Hasta donde me alcanza la memoria, en este país siempre hemos vivido bajo la amenaza del independentismo catalán. Antaño implícita y hogaño explícita; otrora insinuada y hoy enunciada; ora subyacente, ora latente, ora emergente… ora pro nobis. El caso es que siempre ha estado ahí, pendiendo cual espada de Damocles, sobre el ingenuo patriotismo de los españolitos de bien; angustiando la integridad cívica de los probos curritos pagadores de impuestos; menospreciando las instituciones del Estado y acongojando la autoridad de los amedrentados dirigentes nacionales.
En realidad, y aunque algunos repitan lo contrario de una forma tan machacona que resulta cargante, los catalanes son una pesada carga para el resto de regiones españolas, y lo vienen siendo desde hace siglos.
Todo el supuesto genio mercantil catalán, ese olfato para los negocios, ese audaz espíritu emprendedor, ese industrioso gremio industrial, ha consistido en que, secularmente, los sucesivos gobiernos de España les han proporcionado los clientes a punta de bayoneta. En eso se resume todo. ¿Qué, que no? Echemos un vistazo a la Historia.
Ya en el siglo XVIII, la incipiente industria textil catalana goza del apoyo y la protección de la Corona Española, que crea las Manufacturas Reales; grandes talleres exentos de someterse a las reglas de los gremios, que trabajan para aprovisionar al ejército. ¡Así cualquiera hace negocio! Y por si esto fuera poco, Carlos III firma el Decreto de Libertad de Comercio, que despoja a Cádiz del monopolio que había mantenido hasta entonces, y abre a Cataluña de par en par, las puertas del comercio con Hispanoamérica. Surgen así las primeras compañías de estampación de indianas, que fabrican tejidos de algodón y constituyen el germen del incipiente sector textil catalán.
El proteccionismo exigido y obtenido por la burguesía catalana para sus productos, afectó negativamente al progreso y tecnificación de la industria. Así, en el siglo XIX, a las telas catalanas les resulta imposible competir con la calidad y el precio de los tejidos exportados por las potencias industriales europeas, pero nuevamente el Gobierno de España acude al rescate de la economía catalana, brindándole la protección y el amparo que no ofrece a los demás. A golpe de Decreto les asegura mercados a los que abastecer, a costa del interés económico de los consumidores de esos mercados. Una vez más la clientela, o sea el resto de españoles de uno y otro lado del Atlántico, es obligada a gastar su dinero en las empresas catalanas. Por un lado está la prohibición de la venta de tejidos británicos en la América hispana, que deja el camino expedito a los tejidos catalanes. Por otro, en la propia España, los tejidos procedentes de allende los Pirineos, mejores y más baratos, cuando atraviesan nuestras fronteras tienen que pagar unos aranceles tan elevados, que llegan a pañerías y sastrerías transmutados en artículos de lujo. Solo las economías más saneadas se los pueden permitir. El resto tiene que conformarse con los paños catalanes. El siguiente dato es muy elocuente: en 1830 la industria catalana suministra el 20% de los tejidos que demanda el consumo español. En 1850 suministra más del 75%.
La revolución industrial catalana, hija de la iniciativa y del trabajo, sí, pero basada sobre todo en el proteccionismo estatal, convierte a Cataluña en la fábrica de España.
Ya en las postrimerías del siglo XIX, el elevado precio de la energía provoca que la industria algodonera catalana entre de nuevo en crisis, pero el Gobierno de turno no se plantea ni por un instante dejar que su “niña bonita” entre en el juego de la libre competencia. Además ya conoce la receta: subida de aranceles a todos los productos extranjeros relacionados con dicha industria. Eso encarece el género para los consumidores españoles y los deja sin la opción de acudir a una alternativa más competitiva. Pero lo primero es lo primero, o sea la buena marcha de la economía de Cataluña, y a los demás… pues eso.
Cataluña ejerce, en la práctica, el monopolio del comercio con Cuba y se niega obstinadamente a renunciar a esta ventaja. Precisamente, la libertad de comercio es la principal reivindicación de la burguesía isleña, por lo que la defensa a ultranza de los privilegios catalanes por parte del gobierno español, es la causa primigenia del desastre del 98.
La pérdida de Cuba, mercado principal de la industria catalana, supone un nuevo revés, pero seguro que el sagaz lector ya está sospechando las medidas que adopta el Gobierno del momento para contrarrestarlo. ¡En efecto! Nuevos y más elevados aranceles a los productos extranjeros.
En el siglo XX, tras el paréntesis del florecimiento comercial propiciado por la Primera Guerra Mundial, la autarquía de la década de los 40, supone un paso atrás en la economía española y una reactivación de las viejas políticas corporativistas, proteccionistas y arancelarias. Lo que no cambia en absoluto es la marcada predilección del poder estatal, el régimen franquista en ese momento, por la región catalana, su industria y su comercio. Los sucesivos gobiernos de Franco siguen dispensándoles mayor amparo y protección que al resto de regiones, tanto en materia de aranceles como, sobre todo, favoreciendo la implantación en Cataluña de la inmensa mayoría de nuevas fábricas que trajo el desarrollismo de los sesenta, como la petroquímica de Tarragona o la Sociedad Española de Automóviles de Turismo (SEAT). La consecuencia para las regiones más pobres es que, además de escamotearles las instalaciones fabriles, fuerzan a su juventud a emigrar a Cataluña en busca de un salario, con la consiguiente despoblación y empobrecimiento sobrevenido.
