Los establecimientos expendedores de comida y bebida, aparecieron en cuanto nuestros antepasados efectuaron la transición de la vida nómada de cazadores-recolectores a la vida sedentaria de agricultores y ganaderos. Así, en la Mesopotamia neolítica de hace entre diez y nueve mil años, ya había locales en los que servían alimentos acompañados de cervezas de las que fabricaban varios tipos y a las que eran tremendamente aficionados; y las casas de comida de Babilonia, seis mil años antes de Cristo, ya ofrecían menús análogos a los que ofrecen los hosteleros actuales.
En la antigua Grecia, el ágora de las polis era un hervidero de puestos en los que se vendían frutas, verduras, panes, pasteles y algunos platos calientes como el rophema, antecesor de todos los cocidos y pucheros posteriores.
En la Roma clásica, los ciudadanos eran muy aficionados a comer fuera de casa. En las casas romanas no había un espacio específico destinado a cocina, y ésta se instalaba en la peor habitación, la más angosta e incómoda, con frecuencia carente de salida de humos y con espacio solamente para un horno de ladrillos refractarios, un pequeño poyo de mampostería, un fregadero de piedra y un par de hornillas. Y esto era en las casas romanas pudientes. La inmensa mayoría de los pobres no disponían de fogones y pucheros donde cocinar, por eso acudían asiduamente a bodegones y puestos callejeros, y por todas partes había vendedores ambulantes de salchichas, empanadas, fritangas, embutidos, asados, aceitunas e incluso pinchitos hechos con carne o despojos. Había colmados en los que vendían chacinas, salazones y otros productos de alimentación. En las termas no faltaba una cantina en la que degustar pasteles de garbanzos, platos de carne o embutidos. En las tabernas servían vinos y licores principalmente, pero también se podía tomar pan, queso, higos, dátiles y algún plato cocinado. Para los romanos con menos posibles estaban los termopolios, palabra latina de raíz griega (thermopolium) que significa “vender caliente”. Eran unos locales pequeños con un mostrador de mampostería en el que se disponían, encima o incrustadas en el propio mostrador, las orzas de barro (dolium) con las diversas comidas calientes que se vendían a precios populares. El plato favorito era una salchicha especiada acompañada de gachas espesas similares a la actual polenta. Los termopolios eran el equivalente a los actuales puestos de comida rápida y eran muy abundantes en las ciudades romanas. En Pompeya, que tenía unos veinte mil habitantes cuando el Vesubio entró en erupción el veinticuatro de agosto del 79, había alrededor de ochenta. En las ciudades grandes, había incluso establecimientos especializados en dar comidas a los hombres de negocios que no tenían tiempo para ir a comer a casa. Y, salpicando la espectacular red de calzadas romanas, había posadas regentadas por familias, que proporcionaban manutención y alojamiento a viajeros y mercaderes.
En la Edad Media, fueron los conventos y monasterios los que se ocuparon de ofrecer hospedaje y sustento a los viajeros, y disponían de diferentes categorías de comidas y habitaciones para atender a cada cual según su alcurnia y el peso de su faltriquera.
A partir del Renacimiento, el incremento de los desplazamientos hizo que en los caminos proliferaran las postas que ofrecían a los viajeros bebida y colación para que siguieran viaje con el estómago reconfortado. En las ciudades se multiplicaron las posadas, los mesones, y sus parientes pobres los bodegones y las tabernas. En ellos, en un ambiente distendido e informal cuando no abiertamente grosero, según la categoría del local, se podían tomar quesos, jamones, embutidos, vinos, y algunos platos calientes de factura sencilla, como cocidos, asados o fritos. En Londres, el equivalente a los mesones de Madrid fueron las tabernas (taverns), muy frecuentadas por la nobleza de la época, y algunas de las cuales han llegado hasta la actualidad.
Sin embargo, los establecimientos que responden al concepto actual de restaurante no hicieron su aparición hasta el siglo XVIII, aunque respecto a cuál fue el primero de ellos haya cierta discusión. El libro Guinness de los Récords, en su edición de 1987, otorga el título de restaurante más antiguo del mundo al restaurante Botín de Madrid, que data de 1725. Un establecimiento en cuyo horno de asar, que sigue siendo el original, las brasas de leña de encina arden durante veinticuatro horas al día y no se han apagado ni un solo día en sus casi trescientos años de historia; ni siquiera durante la Guerra Civil. Esta continuidad fue decisiva para que, en 1986 y por iniciativa de un asiduo cliente inglés que fue quien presentó la candidatura, los miembros del comité Guinness encargados de la investigación le otorgaran el título a Botín en vez de al restaurante parisino que también lo pretendía.
