Acabo de ver una vez más, “La Roca”, una película tan repleta de héroes de película que hasta los malos, aunque defiendan ideales equivocados, dan el tipo de héroe jolivudiense: mentón cuadrado, mirada intensa, hechuras de primo de Thor y elocuentísima retórica a flor de boca para glosar las virtudes del patriotismo, a poco que se tercie.
La proximidad de los acontecimientos del pasado nueve de mayo, hizo que la comparación con nuestros modestos y discretos héroes locales me resultara inevitable. En efecto, el sábado pasado, una hora después del mediodía, en las proximidades del aeropuerto San Pablo de Sevilla, un avión Airbus realizaba un vuelo de prueba. Tanto el piloto, el teniente coronel don Jaime Gandarillas como el copiloto, el coronel don Manuel Regueiro, eran dos experimentados aviadores con muchas horas de vuelo y misiones de combate a sus espaldas. En cierto momento se produjo lo que uno de los supervivientes describió como fallo masivo de los cuatro motores. El aparato se dirigía inexorablemente hacia el polígono industrial Los Espartales, una zona ocupada por diversas fábricas e industrias y por un centro comercial que, debido al día y a la hora, se encontraba repleto de público. Ante la imposibilidad de remontar el vuelo y la dificultad de intentar un aterrizaje de emergencia sin poner en riesgo docenas de vidas inocentes, los aviadores no dudaron en estrellar su avión contra una torre de alta tensión, evitando así la tragedia. Como buenos militares españoles mantuvieron hasta el final el juramento de servir a su patria, y lo hicieron del mejor modo posible: salvaguardando la vida de sus compatriotas aún a cambio de las suyas propias.
El accidente fue visto por Francisco, guarda del coto donde se estrelló el aparato, que se encontraba dando un paseo con su hija de once años. Inmediatamente y a pesar del llanto y los gritos de la asustada niña, dirigió su coche hacia el lugar del siniestro por si podía ayudar. Lo mismo hicieron Manuel, Fernando y Custodio, tres agricultores que estaban dando un riego a la hortaliza en una finca próxima y que inmediatamente se montaron en un coche y recorrieron los quinientos metros que los separaban del amasijo de chatarra, llamas y humo en que se había convertido el avión. También acudió Luis, otro agricultor de la zona, así como tres guardias de seguridad, Rafael, Pablo y Adrián, y Ángel, un trabajador de limpieza del polígono comercial que el sacrificio de los pilotos acababa de salvar del desastre. Desde donde estaban no podían ver los restos del avión, pero sí veían la densa columna de humo que se elevaba hacia el cielo. Uno de ellos dijo: Compañeros, vamos para allá. Si es un avión hay gente, y si hay gente hay que echar una mano. Dicho y hecho, aunque a mitad de camino tuvieron que detener el coche debido a que los cables de alta tensión les cortaban el paso produciendo continuos chispazos. Ángel se quedó rezagado dando aviso del peligro, mientras que los tres guardias rodeaban los cables a la carrera y seguían adelante campo a través.
Cuando todos ellos, con poca diferencia de tiempo, llegaron a los restos humeantes en los que no dejaban de producirse explosiones, vieron que los dos únicos supervivientes del accidente habían logrado arrastrase fuera del fuselaje a pesar de estar gravemente heridos. De hecho, mientras se acercaban a toda velocidad, vieron como uno de ellos salía por una de las ventanillas. Inmediatamente Fernando y Francisco se hicieron cargo de Joaquín, el mecánico que tenía politraumatismos y diversas quemaduras de segundo y tercer grado, mientras que Manuel, Custodio y los vigilantes jurados hicieron lo propio con José Luis, el ingeniero, que era el que presentaba heridas más graves. En opinión de Rafael, uno de los guardias, debió de salir despedido en el impacto, pues no cree que con la pierna destrozada, hubiera podido moverse por sus medios ni un metro. Según Adrián, otro de los guardias, el hueso roto le atravesaba la bota militar. No pudieron hacer nada por los dos pilotos ni por los otros dos ingenieros, Jesualdo y Gabriel, porque estaban todos muertos.
Poco después se sumaron al improvisado grupo de ayuda un ciclista y dos guardias civiles que también estaban por las proximidades.
En volandas y con sumo cuidado, pues no querían que el traslado agravara aún más sus heridas, retiraron a los supervivientes a unos cien metros de las llamas y las explosiones y se dividieron en dos grupos, unos se fueron al camino para advertir a sanitarios, bomberos y policías del peligro de los cables, e indicarles un camino alternativo conocido por los agricultores. Los otros se dedicaron a atender a los heridos en espera de la ayuda. Cuarenta y cinco minutos tardó en llegar el tropel de vehículos con las sirenas infundiendo esperanza y aliento desde lejos, y durante todo ese tiempo, José Luis no soltó la mano de Custodio que trataba de darle ánimos. Tenía serias dificultades para respirar porque se ahogaba con su propia sangre procedente de una fractura que le llegaba desde la frente hasta la boca. Francisco se tumbó en el suelo y le apoyó la cabeza y parte de la espalda sobre su estómago, para mantenerlo incorporado y facilitarle así la respiración. Al tiempo, con una camiseta le taponaron una herida por la que sangraba abundantemente, cortándole la hemorragia.
Después, cuando los periodistas les llamaron héroes, todos lo negaron diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo y que si no pasaron miedo a pesar de las llamas, el humo y las explosiones, fue porque en esos momentos no se piensa en el miedo sino en hacer lo que hay que hacer.
Y puede que tengan razón y que no respondan a la imagen de héroe que nos vende la literatura o la cinematografía, sino más bien, a lo que en Sevilla se define más modestamente como “buena gente”. Desde luego su planta no es la de altivos sicambros sino la de hombres de campo, su mirada no es vehemente sino guasona, su talante no es arrogante sino cordial, y su facundia se expresa con el acento y la musicalidad tan característicos del habla sevillana. Decididamente, en Hollywood no los contratarían ni para protagonizar un corto. Sin embargo, si alguna vez necesitas ayuda, ruega a Dios que sean tipos como estos y no héroes de película, los que acudan en tu auxilio. Buena gente, tan formidable que redime a la Humanidad de sus muchísimas miserias.
¡Has conseguido darle al relato sentimiento y emoción, a pesar de que ya lo conocíamos! Muy bien contado, sí señor; aunque discrepo en que los guapos no puedan ser también héroes, llegado el caso… Y es que el cine es arte, está para mejorar la realidad, así que naturalmente que hace bien idealizando lo anecdótico ¿no? Ya hemos comprobado a través de los reality cómo nos hace sentir la observación de la cotidianeidad filmada sin mirada ni pretensión artísticas…
Coincido, aunque me venía bien plantear la antítesis para resaltar la capacidad que tienen los sevillanos para poner orden en el caos. Incluso en un accidente mortal. Yo creo que es el resultado de siglos de entrenamiento en el comportamiento tan extremadamente cívico, ordenado y, aparentemente, espontáneo, que exhiben en «las bullas»: feria, rocío y Semana Santa.