
África, cuna de la humanidad
En el origen de todo estuvo el viento. Nuestra especie surgió por un cambio en el régimen de vientos que barrían el oriente africano, cuna de nuestros antepasados.
Durante millones de años, en las selvas africanas vivieron decenas de especies de primates disfrutando de su particular paraíso arbóreo. El bosque tropical les proporcionaba alimento, cobijo y protección contra los depredadores que abundaban a ras de suelo. Pero un acontecimiento geológico de gran envergadura iba a cambiar drásticamente sus condiciones de vida en el este del continente. Una orogenia que rompería África, formaría nuevas cordilleras y originaría el Rift cuyo recorrido está hoy tachonada por grandes lagos.
Todo este inmenso trajín telúrico que esculpió la topografía actual del continente africano, ocurrió entre los quince y los ocho millones de años atrás. Las consecuencias fueron dramáticas. Las nuevas cordilleras cortaban el paso a los vientos oceánicos cargados de humedad y, a sotavento de las mismas, las lluvias escasearon cada vez más. La selva se transformó en sabana, que es la versión africana de nuestra dehesa. Sin árboles en los que vivir, la mayoría de las especies de simios de la zona se extinguieron. No todas. Según consta en el registro fósil, al menos dos de ellas lograron adaptarse a sobrevivir en el suelo. Fueron los primeros prehomínidos de marcha bípeda que aparecieron en África hace diez millones de años. De una de esas especies procedemos los humanos actuales tras algo más de quinientas mil generaciones de evolución.
Hace seis millones de años, una población de aquella especie desconocida originaría los primeros homínidos que, como buenos oportunistas, lograron sobrevivir devorando cualquier cosa comestible que encontraban a su paso: brotes, raíces, insectos, huevos, lagartijas y, sobre todo, restos putrefactos de presas abandonados por los depredadores.
Durante muchos miles de generaciones nuestros antepasados fueron humildes carroñeros, pero poquito a poco, sin prisa pero sin pausa, iba aumentando la habilidad de sus manos y el desarrollo de su cerebro, al tiempo que mejoraba su capacidad de bipedestación. Así, hace tres millones de años, aparecieron sobre la faz de la Tierra los Homo habilis, los hombres hábiles que, gracias a la feliz combinación de esas facultades, fueron los primeros de nuestros ancestros capaces de fabricar sus propias herramientas. Ya no se trataba de utilizar objetos encontrados en el medio como si fueran herramientas, no. Eso lo hacían los Australopithecus desde un millón de años antes –incluso aplicándoles una rudimentaria manufactura– y lo siguen haciendo varias especies de primates actuales. Los hombres hábiles fabricaban utensilios de piedra diseñados para tareas específicas y destinados a finalidades concretas. Este salto supuso una revolución de tal magnitud que ya nada volvería a ser como antes. Los carroñeros-omnívoros-oportunistas habían iniciado el camino que los llevaría a convertirse en los más pavorosos depredadores que han poblado la Tierra.
Entre las trascendentales consecuencias que tuvo esta conmoción, no fue la menor que por primera vez en la historia del planeta, unos seres vivos tuvieron la necesidad de transmitir a sus descendientes saberes, principios, habilidades y técnicas; y de hacerlo además de un modo organizado y sistemático. Para ello, hubieron de desarrollar pioneros aunque rudimentarios procesos de enseñanza-aprendizaje. Había nacido el primer sistema educativo de la historia del género Homo, es decir, de nuestra historia. Muy probablemente, fueron los más viejos del clan familiar los encargados de instruir a los niños. Ya no estaban en plenitud de facultades para practicar la caza o la recolección, pero habían acumulado a lo largo de su vida, un valiosísimo tesoro de conocimientos y destrezas imprescindibles para la supervivencia del clan. Quizás fuera ese el árbol de la ciencia del que habla el Antiguo Testamento. Un árbol genealógico.
Una primera consecuencia fue la mayor complejidad de la urdimbre social y el consiguiente afianzamiento de la interdependencia y cohesión entre los miembros del clan. Esta superior calidad y eficiencia del grupo, se convirtió en una de las principales características distintivas de los Homo que les permitiría sobrevivir en todo tipo de ambientes, a pesar de su desvalimiento individual en unos medios hostiles para los que no presentaban características adaptativas favorables.
Después de los hombres hábiles vendrían los exploradores (Homo ergaster), los cazadores (Homo erectus), los hombres de Atapuerca (Homo antecessor) que fueron los primeros colonizadores de Europa, los poderosos neandertales (Homo neanderthalensis) y, por fin, hace alrededor de doscientos mil años, nuestros antepasados directos, los hombres sabios (Homo sapiens). Todos fueron especies del género Homo, pero cada vez con mayor capacidad craneal, mejores marchadores bípedos, mejores artesanos, con una estructura social más sofisticada, y con un sistema de enseñanza más complejo y prolongado, sustentado en otra habilidad trascendental de los Homo, el lenguaje. Aunque sobre el origen de esta crucial adquisición hay pocos datos y demasiadas hipótesis, se supone que los primeros en hablar fueron los Homo sapiens antes de su salida de África hace sesenta mil años.
El devenir humano no fue fácil. Hace cien mil años, los hombres sabios eran unos diez mil individuos. Hace setenta mil años, habían quedado reducidos a dos mil. Nuestra especie estuvo literalmente al borde de la extinción. De esos pocos supervivientes descendemos todos los humanos actuales. Ese es el motivo de que la variabilidad genética de toda la humanidad, sea menor que la de una comunidad de chimpancés. Tomen nota racistas, nacionalistas y demás entusiastas del integrismo étnico.
A lo largo de este proceso evolutivo, la necesidad de transmitir conocimientos fue aumentando al tiempo que se prolongaba un proceso de aprendizaje cada vez más contrario a las predisposiciones instintivas de los jóvenes homínidos, cuya infancia se fue tornando progresivamente más fastidiosa. Correr, saltar, gritar, pelear, trepar a los árboles, perseguir animales… Todo lo que satisface las tendencias naturales de nuestros retoños y los adiestraba por medio del juego y la diversión para ser adultos competentes en un clan de homínidos primitivos, quedó excluido del sistema educativo. Tal vez en eso consistiera la bíblica expulsión del Paraíso Terrenal.