Nuevamente, los barceloneses han convertido las calles de su ciudad en el escenario de una violencia ferina que va más allá de la mera incivilidad, el gamberrismo o la delincuencia común. Es ésta una afición que allí goza de hondo y antiguo arraigo. Diríase que, en el inconsciente colectivo barcelonés, anida la creencia de que el vandalismo, el atentado y el terrorismo callejero, sitúan su ciudad en una especie de estrado cultural privilegiado, muy por encima de las otras ciudades españolas en las que los ciudadanos podemos expresar públicamente las opiniones que nos plazca y pasear tranquilamente luciendo las insignias, banderas y camisetas que nos apetezca, sin que nadie se incomode por ello. Y no es solo un fenómeno actual ni está ligado a una coyuntura sociopolítica concreta. En absoluto. Es una vocación de luenga raíz histórica. Y como muestra, algunos botones.
Ya desde 1425, como consecuencia de la crisis económica que afectó al comercio mediterráneo, chocaron las posiciones e intereses opuestos de la oligarquía barcelonesa -los autodenominados “ciudadanos honrados”- y de los mercaderes y menestrales. En la ciudad se sucedieron los motines y las algaradas. Eran los prolegómenos de la primera Guerra de los Remensas a la que seguiría una segunda, prolongándose la escabechina hasta que Fernando el Católico, en 1486, consiguió que todas las partes aceptasen la “Sentencia Arbitral de Guadalupe”.
En 1492, el siete de diciembre, estando los Reyes Católicos en Barcelona, un campesino llamado Juan de Cañamares se acercó por la espalda al rey Fernando y le asestó un machetazo que a punto estuvo de acabar con su vida. La hoja, dirigida a la cabeza del monarca, pasó rozando su oreja izquierda y se clavó en la base del cuello, causándole una profunda herida que le rompió la clavícula. Los ciudadanos reaccionaron provocando desórdenes y alborotos que el rey, convaleciente y con fiebre alta por la infección de la herida, tuvo que apaciguar mostrándose en público para demostrar que seguía vivo, y pidiendo calma a la multitud. Al parecer, al tal Juan de Cañamares, no se le alcanzó forma más refinada de manifestar su disconformidad con el acuerdo que había puesto fin al conflicto de los remensas.
En 1640 se produjo la conocida como Guerra de los Segadores, que duró hasta 1652 y enfrentó a España y Francia; pero todo se inició con un baño de sangre en las calles de Barcelona. Por mor de la Guerra de los Treinta Años, en la ciudad había tropas del ejército real, mercenarias en su mayor parte. Estos soldados de fortuna, pendencieros y borrachines por definición, venían cometiendo todo tipo de tropelías. En junio, Barcelona se había llenado de segadores que habían llegado a la ciudad para ser contratados en la recolección de las cosechas. El jueves siete de junio de 1640, conocido desde entonces como el Corpus de Sangre, estalló la masacre. Los campesinos se ensañaron con los tercios castellanos, con los funcionarios reales y con los nobles y los hacendados de la ciudad. El propio conde de Santa Coloma y virrey de Cataluña, Dalmau de Queralt, fue asesinado en la playa cuando intentaba huir por mar. La violencia sanguinaria alcanzó niveles de auténtico horror. Francisco Manuel de Melo, un portugués capitán de los tercios españoles que conoció aquella jornada, en su obra HISTORIA DE LA GUERRA DE CATALUÑA escribió: Muchos, después de muertos, fueron arrastrados, sus cuerpos divididos, sirviendo de juego y risa aquel humano horror que la naturaleza religiosamente dejó por freno de nuestras demasías; la crueldad era deleite; la muerte, entretenimiento; a uno arrancaban la cabeza (ya cadáver), le sacaban los ojos, cortábanle la lengua y las narices; luego, arrojándola de unas en otras manos, dejando en todas sangre y en ninguna lástima, les servía como de fácil pelota; tal hubo que, topando el cuerpo casi despedazado, le cortó aquellas partes cuyo nombre ignora la modestia y, acomodándolas en el sombrero, hizo que le sirviesen de torpísimo y escandaloso adorno.
