Vamos a trasladarnos en el tiempo a la exótica ciudad de Damasco en los albores del Islam. Desde ella, los califas Omeyas dirigían una expansión arrolladora de su fe, su religión y su dominio militar, político y económico de los territorios, todo en el mismo paquete. Un avance multidireccional, tan explosivo e implacable como pocas veces se ha visto otro en la Historia de la Humanidad.
Permítaseme una pequeña precisión colateral. Los romanos de los tiempos antiguos, aquellos que tenían un imperio enorme y hablaban en latín, llamaban “maurus” a los habitantes de la franja noroeste de África, concretamente a los del antiguo reino de Mauritania o país de los mauri. Al correr del tiempo, el término latino se transformó en la palabra castellana “moro”, pero conservó el mismo significado: habitante del septentrión africano. Los que sí cambiaron fueron los susodichos habitantes, ya que, tras la caída del Imperio Romano, el territorio pasó a ser ocupado por el Imperio Bizantino hasta que en el siglo V, los vándalos les arrebataron el control durante casi un siglo. Por fin en el siglo VII, las hordas islámicas procedentes de la península arábiga, se adueñaron del territorio e islamizaron a sus habitantes, los bereberes, hasta entonces cristianos. Quede pues claro, que la palabra moro no tiene ninguna connotación peyorativa salvo, parece ser, en las calenturientas mentes de los suspicaces funcionarios de la Dirección General de Lo Políticamente Correcto.
Pues bien, cuando estos nuevos moros llegaron al extremo noroeste de África se vieron frenados por el océano Atlántico al oeste y por el mar Mediterráneo al norte. Se les habían gastado los territorios norteafricanos que conquistar, así es que decidieron olvidarse del océano y cruzar el mar para continuar la invasión en la otra orilla.
La suerte se les puso de cara cuando los descendientes del anterior rey godo, Witiza, los llamaron para que apoyaran sus pretensiones dinásticas en contra del rey Rodrigo. El 27 de abril del año 711, se produjo el desembarco en la península de Táriq Ibn Ziyad al servicio del gobernador de Ifriquiya, Musa Ibn Nusair, perteneciente al Califato Omeya. Metió diez mil hombres en pateras o similares, y los desembarcó en las costas andaluzas, afición esta que no han perdido nuestros islamitas vecinos norteafricanos, a pesar de los siglos transcurridos. Concretamente acampó junto al monte de Calpe, que desde entonces se llamó la roca de Táriq, “Gebel al Táriq”, locución que terminó por convertirse en Gibraltar; un peñón insignificante, que desde entonces no ha parado de darnos disgustos.
El 19 de julio de ese mismo año, Táriq derrotó a Don Rodrigo en la batalla de Guadalete, gracias a la traición de los witizistas que, creyéndose muy astutos, aprovecharon a estos improvisados aliados para que ejecutaran sus arteros planes y los libraran de su enemigo político. Pero, lejos de respetar unos compromisos que nunca tuvo intención de cumplir, Táriq se aplicó a conquistar territorios con un afán y un denuedo, dignos de mejor empeño. Poco después, el propio gobernador Musa, el “moro Muza” de los cuentos y leyendas de nuestra infancia, pasó el estrecho con otros 18.000 hombres y en menos de tres años se plantaron en la cornisa Cantábrica. Inmediatamente, la península sufrió la invasión masiva de bereberes norteafricanos, que ocuparon sobre todo la mitad Sur, hasta el Sistema Central.
Todo esto sucedía en los tiempos del Califato Omeya, durante el cual, el islam cultivaba la filosofía, las ciencias, las artes y el comercio, mientras que en buena parte de África y de Europa, reinaba la barbarie.
Los califas y emires Omeyas practicaron una política de tolerancia y respeto hacia el judaísmo y el cristianismo, básicamente por tres motivos: porque las consideraban religiones afines que llamaban “las religiones del libro”, ya que comparten con el mahometismo el Antiguo Testamento; porque consideraban que el islamismo era una religión superior que debía estar reservada exclusivamente a los señores, es decir, a los árabes; y porque los judíos y los cristianos de sus territorios, pagaban muchos más impuestos que los musulmanes, motivo por el cual llegaron incluso a prohibir su conversión.
