A poco que arañemos la superficie del terreno en cualquier rincón de nuestra piel de toro, afloran restos de culturas y civilizaciones que por aquí estuvieron y dejaron su huella: íberos, fenicios, griegos, romanos, visigodos, árabes…
Paralelamente, a poco que hurguemos en nuestra historia, nos encontramos con españoles ilustres que son totalmente desconocidos fuera de un limitado círculo de especialistas. Son personajes que, de haber nacido en otra nación, hoy serían estudiados en institutos y universidades, y sus nombres y hazañas científicas, militares o artísticas, formarían parte del acervo cultural de sus descendientes. Y es que, aunque nos cueste trabajo creerlo, hay países que, en lugar de la ignorancia, la envidia y la maledicencia, cultivan el respeto y la admiración por la memoria de sus hijos más preclaros. ¡Pero si hasta se los ponen de ejemplo a sus educandos para estimular en ellos el afán de emulación! En cambio nosotros… Verbi gratia, y ya que el artículo trata de expediciones científicas, ¿cuántos españoles saben que la primera que registra la historia, fue la realizada por don Francisco Hernández de Toledo, médico de Felipe II que, entre 1570 y 1577, estudió la flora, la fauna, la arqueología y la medicina local de los nuevos territorios conquistados por Hernán Cortés?
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Nuestro protagonista es otro miembro destacado de esta legión de españoles ilustres y olvidados, don Hipólito Ruiz López, uno de los botánicos que más y mejores servicios le ha prestado a esta ciencia en toda su historia.
Nació en Belorado (Burgos) el ocho de agosto de 1754, y murió en Madrid el diez de septiembre de 1816. Un tío materno sacerdote, don Basilio López, se encargó de instruirlo en humanidades desde su más tierna infancia. El muchacho salió despierto y mostraba un verdadero interés por las plantas, por lo que, con sólo catorce años, sus padres lo mandaron a Madrid como practicante de farmacia. Bajo la tutela de otro tío materno, el farmacéutico don Manuel López, aprendió las diversas materias científicas que debía conocer un boticario. Estudió Botánica en el Real Jardín Botánico de Madrid, ubicado aún en la Huerta de Migas Calientes, donde fue discípulo de uno de los más prestigiosos botánicos de la época, don Casimiro Gómez Ortega, que también era farmacéutico, médico, poeta, traductor de tratados de Botánica, así como médico de cámara y boticario mayor del rey Carlos III. Así las gastaban los sabios de la Ilustración.
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Por aquellos años, la corte española vivía intensamente el sueño ilustrado y Carlos III no ahorraba esfuerzos ni gastos en el empeño de acrecentar el peso científico de España en Europa. Para ello contaba con la colaboración de don Casimiro Gómez Ortega que, por encargo suyo, organizó tres importantísimas expediciones científicas: la de Hipólito Ruiz y José Pavón a Chile y Perú (1777-1788), la de Juan Cuéllar a Filipinas (1786-1801) y la de Martín Sessé y Vicente Cervantes a Nueva España (1787-1803). El objetivo era estudiar la flora de esos lugares y seleccionar especies que se aclimataran en España y rindieran beneficios farmacológicos, nutricionales u ornamentales.
Así, con veintidós años recién cumplidos, nuestro protagonista recibió del Rey la enorme responsabilidad de dirigir la expedición botánica más importante del siglo. Su equipo estaba formado por otro joven botánico y condiscípulo del Real Jardín Botánico, don José Antonio Pavón y Jiménez; dos dibujantes, don José Casto Brunete Dubua y don Isidro Gálvez Gallo; y un médico y afamado botánico de nacionalidad francesa, don Joseph Dombey, que acudía en nombre del Jardin du Roi de París, y que desde el primer momento se enfrentó a Ruiz, resultando un auténtico incordio que a punto estuvo de dar al traste con la expedición.
El joven Hipólito padecía problemas respiratorios y, en consecuencia, tenía una salud muy delicada, motivo por el cual su familia se opuso a que se embarcara en aventura tan procelosa, pero de nada sirvió. Hipólito, que era emprendedor, responsable y patriota, no dudó ni un instante en aceptar el Real encargo. Años después, su hijo lo describiría con estas palabras: …en su cara estaba pintada la serenidad inseparable de un hombre de recto proceder. Su porte era sencillo y digno, su genio franco y muy generoso, pero grave y circunspecto. En su trato era sumamente formal, veraz y consecuente. Fue prudente, laborioso, parco y muy celoso por la gloria de su nación.
