Sudáfrica, 1924. Un equipo de antropólogos formado por el australiano Raymond Dart, el keniata británico Louis Leakey, y el sudafricano Robert Broom, descubrieron en la localidad de Taung, Transvaal, unos restos fósiles consistentes en el cráneo de una criatura de tres años con características claramente intermedias entre chimpancé y humano. Lo llamaron “El niño de Taung”. Dart proclamó inmediatamente que habían encontrado al primer homínido, al eslabón perdido predicho por Darwin, que establecía la conexión evolutiva entre nuestra especie y el resto de los primates. Lo llamó “Australopithecus africanus” que significa mono austral africano. Sin embargo nadie le hizo el menor caso. La comunidad científica lo ignoró porque el primer homínido, el fundador de nuestra especie, el ansiado eslabón perdido, ya había sido encontrado, y era… ¡británico, naturalmente! Inglés del sur de Inglaterra, concretamente de Sussex. Un lugar mucho más razonable que África para que se iniciara la aventura evolutiva de “Homo sapiens”; o eso creían los ingleses de entonces. Para ver reconocido su descubrimiento, Dart tendría que esperar a que, en los años cincuenta, su compañero Broom encontrara nuevos restos de “Australopithecus africanus” en varias cuevas de Transvaal, especialmente un cráneo adulto muy bien conservado que terminó de convencer a los más reticentes.
Raymond Dart y su equipo tuvieron la mala suerte de que su descubrimiento se produjera doce años después del realizado por un abogado y paleontólogo aficionado, llamado Charles Dawson. Fue el primer resto fósil de homínido aparecido por fin en las islas británicas, cuando ya se habían encontrado numerosos fósiles humanos en el resto de Europa y, sobre todo, en África.
En una conferencia pronunciada en 1912 ante la Sociedad Geológica de Londres, Dawson explicó que, en una cantera próxima a Piltdown Commons (Sussex), se habían desenterrado varios fragmentos de cráneo y media mandíbula inferior rota, mezclados con huesos de mamíferos extinguidos, en estratos correspondientes al Pleistoceno. En la misma conferencia intervino el brillante anatomista y conservador del Museo Británico de Historia Natural, Arthur Smith Woodward, quien corroboró el relato de Dawson y, con su prestigio personal, le proporcionó un aval científico concluyente.
Dawson presentó a la audiencia una reconstrucción en escayola del aspecto que, en su opinión, debía ofrecer la criatura en vida: un cráneo globular voluminoso con frente amplia, pero con una mandíbula inferior simiesca desprovista de mentón. Casualmente plasmaba con sorprendente fidelidad, la idea comúnmente aceptada sobre cómo debía de ser el eslabón perdido: un gran encéfalo pero unos rasgos faciales todavía muy similares a los simios. Exactamente lo contrario de lo que los descubrimientos posteriores han demostrado. Y como la modestia no debía de ser la mayor de sus virtudes, lo llamó “Eoanthropus dawsonii”, es decir, hombre primigenio de Dawson.
No se habían encontrado los caninos, pero Woodward, emulando a Darwin, predijo que cuando apareciesen, tendrían forma de colmillo. Y en efecto, como si todo estuviese dispuesto para salir a pedir de boca, unos meses después el canino apareció; lo encontró el sacerdote y científico francés Pierre Teilhard de Chardin que colaboraba como voluntario en las excavaciones de Piltdown, y resultó ser exactamente igual al predicho por Woodward: apuntado, prominente y con la misma forma que los de los simios antropoides.
En realidad todo era falso, un alevoso e inteligente montaje, el mayor fraude científico perpetrado hasta la fecha. A día de hoy aún se desconoce la identidad del que maquinó el engaño, aunque sin duda debió ser alguien versado en paleoantropología. Las sospechas recaen mayoritariamente sobre el propio Charles Dawson, pero no hay pruebas concluyentes y otros posibles candidatos resultan tan verosímiles como él.
Fuera quien fuese el artista, se hizo con un cráneo humano de huesos inusualmente gruesos, lo rompió en pedazos, nueve concretamente, los tiñó con un pigmento pardo de óxido ferruginoso para que pareciesen fósiles, y los dispuso en la cantera de Piltdown entremezclados con algunos fósiles auténticos de mamíferos extinguidos en el Pleistoceno. Asimismo, consiguió media mandíbula inferior de un orangután, le quitó los caninos, le limó los molares para imitar el tipo de desgaste que provoca la masticación humana y le quebró la apófisis condilar posterior para ocultar que no encajaba con el cráneo humano. Después la tiñó con el mismo pigmento y la enterró cerca de los pedazos de cráneo.
Por último colocó la guinda que coronaba el pastel. La prueba definitiva de que se trataba del eslabón perdido pronosticado por Darwin, fue el descubrimiento del canino con forma de colmillo. Una vez que Woodward cayó en la trampa y expuso su predicción sobre los caninos que faltaban, el estafador remató su timo limando un colmillo de chimpancé y tiñéndolo de pardo a juego con los demás fósiles falsos. Y ya en el cénit del virtuosismo embaucador, se aseguró de colocarlo en donde lo encontrase un clérigo cuya probidad, tanto científica como personal, estaba fuera de toda duda.
No faltaron especialistas que expresaran su incredulidad, debido a que las diferencias entre el cráneo y la mandíbula del presunto hombre primigenio resultaban excesivas. Pero en el ámbito científico anglosajón que era el que entonces marcaba tendencia en Europa, a la mayoría les resultó irresistiblemente apropiado que el primer habitante humano de las islas británicas tuviese la frente más alta, el cerebro más desarrollado y, por tanto, estuviese más preparado para dominar el mundo, que el “Pithecanthropus erectus” de frente baja y menguada capacidad craneal, encontrado en Java por Eugène Dubois en 1891.
El hombre primigenio de Dawson se convirtió en la prueba del nueve de que la superioridad racial británica, nunca explicitada pero siempre manifestada de todas las formas implícitas posibles, tenía una base científica. Lo guardaron bajo siete llaves en el Museo de Historia Natural de Londres y lo vigilaron con más celo que las joyas de la Corona. Y si algún científico quería examinar los valiosos restos del primer inglés, se le proporcionaban modelos de escayola. Así el engaño perduró década tras década.
Sin embargo, los descubrimientos de nuevos restos fósiles y los datos que aportaban, hacían que creciera el número de especialistas que ponían en duda la veracidad del hombre primigenio de Piltdown.
Por fin, en 1953, se permitió que los huesos originales fueran estudiados. El dentista Alvan T. Marston determinó que la mandíbula era de un orangután, el colmillo de un chimpancé y el cráneo de un humano. El método de datación por medio del flúor, desarrollado recientemente, indicó que todos los restos eran modernos. Por último, a J. S. Weiner, antropólogo de Oxford, le bastó un somero examen con una lupa binocular, para determinar que los dientes habían sido limados; y unos simples agujeros en los huesos, pusieron de manifiesto la diferencia de coloración entre el interior y la superficie artificialmente coloreada.
En junio de 1954, la Sociedad Geológica de Londres dio por cerrado el caso del hombre de Piltdown. Y así, la propia ciencia desenmascaró aquella quimera pseudocientífica que, durante más de cuatro décadas, había obstaculizado el avance en el conocimiento de la verdadera historia evolutiva de nuestros predecesores.