
Una lumbre de palos y, sobre las trébedes, un perol con arroz caldoso hirviendo a borbotones. Preludio de inefables placeres gustativos.
El estilo de vida mediterráneo se está perdiendo y con él nuestras tradiciones culinarias que cada vez se alejan más de aquellas que heredamos de nuestros abuelos. Unas tradiciones que forman parte primordial del modo de vida mediterráneo y que han contribuido a que, año tras año, escalemos puestos en la clasificación de longevidad de los treinta y cinco países de la OCDE hasta situarnos, en 2017, en la segunda posición, solo por detrás de Japón. Y este mismo año, en la clasificación equivalente elaborada por la OMS que abarca a ciento noventa y un países, escalamos hasta la cuarta posición, solo por detrás de Singapur, Suiza y Japón.
Desde 1960, la esperanza de vida de los españoles ha aumentado en casi quince años. Sin embargo, una procelosa asechanza se cierne sobre esta progresión y amenaza con invertirla. Se trata del exceso de peso, que se ha convertido ya en una auténtica epidemia. En los últimos veinte años, la tasa de obesidad se ha duplicado en España. En 2017, el sobrepeso afectaba al 36% de los españoles y el 17% padecía obesidad. Es decir que al 53% de la población nos sobran kilos en mayor o menor medida, con los problemas de salud que eso conlleva y que suponen el 7% del gasto sanitario total, un porcentaje que sería mucho mayor si consideráramos los efectos a largo plazo.
Y el panorama entre nuestros niños y adolescentes no es mejor. Difícilmente nuestros hijos van a ser émulos de la longevidad de sus abuelos. Según datos de la OMS, entre 1975 y 2017, el porcentaje de niños y adolescentes obesos se ha cuadruplicado en España, pasando del 2’3% al 8’2% en las niñas y del 3’6% al 12% en los niños. En la última Encuesta Nacional de Salud publicada en 2017, el exceso de peso afecta ya al 27’8% de los niños españoles, y de ellos, el 10’1% sufre obesidad. Es decir, que estamos convirtiendo a nuestros hijos en futuros adultos rollizos y en precoces enfermos cardiovasculares y diabéticos. ¿Y por qué? ¿Cuál puede ser la razón que nos empuje a cometer semejante desafuero? Pues la causa hay que buscarla en la sustitución de nuestras costumbres tradicionales por otras importadas de los países occidentales que llevan la batuta en materia económica y cultural, cosas ambas que siempre van unidas. Hablo de las opulentas naciones del centro y norte de Europa y, sobre todo, de Estados Unidos. Nuestro estilo de vida y nuestro modelo alimentario se están sajonizando, aunque son muchos los que consideran que se está “modernizando”… y en el pecado llevamos la penitencia.
Cuando yo vestía pantalones cortos, las galletas, las magdalenas o los dulces de sartén, los hacían nuestras madres en casa, con ingredientes naturales y sin más aditivos que un poco de levadura. Los niños de mi generación desayunábamos pan con mantequilla, y cuando salíamos del colegio a las seis de la tarde, nuestra madre nos tenía preparada una rebanada de pan de hogaza regada con aceite de oliva y aderezada con un poco de azúcar o miel, y con ella en la mano nos íbamos a la calle a jugar, saltar, correr, trepar, apedrear gatos y pelearnos con los niños de las calles colindantes. Para mantener una espléndida forma física, no necesitábamos ni sofisticados complejos deportivos municipales, ni acudir a gimnasios, ni afiliarnos a clubes deportivos, ni que nuestros padres nos dedicaran su tiempo libre con amoroso celo sobreprotector.
Actualmente, nuestros hijos desayunan galletas, magdalenas o cereales, todo ello procesado industrialmente y elaborado con grasas de acreditada insalubridad; a media mañana compran chucherías de infame composición y para merendar les proporcionamos más bollería industrial o pan de molde con embutidos de misteriosa composición y cargados de aditivos. Además, en vez de agua del botijo, beben refrescos con unas dosis de azúcares demoledoras. Según el Ministerio de Sanidad, estos productos industriales son los principales responsables de la obesidad infantil. Pero no para ahí la cosa. Nuestros hijos ya no juegan en la calle porque se ha convertido en un lugar peligroso, motivo por el cual tampoco van solos al colegio; juegan ante un televisor, un ordenador o un móvil, pero siempre sentados. Los llevamos en coche a todos sitios y pasan las tardes aprendiendo idiomas o música… más tiempo sentados. Así, las horas semanales de actividad física se han reducido drásticamente y las horas que permanecen sentados se han centuplicado. ¿Cómo no van a tener sobrepeso? Es seguro que los padres españoles actuamos con la mejor de las voluntades, pero no basta. Ya nos advierte el refranero que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Ni ser bondadoso redime de la ignorancia, ni ser bienintencionado redime de la insensatez. Hay que tener, además, sentido común y practicar ese entretenido ejercicio mental que llamamos pensar, en lugar de seguir con ovina docilidad las consignas de lo políticamente correcto, con idéntica estolidez con la que nuestros antecesores siguieron las de los predicadores de turno.
