En 1985, el gobierno socialista, que quería un poder judicial subordinado a sus directrices políticas, se puso la bata blanca, cogió el fonendo y le diagnosticó a la Justicia corporativismo agudo. Aprovechando su mayoría en el parlamento, reformó la Ley del Poder Judicial para poder colocar a sus leales en los más altos cargos del escalafón judicial. Con la excusa de remediar el presunto corporativismo del Consejo General del Poder Judicial, prescribió que los vocales de dicho órgano fuesen designados por el parlamento. El remedio resultó peor que la enfermedad, pues el CGPJ contrajo así una politización severa que con el tiempo se ha hecho crónica. Aunque, eso sí, la independencia del poder judicial, el síntoma más grave de la patología corporativa, remitió hasta casi desaparecer. Cuentan las crónicas que Alfonso Guerra, con el ingenio y la suficiencia de los que siempre ha hecho gala, lo resumió con un sencillo aforismo: Montesquieu ha muerto. En efecto, la independencia de los tres poderes del Estado que defendió Montesquieu, fue barrida por los vientos de progresismo que aquellos representantes de la voluntad popular habían traído al parlamento español.
En el año 2001, a iniciativa del gobierno popular que entonces regía nuestro destino, PP y PSOE suscribieron el Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia. Sí, sí, has leído bien. Aunque hoy pueda parecer cosa de brujería, PP y PSOE dialogaron y alcanzaron un acuerdo que, además, tuvo la virtud de conseguir el respaldo de la mayoría de grupos parlamentarios. ¡Y no se trataba de subirse el sueldo! El pacto –ni para ti ni para mí, mitad para cada uno– implementó una fórmula mixta para repartir las vocalías del CGPJ: unas por designación, otras por elección y todos contentos. Los vendehúmos que predican el diálogo y el acuerdo como si fuesen fines en sí mismos, levitaron de gozo. Y, sin duda, son excelentes virtudes políticas, aunque no per se, sino como medios sensatos para alcanzar fines beneficiosos. Por expresarlo en términos matemáticos, son virtudes necesarias pero no suficientes. Es decir que cuando se acuerda una memez, la virtud de haberla dialogado y acordado no la redime de su condición mema. Y es el caso del pacto que nos ocupa, pues, en la práctica, ni ha acabado con el corporativismo ni garantiza la independencia del poder judicial. Y en esas estamos. Todos los días vemos cómo la manipulación de la ley, permite utilizar la Justicia para favorecer los intereses políticos de determinadas ideologías; y cómo ciertos presuntos profesionales de la Justicia, actúan como sicarios de aquellos que los han puesto en el cargo que ocupan.
Lo más perverso de todo esto es que si muere Montesquieu, si desaparece la separación de poderes, desaparece con ella la organización democrática del Estado, y se sientan las bases para que se instaure otra forma de gobierno, el totalitarismo. Es lo que está ocurriendo en Venezuela, donde la separación de poderes agoniza. En Estados Unidos en cambio, un presidente tarambana no puede gobernar a su antojo, porque se lo impide precisamente esa separación de poderes que allí sí que funciona razonablemente bien, cumpliendo su función de eficaz juego de contrapesos en el que todos los poderes se limitan mutuamente. En España urge resucitar a Montesquieu o, dicho sin metáforas, defender a ultranza la independencia y autonomía de los tres poderes. Y es tarea que debemos emprender los ciudadanos, porque si esperamos que los políticos acuerden decisiones que limiten sus poderes… vamos listos.