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El cuatro de noviembre de 1777 dio comienzo una de las expediciones científicas más importantes del siglo XVIII. Ese día, en Cádiz, los expedicionarios embarcaron a bordo de «El Peruano» y, tras seis meses de navegación, el ocho de abril de 1778, arribaron al puerto de El Callao. Los recibió el virrey Manuel Guirior en persona y, durante días, los agasajó con fiestas y celebraciones.
A comienzos de mayo iniciaron los trabajos de recolección y catalogación de especímenes en las proximidades de Lima, desplazándose luego a las provincias costeras del norte del Perú. Aquellos españoles elegantemente vestidos y pulcramente acicalados que recorrían los campos a pie, llevando bajo el brazo las carpetas en las que iban archivando las plantas que recogían, llamaron poderosamente la atención de los indígenas, que los llamaban «los brujos yerbateros».
Los trabajos avanzaron a buen ritmo y, en pocos meses, estuvo listo el primer cargamento, compuesto por trescientos especímenes y doscientos cuarenta y dos dibujos, que llegó a España sin novedad.
En la primavera de 1779, los expedicionarios se adentraron en la cordillera de los Andes y se encontraron con un paraiso botánico de especies desconocidas, muchas de las cuales demostraron tener efectos medicinales útiles para combatir numerosas enfermedades padecidas en Europa.
En 1780 Dombey, que no cesaba de enfrentarse a Ruiz alterando la convivencia y deteriorando el clima de trabajo, se quedó en Lima, mientras que el resto de la expedición viajó a Huánaco, en la Amazonía. Llevaban orden de centrar sus investigaciones en el árbol de la quina y en sus posibles aplicaciones medicinales, pero no pudieron dejar de estudiar otras muchas especies de gran interés como la coca o el caucho, en las que la zona era pródiga. Allí coincidieron con el levantamiento inca protagonizado por José Gabriel Condorcanqui Noguera, marqués de Oropesa, posteriormente conocido como Túpac Amaru II. El conflicto puso en peligro sus vidas y retrasó los trabajos varios meses.
Ese mismo año, Dombey realizó un envío de material a París, pero el barco fue capturado por los ingleses que se llevaron la colección al Museo Británico. Y allí sigue a día de hoy, a pesar de las numerosas reclamaciones realizadas por los sucesivos gobiernos franceses.
En 1781, el equipo expedicionario volvió a Tarma para seguir herborizando el territorio, pero Dombey se quedó en Lima estudiando las mareas en el puerto de El Callao. Ya no volvería a acompañar al equipo en sus desplazamientos al interior de la selva.
En 1782 los investigadores se trasladaron a Chile (Talcahuano, Concepción, Santiago de Chile) donde prosiguieron con sus trabajos de recolección y clasificación de material, al tiempo que seguían realizando envíos de semillas y de plantas vivas al Real Jardín Botánico de Madrid.
En abril de 1784, el médico francés abandonó el equipo definitivamente, después de haber protagonizado continuas quejas, exigencias y disputas con Ruiz, desde el momento mismo en que se conocieron en Madrid. No obstante, es de justicia reseñar que en 1782, en la ciudad chilena de Concepción, Dombey ofreció desinteresadamente sus conocimientos médicos para combatir una epidemia de cólera. Las autoridades lo nombraron director de los servicios sanitarios de la ciudad, cargo que desempeñó hasta que no remitió la enfermedad en 1783. Llegó a Cádiz en febrero de 1785 con setenta y tres cajas de material y, nada más desembarcar, fue sometido a un registro riguroso ordenado por Casimiro Gómez Ortega. Durante el transcurso de la expedición había desaparecido material y las sospechas recayeron sobre el francés. También hubo de firmar el compromiso de que no realizaría publicación alguna hasta que los trabajos de la expedición hubieran concluido y estuvieran de vuelta Ruiz y Pavón.
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Tras la partida de Dombey, la expedición cambió el plan de trabajo. En 1785 se les sumó un nuevo equipo formado por el botánico y farmacéutico don Juan José Tafalla Navascués y el dibujante don Francisco Pulgar, ambos pertenecientes al regimiento de intantería Soria, acuartelado en Lima. Se instalaron permanentemente en el interior de las montañas, donde permanecieron desde mayo de 1784 hasta octubre de 1787. Las condiciones de vida eran deplorables y la alimentación precaria. Ruiz estaba extenuado, aquejado de fiebres y con continuos dolores de cabeza. Sin embargo en ese periodo, libres ya del lastre del francés y con la inestimable ayuda de los nuevos miembros, el ritmo de trabajo se intensificó, centrándose la investigación en los bosques de quinos o árboles de la quina propios de la selva amazónica, de cuya corteza se obtienen diversas sustancias con importantísimos efectos medicinales.