El domingo trece de noviembre de 1842, estalló en Barcelona una insurrección contra el general Baldomero Espartero, a la sazón regente de la reina Isabel II. El motivo fue el rumor de que el gobierno presidido por el general José Ramón Rodil y Campillo, iba a rebajar los aranceles a los textiles ingleses. El detonante, sin embargo, fue un hecho trivial, un altercado organizado por un grupo de obreros que se empeñaron en pasar cierta cantidad de vino por la Puerta del Ángel, sin pagar los preceptivos derechos de puertas. El enfrentamiento degeneró en tumulto, y al grito de “el ejército quiere destruir la ciudad”, en un visto y no visto Barcelona entera se llenó de barricadas en las que milicianos y paisanos armados se enfrentaron a los soldados. Las campanas tocaron a rebato, los campesinos de los campos circundantes acudieron a la pelea como moscas a la miel y, como nadie quiso perderse la fiesta, los que no estaban en la calle disparando, arrojaban macetas y muebles a los soldados desde balcones y azoteas. En vista de la situación, el capitán general Antonio Van Halen replegó a sus hombres hacia la Ciudadela y hacia el castillo de Montjuic. Dos semanas largas duró el festival. Los sublevados, envalentonados, constituyeron una Junta y expusieron sus exigencias al gobierno: dimisión del regente, protección a la industria nacional, en caso de que la reina casase que el consorte fuese español… Tal vez algo molesto por la inquina personal que le demostraban los sublevados, Espartero acudió personalmente a Barcelona y fijó un plazo para que los insurrectos se rindieran. Tras sucederse tres Juntas y diversos dimes y diretes, finalmente no hubo rendición. El tres de diciembre don Baldomero regente, con esa sutil diplomacia, ese tacto, esa prudencia que alumbraba su caletre, ordenó que la ciudad fuese bombardeada desde el castillo de Montjuic. Al día siguiente, los barceloneses capitularon.
En 1909, se produjo la llamada Semana Trágica. El gobierno de Antonio Maura decretó la movilización de los reservistas y los sindicatos respondieron convocando una huelga general. A partir de ese momento se sucedieron protestas, mítines, y manifestaciones, hasta que la tensión estalló en el puerto de Barcelona, la tarde del domingo dieciocho de julio, durante el embarque hacia África de la Brigada Mixta de Cataluña. Ese día, la policía logró restablecer el orden tras realizar disparos al aire y practicar varias detenciones, pero a partir del lunes veintiséis de julio, los obreros huelguistas desencadenaron el Armagedón. Lo que se iniciara como una protesta antibelicista, derivó en furibunda barbarie anticlerical. Barcelona quedó paralizada, sin gas, sin electricidad, sin prensa, sin teléfono, sin telégrafo, sin ferrocarril… media ciudad incendiada, armerías, comisarías de policía y edificios religiosos asaltados, saqueo, pillaje, rapiña, ultraje de curas y monjas, tiroteos con la policía, muertos, heridos… y en medio de aquella vorágine de terror sin fin, la noche del martes veintisiete al miércoles veintiocho fue tan terrorífica, que ha pasado a la historia con el nombre de “noche trágica”. A partir del jueves comenzaron a llegar tropas que, el domingo uno de agosto, restablecieron completamente el orden público.
El catorce de abril de 1931, día en el que se proclamó la Segunda República Española y Francesc Maciá pretendió una República Catalana, integrante de una fantaseada Federación Ibérica, grupos de manifestantes aprovecharon la circunstancia para confluir en la cárcel Modelo, derribar las verjas de hierro, liberar a todos los presos ante la imperturbable aquiescencia de los funcionarios, e incendiar las oficinas y otras dependencias del edificio.
Ahora, según dicen, la causa del terrorismo callejero barcelonés es el separatismo, o la crisis económica, o el anticapitalismo, o el odio a lo español cultivado desde hace décadas por las autoridades catalanas, o… El caso es que uno no consigue disipar la sospecha de que tales causas, no son sino una búsqueda compulsiva de excusas que justifiquen lo injustificable, el odio, la ferocidad y el terror por los que, al parecer, los ciudadanos barceloneses sienten una inclinación tan pronunciada que su ausencia prolongada les provoca síndrome de abstinencia. Probablemente, no es casualidad que el himno que han elegido para su región, rememore el terrible episodio de la masacre provocada por los segadores el Corpus de Sangre de 1640: …¡Buen golpe de hoz! / Buen golpe de hoz, ¡defensores de la tierra! / ¡Buen golpe de hoz! / ¡Ahora es hora, segadores! / ¡Ahora es hora de estar alerta! / Para cuando venga otro junio / ¡afilemos bien las herramientas! / ¡Buen golpe de hoz!…