Cada día es más urgente recuperar lo bueno del estilo de vida tradicional, y eso incluye la dieta mediterránea. Favorezcamos en nuestros hijos costumbres de vida activa aprovechando las oportunidades que nos brinda el desempeño cotidiano, cómo desplazarse a pie siempre que sea posible, subir por las escaleras en vez de coger el ascensor o practicar diariamente algún ejercicio durante una o dos horas, cosa que es preferible a practicar el sedentarismo seis días semanales y el séptimo someternos a un peligroso exceso de actividad deportiva.
Y en cuanto al aspecto gastronómico, que es el que a mí me ocupa, hay que abominar de la comida rápida, de la comida basura, de la bazofia que se pide por teléfono y nos lleva a casa un motorista, y aún más de esos repulsivos preparados que se calientan en el microondas y se malcomen en el mismo recipiente, sentados en el sofá y delante de la tele. Todas estas formas de comer, tan modernas y juveniles, constituyen el camino más directo al trastorno metabólico, al desvarío mental y a la patología social. Porque, a despecho de la publicidad que es aún más falsa que la política, no debemos olvidar que el buen funcionamiento de nuestro cuerpo, de nuestra mente y de nuestras relaciones familiares y sociales, se fragua alrededor de las comidas en eso que se ha dado en llamar comensalidad (palabra que aún no recoge el DRAE), que no es otra cosa que la acción de compartir el placer de comer, la necesidad de opinar y el gusto de conversar, alrededor de una mesa bien provista. Y prolongándola, si es posible, en esa institución tan mediterránea que es la sobremesa. Durante la comida, el contenido del plato alimenta nuestro cuerpo y la charla con familiares y amigos equilibra nuestro espíritu y refuerza los lazos de nuestro entramado familiar y social.
En conclusión, hay que desempolvar el recetario de la abuela y ponerlo en práctica, aunque adaptando las recetas a las técnicas coquinarias modernas y los ingredientes y su proporción a los usos nutricionales actuales, cuyos parámetros se pueden resumir en muy pocos puntos: evitar los alimentos procesados industrialmente; reducir en nuestra dieta la proporción de hidratos de carbono, especialmente azúcar y harinas refinadas; aumentar la proporción de verduras y hortalizas, especialmente en ensalada; recuperar el consumo frecuente de legumbres; consumir más proteínas y levantar el veto a las grasas, incluidas las saturadas, aunque con la moderación que exige el control del sobrepeso.
Como colofón de este artículo, he elegido una receta que ya era clásica en tiempos del Antiguo Egipto, tres mil años antes de Cristo: las lentejas estofadas. Eso sí, una receta que, aunque es trasunto del recetario tradicional español, está transmutada por la peculiar aportación de mi particular gusto y criterio.
Lentejas con níscalos y morcilla
Las lentejas se cuecen en la olla exprés con: agua que sobrepase a las lentejas en un par de centímetros / sal / pimienta molida / una hoja de laurel.
En una sartén se fríen 2 dientes de ajo y una rebanada de pan asentado. Se pasan al vaso de la batidora.
Se añade al citado vaso perejil y una cucharadita de pimentón.
Se añade también caldo de las lentejas y se tritura todo.
En el aceite sobrante se fríe una cebolla grande bien picada, y níscalos en trozos grandes.
Se añaden a las lentejas el majado y el sofrito, así como una morcilla de cebolla pinchada. Se deja cocer todo junto unos minutos más. Es aconsejable hervir la morcilla aparte antes de añadirla a las lentejas, para que pierda parte de su grasa.
A este plato le va muy bien un chorrito de vinagre… de Jerez, por supuesto.
Un consejo: como los vasos de las batidoras son de plástico y los plásticos al calentarse ceden a los alimentos productos cancerígenos, conviene poner un poco de agua en el vaso y, sobre ella, ir añadiendo los ajos fritos, el pan frito, etc. para que, de esa forma, se enfríen.