Don Emilio Castelar y Ripoll nació en Cádiz porque así lo quisieron el azar y la forzosa huida de su padre perseguido por Fernando VII, pero sus dos progenitores eran alicantinos y él se crio en Elda y cursó el bachillerato en Alicante.
Siempre se sintió eldense y, como todo buen alicantino, adoraba los arroces. Su favorito era el arroz con costra al que llamaba “tesoro escondido”. No obstante, esta denominación no fue fruto de su prolífico caletre sino de la inspiración de un músico llamado Tomás Carratalá que tocaba el trombón de varas en una banda dirigida por José Charques y llamada Música Bélica. El Ayuntamiento de Alicante la contrató en 1857 y fue precursora de la Banda de Música Municipal que no se crearía hasta 1912. Carratalá era un personaje muy popular en el Alicante de su tiempo porque, además de amenizar con su música el ocio de sus paisanos, hacía gala de un ingenio castizo que utilizó, entre otras cosas, para rebautizar numerosos platos de la cocina alicantina tradicional; así llamaba “las once mil vírgenes” al arròs amb fesols, “un árabe en el desierto” al arroz con conejo, o “tesoro escondido” al arroz con costra, denominación que agradó tanto al insigne Castelar que la hizo propia. Hay otra versión que atribuye el apelativo “tesoro escondido” al político alpujarreño Natalio Rivas que, cuando estando en Alicante lo probó por vez primera, dijo que el verdadero tesoro no es la costra sino el sabroso arroz que se esconde discretamente bajo ella. E incluso hay una tercera versión según la cual habría sido el rey Alfonso XIII el que rebautizara este arroz como “tesoro escondido”, porque la costra oculta las tajadas que van debajo de cada ración y que halagarán el paladar de cada comensal.
Don Emilio acreditó, durante toda su vida, una bien merecida fama de tragón impenitente, aunque en atención a la elevada posición social y política del personaje, sus contemporáneos lo llamaran gastrónomo o gourmet en vez de glotón. En su tiempo, sus hazañas gastronómicas, es decir los atracones pantagruélicos a los que era capaz de sobrevivir, corrían de boca en boca. Sin embargo este aspecto de su biografía ha sido olvidado por la historia, sin duda eclipsado por su importancia política y por su genialidad retórica que lo convirtió, en opinión de muchos, en el mejor orador que ha conocido el Parlamento español.
Pero, en relación con su faceta tragaldabas, don José Guardiola y Ortiz recoge una anécdota muy significativa en su libro GASTRONOMÍA ALICANTINA, publicado en 1936 y reeditado después varias veces.
En 1880, don Emilio Castelar lo había sido ya todo en política: parlamentario, senador, ministro, presidente del senado y presidente de la nación. En ese año de gracia, fue invitado junto con otros amigos y correligionarios, a una comida que organizaba don Eleuterio Maisonnave y Cutayar en una de sus fincas próximas a Alicante. La hora de la cita era la una del mediodía y, como suele ocurrir, los invitados fueron llegando con algo de antelación para disfrutar con las libaciones que abren el apetito y acompañan la amena charla que precede al condumio propiamente dicho. Todos menos el invitado de honor que se estaba haciendo esperar más de lo que aconseja la urbanidad.
Transcurrida la primera media hora llamada “de cortesía”, la ausencia de don Emilio se fue haciendo más grandilocuente que sus bien construidos discursos, y resultaba más altisonante a medida que pasaban los minutos.
A eso de las dos, los invitados exteriorizaban ya claros signos de impaciencia y el anfitrión, que era de genio vivo y nada inclinado a la mansedumbre, manifestaba indignado su intención de ordenar que se sirviese la comida, mientras que sus más íntimos trataban de sosegarlo y disuadirlo haciéndole ver lo inconveniente que sería ofender a un personaje como Castelar.
Sobre las dos y media, se habían agotado ya tanto los argumentos de los apaciguadores como la paciencia de Maisonnave que iniciaba la marcha hacia la mesa, cuando apareció al fin Castelar, agitado, sudoroso, pidiendo mil perdones y ofreciendo mil excusas.
De inmediato se sirvió el arroz con costra que se había dispuesto para halagar el gusto del invitado de honor y, conociendo su buen apetito, se le sirvió un plato con colmo. El arroz debía de estar necesariamente pasado tras un reposo tan prolongado, pero todos tuvieron el buen gusto de alabar su excelencia, y por encima de todos destacó don Emilio que, tal vez para hacerse perdonar el retraso, pidió repetir y dio buena cuenta de un segundo plato tan colmado como el primero. Y con idéntico apetito despachó las restantes delicias, el postre, los dulces, el café y la copa.
La anécdota no hubiera tenido mayor importancia de no ser porque en España todo termina sabiéndose más pronto que tarde. Y a pesar de la absoluta discreción de don Emilio, aquella misma tarde trascendió el verdadero motivo de su retraso y sus compañeros de ágape quedaron asombrados al conocerlo: Castelar había estado comiendo previamente en casa de don Ramón Vidal, donde se había zampado ¡otros dos platos de arroz con costra!