Jean Botín fue un cocinero francés casado con una asturiana que lo convenció para instalarse en Madrid, donde ella residía. Así, a principios de siglo XVIII, llegó con la intención de encontrar trabajo en las cocinas de alguno de los muchos nobles aposentados en la capital del Imperio. En 1725, un sobrino de su esposa abrió una pequeña posada en la calle Cuchilleros, junto a la Plaza Mayor, en un edificio de cuatro plantas construido en el siglo XVI. Regentada por el matrimonio Botín, ofrecía comida y alojamiento, y fue el origen del restaurante que sigue funcionando a día de hoy, manteniendo el excelente prestigio que hizo afirmar a Ernest Hemingway por boca de su alter ego Jake Barnes (FIESTA, 1926) que Botín es uno de los mejores restaurantes del mundo.
No obstante, aunque el Guinness considere a Botín el primer restaurante de la historia, el hecho de que en su fundación tuviera la consideración de hostería hace que algunos eruditos de la cosa gastronómica le otorguen tal distinción al parisino Boulanger. En todo caso, lo que no admite duda es que fue Boulanger el que acuñó la palabra “restaurante” para nombrar a este tipo de casas de comida venidas a más.
En 1765, cuenta el libro Guinness de los Récords que Francisco de Goya y Lucientes, con solo diecinueve años, trabajaba en el restaurante Casa Botín como friegaplatos para ganarse la vida. Ese mismo año, en París, un mesonero llamado Boulanger del que ignoramos el nombre de pila, tuvo la idea de transformar su local en una casa de comidas más elegante y cuidada que las al menos mil tabernas, posadas y mesones que había en el París de la época. Estaba situado muy próximo al Louvre en la esquina de la rue Bailleul con la rue Des Poulies (actual rue du Louvre), y desapareció en 1854, cuando se reformó la rue du Louvre.
Cuando abrió su negocio, colgó en la fachada un cartel inspirado en una cita bíblica: Venite ad me omnes qui laboratis et oneratis estis, et ego reficiam vos. Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso (Marcos 11:28). El cartel de Boulanger decía: Venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos, que traducido libremente significa: Venid a mí todos los que tenéis el estómago vacío y yo os lo restauraré.
De aquel restaurabo, restaurant en francés, proviene la denominación “restaurante” que designa desde entonces a este tipo de establecimientos. No obstante, el Larousse Gastronómico dice que restaurant (reconstituyente o restaurador), es como se llamaba desde el siglo XVI a cualquier alimento que restaurara las fuerzas, y que la frase que Boulanger colocó en la puerta de su establecimiento en realidad fue: Boulanger, vente de restaurants divins (Boulanger, venta de reconstituyentes divinos). Sea como fuere, la palabra restaurant prosperó… y hasta hoy.
Para evitar conflictos con los muchos gremios que aún conservaban monopolios medievales (fondistas, asadores, pasteleros, panaderos, vinateros…) Boulanger comenzó sirviendo lo que él llamaba caldos restauradores: sopas, consomés y potajes que reconfortaban el estómago y restauraban las fuerzas de los comensales. Pero, a medida que el negocio prosperaba, fue esmerando la elegancia de la decoración e incorporó una nueva especialidad: manitas de carnero en salsa poulette. Esto le costó ser demandado por el gremio de los traiteurs (cocineros de comida para llevar), pero el tribunal falló a su favor por estimar que: esas manitas no son un simple y habitual “ragout” como los preparados en las fondas y en las casas de comida, sino una preparación personal. Hay quien considera que de la mano de estas manitas, tras un prolongado “Dossier Boulanger” y con la subsiguiente sentencia, nació el restaurante moderno.
El plato se puso de moda en París y el propio rey se lo hacía preparar en Versalles. Nacía así “la especialidad de la casa”. Con el tiempo, Boulanger fue incorporando nuevos platos que servía por raciones y, cuando la oferta fue tan diversa que complicaba la elección del comensal, el ingenioso empresario tuvo la idea de presentar los platos disponibles escritos en una hoja de papel enmarcada, lo que constituyó el origen de las posteriores cartas de los restaurantes.
Esta primera casa de comidas no era precisamente lujosa, pero presentaba novedades desconocidas hasta el momento. El mismo propietario recibía a los clientes en la puerta y los ayudaba a acomodarse en unas novedosas mesitas de mármol independientes y, lo que era aún más novedoso, tenía horarios fijos para el almuerzo y la cena.
Boulanger tuvo el acierto de orientar su negocio hacia una clientela dispuesta a pagar por recibir un trato distinguido y disfrutar sin prisas de una buena comida servida con esmero en un ambiente elegante. Entre sus clientes estuvo Denis Diderot que, en carta dirigida a su amante Sophie Volland, alaba los platos, la calidad del servicio y la belleza de la señora Boulanger, aunque también reconoce que es un poco caro.