En al-Ándalus esta actitud que probó ser un acierto, dio sus frutos; y de la avenencia entre los conquistadores árabes y bereberes, y la civilizada población hispanorromana autóctona, surgió la sociedad más culta, rica y tecnológicamente avanzada de su tiempo. Pensemos que la inmensa mayoría de los invasores, fueron bereberes norteafricanos, que tenían una estructura económica y social muy sencilla de naturaleza tribal, similar por cierto, a la de los beduinos de la península arábiga en la que había nacido el Islam. En la base de su organización estaba la familia. Varias familias unidas integraban un clan y un conjunto de clanes con antepasados comunes, constituían una tribu. Las tribus que controlaban una fuente de agua, vivían de la agricultura y las que no, practicaban el nomadismo dedicadas a la trashumancia o al comercio. Constantemente guerreaban unas con otras, en un juego interminable de alianzas y enfrentamientos que se reacomodaban de continuo, según los intereses del momento. Una estructura social y económica bastante primitiva.
Es pues comprensible que una parte importante del patrimonio cultural, artístico y tecnológico que actualmente llamamos andalusí, tuviera su origen en la población hispano-romana de la península, heredera directa de los elevados usos y costumbres, tecnología y conocimientos, del Imperio Romano, aunque nos haya llegado a través del tamiz agareno de los Omeya. La gastronomía, los sistemas de cultivo, las técnicas de regadío, la filosofía, la ciencia médica… Hasta el símbolo más emblemático de la arquitectura musulmana, el arco de herradura, lo copiaron de los visigodos que, a su vez, lo habían aprendido de los romanos. Tendemos a identificarlo con la arquitectura árabe, porque prácticamente no quedan construcciones visigodas en el territorio peninsular. Fueron destruidas por los mahometanos que aprovecharon los materiales para construir mezquitas y otros edificios. Afortunadamente, los cristianos no se comportaron de igual manera durante la reconquista, y gracias a ello, hoy podemos disfrutar de la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o la Giralda de Sevilla.
En el año 755, el príncipe omeya Abderramán llegó a Ceuta. Llevaba cinco años huyendo de la muerte por el norte de África, durante los cuales sobrevivió a varios intentos de asesinato. El futuro Abderramán I era el único superviviente de la matanza que los abasíes habían cometido con su familia en Damasco. En septiembre, tras atravesar el estrecho, desembarcó en Almuñécar y se dirigió a Córdoba donde el emir Yusuf lo acogió bajo su protección e incluso le ofreció la mano de su hija. Pero no era el agradecimiento la mejor cualidad de Abderramán. Aprovechando las disensiones entre árabes y bereberes en la corte cordobesa, formó un ejército con el que derrotó al gobernador Yusuf en el 756 y le cortó la cabeza, proclamándose emir de al-Ándalus e independizándose del lejano califato de Oriente. Su descendiente Abderramán III, en el año 929, creó el califato de Occidente con capital en Córdoba, que llegó a alcanzar el mayor esplendor cultural, artístico, científico y económico de su época.
Sin embargo, fuera de al-Ándalus, huérfano ya del espíritu de la dinastía Omeya, el Islam va a cambiar profundamente. Fruto primero y motor después de estos cambios, es el salafismo, que reorienta la evolución del mundo musulmán hacia una dirección diametralmente opuesta. El Salafismo marca un antes y un después en el Islám, y aunque los andalusíes nunca lo aceptaron e intentaron aferrarse al espíritu abierto y tolerante de los Omeyas, les resultó imposible. Mientras que los cristianos peninsulares solo recibieron ayuda de otros cristianos ultramontanos en muy contadas ocasiones, los andalusíes recibían apoyo de sus correligionarios del norte de África cada vez que las cosas se les ponían feas en la península. Almorávides primero y Almohades después, poseyeron imperios tan ricos y extensos, que en comparación con los yermos y despoblados reinos cristianos, sus recursos en hombres, pertrechos y dineros parecían ilimitados. Pero con ellos, trajeron a la península la nueva corriente teológica que hacía fortuna en el islam, el integrismo salafista.
El término salafismo viene de “salaf”, que significa predecesor o ancestro, y es una corriente teológica que predica la vuelta a la pureza de la religión practicada por los contemporáneos del Profeta y por las dos generaciones siguientes. En el mundo islámico se acepta desde siempre como una verdad indiscutible, que la vertiginosa expansión del Islam se debió a la pureza de su fe. Por el contrario, los frenazos y reveses en esa expansión cuyo fin último es alcanzar a toda la Humanidad, están motivados por el abandono de esa pureza primitiva de los salaf.
