Roy, Member of Several Academies, at Paris. Containing Sundry Maritime Observations http://www.jstor.org/stable/pdf/1005200.pdf) en la que hablaba de una amplia variedad de temas marítimos y exponía sus conocimientos sobre la corriente del Golfo así como el mapa dibujada por él. En 1786 fue publicada en el boletín de la American Philosophical Society de Filadelfia con el título SUNDRY MARITIME OBSERVATIONS. Por fin, en los prolegómenos del siglo XIX, la marina británica se dio por enterada y empezó a disfrutar las ventajas de conocer y utilizar la corriente del Golfo en las navegaciones transatlánticas. Los marinos españoles venían haciéndolo desde casi cuatro siglos antes… ¡Cuatro siglos, cuatro!
Naturalmente, la historiografía anglosajona atribuye el descubrimiento de la corriente del Golfo a Benjamin Franklin. Dado su acreditado adanismo, no podía ser de otro modo. Y si algún historiador un poco menos mendaz que los demás, menciona a Ponce de León, lo hace de pasada y se apresura a añadir que todo el mérito cartográfico y científico corresponde a don Benjamin. Así, en la gran mayoría de las publicaciones que hablan sobre el tema, podemos encontrar perlas como esta de Steven Johnson (THE INVENTIOS OF AIR, Turner Publicaciones S.L., Madrid 2010): El ensayo de Franklin sobre DIVERSAS OBSERVACIONES MARÍTIMAS, como modestamente lo tituló, contenía la primera prueba empírica de la corriente del Golfo. O esta otra de Bruno Voiturez en el libro ya mencionado: Con Franklin, la corriente del Golfo se transformó en un objeto científico, pasó de ser un nombre común a ser un nombre propio. Eduspace, de la European Space Agency, ilustra su breve reseña con el mapa de Franklin, no con el de Atanasio Kircher. Etc.
Una vez más, la damnatio memoriae decretada por los enemigos de España, funcionando a pleno rendimiento. Y, a todo esto, ¿a qué esperan los historiadores españoles para poner las verdades históricas en su sitio? Pues… ¡ellos sabrán!
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