Decía Goebbels que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad indiscutible. La idea no es nueva, la humanidad venía practicándola desde mucho antes de que Tut-anj-Amón pasara sin pena ni gloria por la historia de Egipto. Sin embargo, al que fuera ministro de Ilustración Pública y Propaganda en los gobiernos alemanes de 1933 a 1945, le cupo el mérito de formularla en términos precisos y de elevarla a la categoría de principio político.
En España, como en cualquier otro país, tenemos amplia experiencia de la aplicación de este principio. Concretamente en nuestra historia reciente, hay dos casos de falsedades transmutadas en verdades universalmente reconocidas por mor de la repetición contumaz, que atropellan de manera especialmente flagrante el más elemental sentido común.
La primera de estas falsas verdades, es de reciente irrupción en el ideario propagandístico de ciertos políticos, y consiste en afirmar, como cosa sabida, que el bipartidismo es malo. Que digo malo, nocivo, perverso… demoníaco. Nos lo han repetido tantas veces en tan poco tiempo, que nadie osa ponerlo en duda y menos aún, discutirlo. Al menos en voz alta. Y sin embargo, es más que evidente que las democracias que mejor funcionan, son bipartidistas; que hay democracias consolidadas desde hace siglos, que han establecido normas para favorecer el bipartidismo; que hay democracias pluripartidistas en las que la ingobernabilidad se ha instalado de forma endémica; etc. Pues bien, nada de esto influye en nuestro juicio ni modifica nuestra opinión. Lo fetén es la pluralidad y punto. De hecho, la manipulación crónica de esa palabreja, pluralidad, ha llegado a convertirla en lo que yo llamo un icono semántico: una palabra perfectamente respetable en su origen, a la que se carga de significado censor y coercitivo, de manera tal que, su sola mención, desactive automáticamente cualquier tentación de crítica, oposición o controversia, en nuestro interlocutor. Ejemplos hay muchos: patria, pueblo, democrático, social… y pluralidad ya ha entrado a formar parte de este cuadro de honor de la terminología políticamente correcta.
La segunda falsa verdad es esa sinfustada de que, en las urnas, “el pueblo no se equivoca”. Tras oírla repetir mil y una veces, ya a nadie se le ocurre cuestionar la veracidad de semejante memez, a despecho de toda una pléyade de evidencias históricas que demuestran lo contrario. ¿Acaso no se equivocó el pueblo alemán cuando, en 1930, votó al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán? Pues la consecuencia fue la guerra más destructiva y mortífera que ha conocido la humanidad. ¿No se equivocó el pueblo británico cuando, en 1945, apeó a Churchill del gobierno de la nación? Pues, como mínimo, fue una deplorable muestra de ingratitud para con el hombre que los había conducido a la victoria. Claro que, por otro lado, los votantes hicieron buenas las palabras del propio don Winston, demostrando que los británicos no tienen amigos, tienen intereses. ¿No se equivocó acaso, el pueblo estadounidense, votando a George Bush en 2000 y en 2004? Pues las consecuencias de su política exterior las estamos padeciendo actualmente: el auge del islamismo terrorista que día tras día gana adeptos y extermina opositores, al tiempo que azota la civilización occidental con asesinatos masivos e indiscriminados. ¿No se equivocó el pueblo español en noviembre de 1933 y en febrero de 1936, repartiendo su voto entre más de una decena de partidos y partiditos que conformaron un parlamento inoperante? Pues las consecuencias fueron desórdenes, crímenes, quiebra del orden público, una guerra civil espantosa y cuarenta años de atraso político, económico y social. ¿Nos hemos vuelto a equivocar en las últimas elecciones generales, conformando con nuestros votos un Parlamento ingobernable? El tiempo lo dirá.