En el siglo IX, Ibn Hanbal fue el primero en proclamar que el único camino aceptable por el verdadero creyente, es la interpretación literal del Corán, basada en la imitación de los ancestros y en el rechazo a las innovaciones ideológicas. Desde entonces, cada vez que las sociedades musulmanas se han encontrado frente a una situación de crisis, ya sea económica, política o social, han aparecido teólogos que han predicado el retorno al Islam de los salaf. Y no es asunto baladí, porque esta concepción integrista de la religión mahometana, significa la aplicación estricta y rigurosa de principios tales como los siguientes:
– El objetivo del Islam es someter a todos los pueblos de la Tierra, o hacer pagar tributo a los que no se conviertan.
– Para los musulmanes el mundo se divide en dos partes: la casa del Islam (Dar al-Islam) y la casa de la guerra (Dar al-Harb). Los mahometanos habitan la primera casa y su religión los obliga a conquistar y someter a la segunda casa, hasta que el Mundo entero sea casa del Islam y todos sus habitantes reconozcan la verdad de Mahoma.
– La casa de la guerra está formada por los territorios no musulmanes, que a su vez se clasifican en tres categorías: “Darl al-Ahd” son los lugares donde los gobiernos profesan y promueven el Islam; “Dar al-Suhl” donde el Islam es respetado pero los líderes no son musulmanes, y “Dar al-Dawa” aquellos en los que ni pobladores ni gobernantes son musulmanes.
– Los países, los habitantes y los bienes de la cristiandad, que habitan en “la casa de la guerra”, y dentro de ella, en la fracción más desvinculada del Islam, “Dar al-Dawa”, les pertenecen por derecho. Allá donde tengan fuerza atropellarán a los cristianos y allá donde sean más débiles disimularán sus intenciones y los halagarán con zalamerías y simulaciones, “Taquiyya”, mientras aguardan el momento propicio para sojuzgarlos y expoliarlos.
– El medio para alcanzar ese objetivo es la “yihad”, la guerra santa.
– La amenaza de muerte es una forma legítima de conseguir la conversión de los infieles.
– Los infieles, “harbiyun”, o habitantes de la casa de la guerra, pueden ser muertos cuando penetren sin consentimiento en la casa del Islam, incluso los náufragos.
– Es legítimo dar muerte a cualquiera que se oponga al Islam.
– Todo el que abandone la fe islámica, debe ser muerto y el creyente que lo mate obtendrá a cambio, privilegios en el Paraíso.
– El profeta dijo: “se perdonarán los pecados del primer ejército de mis seguidores que invada la ciudad de César”. Por eso el califa almohade al-Nasir prometió que sus caballos abrevarían en el Tíber. Se lo impidió la derrota en la batalla de las Navas de Tolosa.
Obviamente son principios nada tranquilizadores para los infieles que habitamos en la “casa de la guerra”.
En el S. XI, el teólogo y místico Algazel (Al-Ghazali 1058-1111), dotó al salafismo de una estructura dogmática, acabando con la anterior tradición racionalista del Islám. Durante diez años (1095-1105), sufrió una crisis espiritual que lo mantuvo practicando el ascetismo, y el fruto de sus meditaciones fue un conjunto de conclusiones que elevaron la corriente salafista a la categoría de doctrina. En sus escritos expone los argumentos que defienden la supremacía de la ortodoxia musulmana sobre cualquier doctrina filosófica. A la tradición representada por el Corán y por los “jadiz”, fuentes fundamentales de la “sharia” o derecho islámico, Algazel incorporó una dimensión mística que lo llevó a subordinar la filosofía a la religión, hasta el extremo de proscribir del Islam a todo el que se dedicara a la filosofía. Su teología mística tiene una influencia decisiva en el mundo islámico pasado y presente. Entre sus principales obras, “La renovación de las ciencias religiosas” es una invectiva feroz contra la filosofía griega en la que veía una amenaza
para la pureza de la fe islámica, y contra los que, como Avicena (Ibn Sina, 980-1037), la divulgaban entre los mahometanos. “La destrucción de los filósofos” representa el golpe definitivo que erradica del Islam la filosofía, y con ella el pensamiento racional, al tiempo que convierte a los filósofos en objeto de persecución, no sólo intelectual sino también física.
Esta teología mística contó con la oposición frontal de Averroes (Ibn Rushd, 1126-1198). Este insigne andaluz, heredero cultural de la Córdoba Omeya, conoció la filosofía occidental de la Grecia clásica, a través de Abentofail (Ibn Tufayl, 1110-1185); médico y filósofo natural de Guadix, seguidor del zaragozano Avempace (Ibn Bayyah, 1080-1139) y del persa Avicena. Fue admirador del platonismo al que supo adaptar a la mística islámica, conjugando las verdades reveladas por la religión con la especulación filosófica. En continuidad con esta vía, Averroes se afanó en incorporar la filosofía de Aristóteles al sistema de pensamiento del Islam. En su principal obra que, de manera bien significativa, tituló “La destrucción de la destrucción”, se enfrenta abiertamente con Algazel y su “Destrucción de los filósofos”, defendiendo con ardor la sabiduría aristotélica y oponiéndose a la afirmación de que la filosofía está en contradicción con la religión y es por lo tanto, una afrenta a las enseñanzas del Islam.
