
Parafraseando el conocido aforismo, un antitaurino es sólo un taurófilo mal informado. Y esto lo dice alguien que no es aficionado a la fiesta de los toros. Me gusta porque es genuinamente española y porque admiro el reconfortante ambiente de civismo, corrección y respeto en el que se desarrolla el espectáculo. Nada que ver con la brutalidad de los hinchas en el fútbol, la cochinería de los jóvenes en los botellones, la ferocidad de los intolerantes en los escraches, el vandalismo de los agitadores en las manifestaciones o la descompostura de sus señorías en las sesiones parlamentarias, por mencionar solo algunos ejemplos de eventos colectivos en los que los concurrentes deberían aprender de los aficionados taurinos.
En el toreo, el torero exhibe el valor necesario para jugarse la vida ante un público exigente e inmisericorde con la debilidad. Y lo hace con tanta dignidad, con tamaña elegancia, con tal grado de parsimonia y templanza que supera de largo el mero ejercicio de un oficio y lo eleva a la categoría de arte. Los espectadores asisten fascinados a una liturgia grave, solemne y cabal, en la cual el imperio del maestro sobre su propio miedo y el sereno gobierno de su destreza son tan hondos y acendrados que catapultan su actuación muy por encima del mero arrojo; la emplazan en las etéreas regiones de lo sublime arrastrando en su ascensión al público espectador. En ninguna otra parte el pueblo llano ha forjado un espectáculo de dimensiones tan excelsas. El valor hecho arte es algo tan genuinamente español que incluso tiene su propia palabra: temple, una palabra cuya acepción taurina difícilmente encuentra traducción cabal en otros idiomas.
Pero, siendo todo lo antedicho timbre de grandeza y blasón de excelencia, todavía no es lo mejor que nos ofrece la tauromaquia. Lo mejor es que, gracias a la afición taurina, tenemos la fortuna de disfrutar en España de unas dehesas maravillosas de las que hay pocas en todo el orbe, y su pervivencia es consecuencia directa de la fiesta de los toros. Concretamente, al norte de la provincia de Jaén, la comarca de Sierra Morena está salpicada de magníficas dehesas que se dedican a la cría de reses bravas. Paisajes cautivadores que no tienen parangón en ninguna otra parte de Europa. Contemplándolas, cuesta trabajo comprender como puede alguien declararse ecologista y antitaurino simultáneamente.
A los antitaurinos de buena fe, que haberlos haylos, yo les sugeriría que se dieran un paseo por una dehesa cualquiera. Por ejemplo, por alguna de las que hay en la carretera de las aldeas entre Guarromán y Linares. Y que, mientras disfrutan de un espectáculo que ensancha el espíritu y redime de resabios urbanitas, hicieran el pequeño ejercicio mental de imaginar cómo sería el paisaje si no fuera por la necesidad de criar toros bravos para abastecer a las corridas: campos roturados sin un mal árbol en kilómetros a la redonda, espantosos parques fotovoltaicos subvencionados con dinero de nuestros impuestos, monocultivos olivareros, urbanizaciones de chalecitos con sus piscinas y sus campos de golf… Tengo por seguro que vislumbrar estas posibilidades los convertiría en taurófilos convencidos, aunque mantuvieran su aversión por el espectáculo de la corrida propiamente dicho.
En cuanto a los otros, a los que abominan de la fiesta nacional por pura pose, porque resulta políticamente correcto, porque está de moda entre la progresía subvencionada o porque es una forma como otra cualquiera de abominar de su patria, ni los entiendo ni me interesan.
Pero, volviendo a lo importante, la dehesa es tierra dedicada a pastos en la que se conserva la mayor parte de la flora y la fauna del ecosistema natural previo. Es un agroecosistema único que permite obtener la máxima productividad de la forma más respetuosa con el medio ambiente y que constituye, además, el mejor bastión para defender de la erosión unos suelos pobres, poco profundos y fértiles.
Este ecosistema artificial fue creado para el aprovechamiento sostenible de unos terrenos no aptos para el cultivo. Se desarrolló a partir del bosque mediterráneo mediante el aclareo del arbolado, el control del matorral y el fomento de un estrato herbáceo variado, convirtiendo amplias superficies boscosas en amenos parques arbolados de gran belleza. Se logró así armonizar el aprovechamiento agrícola, ganadero y forestal de unos terrenos pobres con suelos poco profundos, no aptos para una agricultura permanente. Unos terrenos sometidos, además, a un clima de marcada estacionalidad con un periodo estival seco y prolongado, crítico para animales y plantas. En este difícil escenario, el buen hacer de nuestros antepasados consiguió alcanzar un equilibrio perfecto entre producción y conservación; un equilibrio que permite cubrir las necesidades humanas al tiempo que respeta la biodiversidad preexistente y la enriquece con aportaciones nuevas. Un equilibrio inmejorable, aunque frágil y vulnerable.
