Amiano Marcelino

Amiano Marcelino

¿Estamos asistiendo al principio del fin de la civilización occidental? Puede que no, pero los síntomas resultan inquietantes. Sobre todo si echamos la vista atrás y comparamos nuestro presente con el que le tocó vivir a Amiano Marcelino, el historiador que con mayor lucidez y precisión describió la descomposición del Imperio romano a lo largo del siglo IV después de Cristo.

Ammianus Marcellinus nació en Antioquía alrededor del año 330, en el seno de una familia acomodada de origen griego. El griego fue su lengua materna aunque dominaba el latín perfectamente y escribió en ambos idiomas. Bajo el mando del general Ursicino combatió en la frontera persa y en la Galia. Después, junto al emperador Juliano II, participó en la campaña contra los alamanes y en la expedición contra los persas. En el 371 dejó el ejército y se instaló en Antioquía, su ciudad natal. Vivió allí siete años. En el 378 se mudó a Roma y allí escribió hasta su muerte que, con seguridad, fue posterior al 391, probablemente alrededor del 400.

En su magna obra de treinta y un volúmenes, de los que se han perdido los trece primeros, Marcelino retrata la realidad política y social del Imperio, y diagnostica su decadencia como consecuencia de la indolencia, la corrupción, el deshonor y el hedonismo en los que han caído los romanos, alejándose de las virtu­des de sus antepasados que habían auspiciado el engrandecimiento de Roma.

Las virtudes romanas cuya práctica forjó el Imperio y cuya pérdida provocó su hundimiento eran: veritas (honradez), auctoritas (autoridad que nace del prestigio personal), dignitas (autoestima, orgullo de la propia dignidad), fimitas (tenacidad), frugalitas (austeridad), industria (laboriosidad), comitas (buena educación), prudentia (discre­ción), severitas (dominio de sí mismo), pietas (devoción, patriotismo, deber), humanitas (cultura, urbanidad), clementia (amabilidad), gravitas (responsabilidad) y salubritas (vida saludable) .

El abandono de estas virtudes se produjo de forma lenta y progresiva, sin prisa pero sin pausa. Ya tres siglos antes de que naciera Marcelino, en el siglo I, César Augusto recriminaba a los patricios que hubieran perdido sus valores morales, que se hubieran abandonado a la molicie y que se hubieran entregado con desenfreno al lujo y al sexo. Ni siquiera querían tener hijos que perturbaran su vida de placeres y excesos. La natalidad cayó de forma alarmante, especialmente entre la clase alta, mientras que el emperador Augusto exclamaba impotente: Roma no son las estatuas ni las termas ni los templos. Roma son los romanos, sus hijos.

En el siglo IV la honestidad (pudicitia), tras generaciones de progresiva relajación en las costumbres sexuales, había sido sustituida por el vicio, el valor por la cobardía, la austeridad por el despilfarro, la laboriosidad por la pereza… Los ricos vivían de las rentas, los pobres del socorro público (annona), y todos de la explotación de las provincias oprimidas del Imperio. Marcelino criticaba que los jóvenes no hicieran cosa de provecho: vestían de forma extravagante, se dejaban los cabellos largos al estilo de los bárbaros y pasaban las noches de francachela en las plazas perturbando el descanso de los vecinos. El Imperio se llenó de bárbaros que hacían los trabajos que los romanos rechazaban. El ejército, otrora invencible, llegó a estar formado casi exclusivamente por mercenarios extranjeros… Amiano Marcelino no dejó de advertir las funestas consecuencias que se avecinaban. Y, en efecto, tan solo una década después de su muerte se produjo el saqueo de Roma por Alarico I y sus godos, un acontecimiento que los romanos de entonces vivieron como el derrumbamiento de su mundo.

¿No nos suena todo esto a cosa conocida, a actualidad cotidiana, a situaciones tremendamente familiares? Sí, sí, ya sé que entonces los bárbaros llegaban del norte y ahora los inmigrantes y refugiados vienen del sur, pero… Bueno, en fin, si el lector no percibe alarmantes paralelismos entre los prolegómenos de la caída del Imperio romano y la presuntamente previsible caída de Occidente, pues ¡mejor para él!


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