De este sucedido, concluye don José Guardiola que aunque los arroces no admiten plazos de cortesía, el “tesoro escondido” tiene más aguante que otros y posee, además, excelentes condiciones de digestibilidad como demuestra el hecho de que don Emilio Castelar sobreviviera sin necesidad de hospitalización a los cuatro platos más el resto de ricas viandas con que los dos anfitriones surtieron sus mesas para honrar a tan ilustre invitado.
Personalmente, lamento no poder estar de acuerdo más que con el primero de los corolarios: los arroces no admiten plazo de cortesía.
Esta es la receta que nos da don José Guardiola, para diez comensales… ¡Qué menos!
Para diez comensales, kilo y medio de arroz; medio de carne de ternera y otro tanto de magro de cerdo; un kilo de pollo, gallina o pavo; dos chorizos, dos blancos, dos morcillas de las que aquí llaman de carne y un cuarto de kilo de garbanzos remojados. Hay que tener en cuenta que la prescripción de componentes para este arroz es simplemente enunciativa, no limitativa; pues; si bien es esto lo que de ordinario se pone, si se tienen menudillos de ave o langostinos, su incorporación antes mejora que perjudica al arroz. Todo esto, con excepción de los langostinos, se pone a cocer.
Se pican, bien finamente, un trozo de la ternera y otro de magro, así como la quinta parte, y un hígado de ave; con pan rallado, no mucho, un par de huevos, perejil, picado menudamente y piñones, se amasa una farsa sazonándola con sal, un polvo de pimienta y una pizca de nuez moscada; se moldean unas albondiguillas, muy pequeñitas, se pasan por zumo de limón y se fríen con mucho cuidado para que no se deshagan.
En una cazuela de barro, honda, de las aquí llamadas de Biar, se sofríe un poco de tomate y una cabeza entera de ajos. Se sofríen también los ingredientes puestos a cocer, y cortados en trozos regulares, y el arroz y los garbanzos, sazonando con sal y azafrán; se cubre con caldo que sobrepasa como una mitad más del volumen de todo el condumio y, cuando levante el hervor, pónganse, bien limpios, los langostinos y las albondiguillas. Se deja cocer a fuego regular, y pasados quince minutos, si se ha tenido acierto en el caldo, este se habrá consumido y si no se saca el sobrante con la cuchara. Por encima se vierte un batido de quince huevos y se mete la cazuela en el horno, y cuando lo hay, se cubre con tapadera metálica y encima se ponen brasas que habrá que cuidar de avivarlas.
Es obra de pocos minutos el que la cocina toda trascienda a olor de rica bizcochada.
Esta es la receta que yo hago, aprendida en Alicante de una experta cocinera de arroces:
Usar caldo de cocido y algunos de sus garbanzos, o hacer un caldo en la olla exprés con un caparazón de pollo, huesos, un puñadito de garbanzos remojados y verduras variadas. Los garbanzos deben calcularse para que a cada comensal le toquen cuatro o cinco en su ración, no más.
Lo tradicional es hacer este arroz en cazuela de barro, pero puede usarse perfectamente una sartén honda o un perol que puedan ir al horno.
Cortar en trocitos regulares las carnes y los embutidos, freírlos por tandas e ir retirándolos. Pollo, cerdo, salchicha blanca y salchicha roja o chorizo. Si se dispone de ellos, lo ortodoxo es usar embutidos alicantinos: salchichas blancas y rojas, blancos y butifarras negras.
En el mismo aceite freír ajos y pimientos muy picaditos. Añadir perejil picado, tomate rallado y, cuando esté, añadir el arroz y darle unas vueltas.
Añadir el caldo, las carnes, azafrán, pimentón… y hacer la paella, dejando el arroz un punto entero para que se termine de hacer en el horno. Unos quince minutos escasos.
Batir 2 huevos por persona con perejil y sal, y distribuir por encima del arroz. Hay quien también le añade a los huevos pimienta molida y un polvito de canela que refuerce el sabor de la que contienen los blancos. Yo no.
Meter a horno precalentado a 200º hasta que cuajen los huevos y se dore la superficie. Unos cinco minutos.
En esta receta, lo más delicado es calcular la cantidad de caldo para que el arroz quede suelto y seco, ya que es algo inferior a la clásica norma “doble de caldo que de arroz”, porque el huevo batido formará una capa que impedirá la evaporación. Como regla general, se pone medida y media de caldo por cada medida de arroz. Pero si, como buen español, prefieres cocinar a ojo, debes quedarte escaso y mantener el caldo bien caliente cerca de la paella para añadir un poco si lo ves necesario. Cuando se cubra con el huevo batido, no debe quedar líquido por encima del arroz que debe estar aún un poco entero. Lo dicho, cuestión de ojo.
En todo caso, en este como en los demás arroces siempre da buen resultado aplicar el refrán alicantino: El arroz, mal cocido y bien reposado… aunque no tanto como el de Maisonnave.