La dehesa permite explotar las tres fuentes de producción primaria, monte, labor y pasto, que son complementarias y están perfectamente acopladas entre sí, constituyendo un sistema ecológico muy estable y de escaso gasto de energía. Consecuentemente, en la España seca, la dehesa es, sin duda, la forma más racional y respetuosa de aprovechamiento agrosilvopastoril, y constituye la mejor opción para la explotación sostenible de los recursos naturales.
Este modélico ecosistema agrícola, único en el mundo, es casi exclusivo de la península ibérica donde se desarrolló el procedimiento de adehesamiento del bosque mediterráneo. La propia etimología de la palabra nos habla de su historia: dehesa procede del latín defesa, defendida o, lo que es lo mismo, vallada. Sus orígenes históricos se remontan a la Edad Media, cuando, con el avance de la Reconquista y especialmente a partir del siglo XIII (desde la victoria cristiana en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212), los ganaderos locales empezaron a vallar sus propiedades para resguardarlas del ganado que realizaba la trashumancia.
Actualmente, en la península ibérica, las dehesas portuguesas ocupan un millón trescientas mil hectáreas y las españolas entre tres millones y medio y cinco millones de hectáreas. Tres millones y medio si solo se consideran dehesas aquellas cuyo arbolado está compuesto exclusivamente por especies del género Quercus productoras de bellotas (encinas, alcornoques, robles o quejigos), y más de cinco millones si se admite la presencia de otras especies arbóreas como castaños, acebuches o madroños.
Además de los valores ecológicos, medioambientales y de preservación de la biodiversidad, las dehesas tienen un importante valor económico que reside, en primer lugar, en las explotaciones ganaderas que incluyen importantísimas especies autóctonas y algunas foráneas que se han adaptado perfectamente. Entre las primeras están las más de mil doscientas ganaderías de toros de lidia; las vacas nodrizas (para carne), que superan el millón de ejemplares; los cerdos ibéricos de bellota, cuyo número ronda los tres cuartos de millón; las más de ocho millones de ovejas que suponen el cuarenta por ciento del censo total; los tres millones de cabras que representan el cuarenta y cinco por ciento del total; el sesenta por ciento de las ganaderías de caballos de pura raza española y más del cincuenta por ciento de las otras razas. Además, hay que sumar otras especies minoritarias y en peligro de desaparecer como el asno andaluz, la vaca blanca cacereña o la gallina azul extremeña; para ellas, las dehesas constituyen su último refugio. En segundo lugar está el aprovechamiento forestal de corcho, madera y leña que, en su mayor parte, se emplea para hacer carbón. Por último y de forma complementaria, otros aprovechamientos diversos como el cinegético, el micológico, el melífero y, de un tiempo a esta parte, el turismo rural. Además, en pequeñas parcelas se cultivan leguminosas y plantas forrajeras que contribuyen al autoabastecimiento para la alimentación animal en la época estival, aunque, debido a la baja calidad de los suelos, la agricultura es de bajo rendimiento.
Bastaría y sobraría con lo dicho hasta aquí para ser entusiasta defensor de este extraordinario y españolísimo agroecosistema, pero aún cabe añadir que la dehesa es el santuario de los árboles más representativos del bosque mediterráneo y más emblemáticos de toda la flora española: los árboles del género Quercus con su buque insignia a la cabeza, la encina. Considerada en la antigüedad un árbol sagrado, los celtas la llamaban kaërquez, que significa árbol hermoso, y en su redor se reunían con sus sacerdotes, los “hombres de la encina” o druidas, para celebrar sus rituales y ceremonias. Los romanos la llamaron ilex, palabra de la que derivó ilicina y de ésta, encina. Ambos términos, kaërquez —latinizado como quercus— e ilex, conforman el nombre científico de la especie: Quercus ilex.
Gracias a la abundancia de bosque mediterráneo y de dehesas, España es el país del mundo con mayor extensión poblada con encinas: la cuarta parte de su superficie arbolada. Por tal motivo, Quercus ilex es el árbol nacional de España.