Parcialidad, favoritismo, proteccionismo, amparo arbitrario del poder, discriminación positiva… en definitiva, una idea de hacer negocios, profundamente arraigada en la cultura española. Y seguimos igual, no nos hagamos ilusiones. ¿Ejemplos? Las ITVs a las que los automovilistas tenemos que llevar nuestros vehículos bajo amenaza de sanción gubernativa. O los bancos, que primero nos fueron obligando de facto a utilizar sus servicios: cobro de nóminas, domiciliación de recibos, uso de tarjetas… y en cuanto el proceso llegó a un punto irreversible, nos cobran esos servicios al precio que les da la gana, con la dolosa complicidad del poder político que no mueve un Decreto para poner coto a sus abusos.
Este es el ideal de libre comercio para todo el empresariado español: montar un negocio y que el legislador se encargue de mandar a los clientes. Y los catalanes, aunque lo nieguen, son los más aventajados en esta forma tan genuinamente española de entender la actividad empresarial. Constituyen la flor y nata de ese empresariado hispano para el que, todo lo que huela a libre competencia en un mercado abierto, huele a chamusquina.
¿Por qué, entonces, han llegado a la conclusión de que son unos hachas para los negocios y que están por encima del resto de los españoles?
El catalanismo separatista presenta dos caras, o mejor dicho, una cara y una cruz, como las monedas. La cara es quejumbrosa y petitoria: siempre babeando agravios imaginarios y exigiendo reparaciones reales en dinero contante y sonante. En cambio en la cruz se muestran altivos y desdeñosos, despreciando al resto de los españoles como a inferiores. Y lo más enojoso es que cuentan con la rendida colaboración mediática e institucional. Tanto las autoridades como los medios de comunicación, nos someten al común de los ciudadanos a una presión constante para que aceptemos con ovina sumisión, que las exigencias, las extorsiones, las imposiciones, las impertinencias con las que el catalanismo separatista nos asedia de continuo, son merecedoras de todo respeto. Piense en las veces que se mencionan tanto en los medios de comunicación como en boca de los políticos, Extremadura, Castilla-León, Cantabria o La Rioja, y compárelas con las que aparece Cataluña. Esta última gana por una goleada de escándalo. Nos asedia, nos abruma, nos aturde, nos incomoda, nos aburre.
Y mientras ellos montan su numerito de niños malcriados que necesitan ser el centro de atención permanentemente, los demás preocupadísimos por si están contentos de ser españoles o preferirían ser taiwaneses.
Y lo más sangrante es el asunto de la lengua. Por narices, por no mencionar otra parte más contundente de la masculina anatomía, tenemos que aprender a decir Llirona y Lleida en vez de Gerona y Lérida que es como se llaman esas ciudades en español. ¿Y qué hacemos con el principio de reciprocidad? Porque, me pregunto yo ¿Cuántos catalanes son conocedores de las particularidades del habla castellana en la comarca de Guadix de la que soy oriundo? ¿Qué saben ellos de la interjección “cucha” y de su empleo para captar la atención de quién nos acompaña? ¿Qué saben del matiz tierno y familiar que adquiere el lenguaje coloquial, cuando terminamos los diminutivos en “ico”? Nada, nada de nada, nada en absoluto, y menos aún es lo que les importa, obsesionados como están en escudriñar su propio ombligo. ¿En cambio yo si tengo que saber decir mosso descuadra en lugar de policía autonómico, lleneralitat en lugar de gobierno catalán, cunseller en lugar de consejero, y otro sinnúmero de palabrejas en esa jerga que chamullan los gachós, sea idioma, dialecto, habla o germanía, que ni lo sé ni me importa?
¿Por qué no se dedicarán a bailar la sardana y a dejarnos tranquilos? Por cierto, esa danza tan catalana la creó el ilustre hijo de Alcalá la Real Don José María Ventura Casas. Sí, sí, el Alcalá la Real de la provincia de Jaén, no hay otro.
Y encima, sus dirigentes políticos tienen la desfachatez de quejarse continuamente del presunto expolio que el Estado Español está cometiendo con los pobrecitos catalanes.
Ya estoy harto de estar harto. Soy yo el quiere independizarse de Cataluña. Pero quiero la independencia total. Nada de una independencia a la carta en la que los malcriados escojan en que aspectos se emancipan y en cuales nos siguen parasitando. Ni mucho menos. Que se larguen de una vez por todas de España, de la Unión Europea y de nuestras vidas. Que se vayan a hacer puñetas, a ver si consiguen que alguien se las compre cuando estén rodeados de fronteras con aranceles. Quiero que se levanten barreras, que se cierren las verjas y que se tire la llave. Que para visitar el resto de España, un catalán tenga que enseñar su pasaporte, que se le inspeccione meticulosamente el vehículo, el equipaje y que se le hurgue hasta en el forro de los bolsillos. Ya está bien. Ya estoy cansado de soportar sus continuos berrinches, sus exigencias, sus expolios y sus desprecios. Quiero la independencia.
REFLEXIONES DE UN PASEANTE: ¡Quiero independizarme de los catalanes!. Fue publicado en «Revista de La Carolina» en Octubre de 2012. Este artículo es un resumen de aquel.
¡Soberbio e irrefutable! ¡Y asusta pensar cuántos MILLONES de españoles estarían de acuerdo si lo leyeran!Sólo una lanza por el empresariado español, que ha tenido que olvidar pasadas prebendas gubernamentales con esto de la crisis y andan los pobrecitos en las Chinas y las Bolivias buscándose la vida…
Agradecido por tu comentario.
Siempre que se habla de Cataluña entramos en terreno fangoso. Realmente los medios de comunicación no paran de bombardearnos con el tema de la independencia, yo por mi parte estoy bastante cansado de ellos. Aunque estoy convencido de que muchos no saben ni por que piden la independencia, son borregos que se dejan llevar por el pastor de turno con falsas promesas electorales y con un discurso victimista que raya lo surrealista.
Saludos Fernando