Debió de ser Boulanger todo un personaje. El escritor gastronómico Camille La Broue, lo describe así: Boulanger se vestía como un hombre de calidad, se pavoneaba arriba y abajo por su negocio, su espada tintineaba en el pavimento y en su pecho lucía un gran cordón de alguna orden; sin embargo, su charlatanería descarada no le cerró ninguna puerta sino que lo puso de moda, ya que se mezcló con los mejores ciudadanos de su tiempo, guiándolos en sus placeres y diversiones e, inevitablemente, llevándolos a su restaurante con sus delicadas mesas.
Inspirados por el éxito de esta iniciativa, pronto empezaron a aparecer en París nuevas casas de comida para burgueses pudientes, a las que ya todo el mundo llamaba restaurantes. Cuando estalló la Revolución de 1789, rondaban el centenar.
Paradójicamente, esa sanguinaria escabechina supuso un empujón decisivo para la proliferación de restaurantes cada vez más lujosos y caros. La guillotina, tan profusamente empleada para decapitar nobles, dejo sin trabajo a muchos buenos cocineros. Algunos fueron asesinados junto con sus señores, pero los que lograron sobrevivir, o bien huyeron de Francia para trabajar en las cocinas de aristócratas extranjeros, o bien optaron por abrir sus propios negocios en Paris y en las principales ciudades de Francia.
A finales del siglo XVIII empezaron a aparecer restaurantes verdaderamente suntuosos y caros, que ofrecían a la adinerada burguesía surgida tras la Revolución, el ambiente de lujo, el servicio esmerado y el refinamiento culinario del que antes solo disfrutaban los aristócratas en sus propias mansiones. La alta cocina había salido de los palacios para instalarse en las calles de París y las primorosas creaciones de los más prestigiosos cocineros de la nobleza, podían ser degustadas por todos los que pudieran pagar sus elevados precios.
En 1792, Antoine Beauvilliers que había sido cocinero del conde de Provenza (más tarde Luis XVIII), abrió el primer restaurante de París verdaderamente deslumbrante. Se llamaba La Grande Taverne Anglaise y Brillat-Savarin lo consideraba el más importante restaurante de su tiempo, ya que: durante quince años fue el mejor restaurador de París… fue el primero en tener un salón elegante, camareros bien vestidos, una excelente bodega y una cocina superior. En 1814 Beauvilliers publicó L’ART DU CUISINIER, que se convirtió en la obra de referencia de la alta cocina francesa de su tiempo.
Otros muchos restaurantes de postín alcanzaron fama y prestigio. Uno de ellos fue el abierto por Méot, el sucesor del tristemente famoso Vatel como jefe de cocina del príncipe de Borbón-Condé. Años más tarde, Alejandro Dumas, gran aficionado a la cocina, añoraba las becadas rellenas de trufas y otras suculencias degustadas en la casa Méot.
En 1795, había ya más de quinientos restaurantes en París, que llegaron a ser más de dos mil en 1810. En palabras de Briffault: Durante el Imperio, estos restaurantes hicieron por nuestra cocina lo que los siglos XVII y XVIII habían hecho por nuestra literatura, la convirtieron en universal. Y, en efecto, el siglo XIX marcó la supremacía de la cocina francesa que tantas influencias había recibido de la cocina italiana que, a su vez, se había nutrido de la cocina española… Pero esa es ya otra historia.
De París, la moda de los restaurantes se extendió por toda Europa, y hasta hoy.
Manitas de cordero en salsa poulette
Esta es la receta que Paul Bocuse incluyó en su libro LA COCINA DE MERCADO (1979).
Cocer las manitas y dejarlas enfriar en su propio caldo de cocción.
Una vez frías, extraerles los huesos más pequeños con cuidado de no deformarlas. Dejarlas escurrir.
Mientras tanto, limpiar unos champiñones y hervirlos en caldo de pollo.
SALSA:
Dorar una cucharada de harina en mantequilla.
Sin dejar de mover, ir añadiendo caldo de los champiñones hasta obtener una salsa blanca ligera.
Incorporar yemas de huevo, más mantequilla y nuez moscada, para obtener la salsa poulette.
Finalmente, escurridas las manitas, ponerlas en una cazuela, añadir los champiñones, cubrir con la salsa, rociar con un poco de zumo de limón y mover la cazuela en vaivén suavemente, para que se mezcle todo bien sin romperse. Por último, espolvorear con perejil recién picado.
Muy buena información, muchas gracias por compartir ♡
He disfrutado enormemente leyendo esta breve y deliciosa historia sobre el servicio gastronómico.
Muchas gracias por comentarlo.