Averroes gozaba de una extraordinaria consideración como médico en la corte cordobesa, pero la victoria de Alarcos, envalentonó a los integristas alfaquíes almohades que desconfiaban del andalusí y abominaban de sus ideas. Presionaron al califa vencedor, Abu Yaqub Yusuf al-Mansur, quien en 1195 lo mandó al exilio. Se refugió en Lucena para salvar la vida, aunque antes le habían hecho sufrir la humillación de ser expulsado de la mezquita por la plebe enfurecida, y de ver cómo se quemaban sus obras públicamente. Muchas de ellas se perdieron para siempre. De otras se perdieron los originales, pero nos han llegado traducidas al hebreo o al latín.
El hijo de al-Mansur, al-Nasir, fue derrotado en la batalla de las Navas de Tolosa; derrota que provocó el desmoronamiento del Imperio almohade. Pero este acontecimiento llegó tarde para Averroes que había muerto catorce años antes, y con él sucumbió su filosofía para el Islam.
Avicena, Abentofail y, por fin, Averroes fracasaron en su intento de abrir, en la religión islámica, vías de convergencia que la hicieran compatible con la filosofía griega o, lo que es lo mismo, que avinieran el dogma religioso con el razonamiento deductivo. Sus correligionarios optaron por la estricta ortodoxia coránica. La condena expresa de la filosofía clásica por las autoridades religiosas, tuvo consecuencias transcendentales, de las que no es la menor que la metafísica islámica abandonara los caminos de la racionalidad para discurrir por los de la mística, como había predicado Algazel.
Idénticas tensiones y enfrentamientos entre el pensamiento racional y el dogma religioso, se produjeron en las otras dos religiones del libro, cristianismo y judaísmo, pero a diferencia del Islám, en ellas sí triunfaron los intelectuales partidarios de hacer compatibles ambas formas de conocimiento.
En el ámbito del cristianismo, Santo Tomás de Aquino sí consiguió conciliar la filosofía aristotélica con la teología agustiniana, al igual que el cordobés Maimónides supo acomodar los dogmas del judaísmo rabínico con el racionalismo aristotélico. Su éxito impulsaría en ambas religiones, una evolución muy distinta a la del Islam. Obviamente, no es casualidad que la Ilustración, ese movimiento en el que los intelectuales más relevantes del siglo XVIII confluyeron en la idea de que la razón juega un papel determinante en el desarrollo de los pueblos, surgiera en Europa y en el seno de la cristiandad. Los conflictos con la religión fueron inevitables y de hondo calado, pero previamente se habían establecido unos cauces que, por caminos más o menos tortuosos, permitieron al fin y a la postre, el avenimiento entre la fe y la razón en las sociedades occidentales, entre las que nos contamos gracias al resultado de aquella trascendental batalla de las Navas de Tolosa.
En el mundo cristiano germinó la semilla del pensamiento racional; sus raíces fueron penetrando profundamente y su tronco fue desarrollando un espeso ramaje, hasta que en el siglo XVII dio el mejor de los frutos imaginables: el procedimiento de investigación empírico-analítico llamado método científico. La herramienta más poderosa que ha desarrollado la especie humana desde el “Homo habilis” hasta nuestros días. Más poderosa que el fuego, que la rueda, que la agricultura y la ganadería, más poderosa que la pólvora y que la imprenta, más poderosa que la magia, la mística y las doctrinas religiosas. Y nosotros estamos en esta empresa llamada civilización occidental, gracias a que, en aquella lejana y casi olvidada ensalada de horror, degüello y exterminio que fue la batalla de las Navas de Tolosa, contra todo pronóstico la victoria cayó del lado de los cristianos. Cuando el próximo 16 de julio, celebres la festividad de Nuestra Señora del Carmen, dedícale un recuerdo a aquel otro 16 de julio de 1212, lunes, en el que nuestros antepasados plantaron con sus vidas y regaron con su sangre la semilla de lo que hoy somos.
Felicidades, enhorabuena y gracias por compartir parte de la sabiduría que trasluce este reportaje. Necesitamos muchos de este tipo. Animo y adelante, por favor.