Pero el infortunio quiso cebarse en ellos, y el seis de agosto de 1785, un incendio que asoló la población peruana de Máncora, destruyó gran parte del material tan penosamente recolectado. Con desesperación e impotencia, tuvieron que contemplar como se volatilizaban muchos meses de trabajo y esfuerzo. Años después, Ruiz y Pavón describirían así el impacto que les causó el desastre: Con tan fatal golpe, quedamos por tres días tan fuera de juicio como el que, herido del rayo, existe sin saber que vive; pero resignados con la voluntad Divina volvimos al fin consolados a pie a Huánaco…
Tras sobreponerse, volvieron a la tarea con mayor denuedo aún, para reponer el material perdido. Y nuevamente la desgracia dio al traste con su esfuerzo. Un importantísimo cargamento formado por cincuenta y tres cajones de material que representaban el fruto de un trabajo ímprobo, salió rumbo a la península, pero a principios de febrero de 1786, el navío San Pedro de Alcántara que lo transportaba, se hundió frente a las costas de Portugal a la altura de las islas Berlingas. Nuevamente tuvieron que repetir desplazamientos y herborizaciones para reponer, siquiera parcialmente, el material perdido.
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El 12 de octubre de 1787, Ruiz recibió la orden de preparar el regreso a España, y exactamente un año mas tarde, el 12 de octubre de 1788, los expedicionarios desembarcaron en Cádiz, ciudad a la que Ruiz llegó con la salud muy quebrantada. Tafalla y Pulgar permanecieron en el Virreinato continuando con la recolección y estudio de nuevos especímenes. En 1793 se les agregó un nuevo botánico, don Juan Agustín Manzanilla, y poco después, un nuevo dibujante, Xavier Cortés. En 1797 el dibujante Pulgar se retiró del equipo y lo sustituyó don José Gabriel Rivera.
Diez años estuvo la expedición por aquellos territorios de durísima orografía, vegetación inextricable y climatología extrema. Durante ese tiempo padecieron todo tipo de desgracias, peligros y calamidades. De todo ello tomó pormenorizada nota don Hipólito Ruiz en su diario, además, claro está, de recoger cada observación y descubrimiento científico con la precisión propia de su espíritu analítico y de su sólida formación.
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El 16 de diciembre, los expedicionarios entraron por fin en Madrid con su cargamento de material botánico: veintinueve cajones con plantas secas y ciento veinticuatro plantas vivas, además de dos mil quinientos dibujos botánicos que trajo Gálvez, porque Brunete había fallecido poco antes de iniciarse el regreso. De este modo acabó una aventura marcada por las penalidades y las desgracias, pero tremendamente productiva desde el punto de vista científico. Ruiz y Pavón recolectaron más de tres mil especies vegetales además de los envíos de semillas y plantones al Real Jardín Botánico de Madrid, lugar donde hoy se conserva la mayor parte del herbario de la expedición, compuesto por más de diez mil pliegos. También se conservan los dibujos botánicos a tamaño natural e iluminados, que son de una calidad tan extraordinaria que aún hoy siguen despertando admiración y cosechando premios honoríficos en cuantas exposiciones se presentan.
A su regreso a la metrópoli, los expedicionarios fueron agregados al Real Jardín Botánico, aunque nunca fueron integrados en su cuerpo laboral, de modo que su trabajo se desarrolló de manera paralela a las actividades de esa institución.
La primera publicación fruto de esta expedición, fue una monografía: QUINOLOGÍA O TRATADO DEL ÁRBOL DE LA QUINA O CASCARILLA (Madrid, 1792), traducida al italiano (Roma, 1792), al alemán (Gotinga, 1794) y al inglés (Londres, 1800). Años después fue complementado por un SUPLEMENTO A LA QUINOLOGÍA, que incluía las nuevas especies de quinos descubiertas por Tafalla.
En agosto de 1792, cuatro años después de su regreso, Ruiz y sus compañeros de expedición pudieron disponer de una sede propia en la «Oficina de la Flora Americana», cuyo objetivo central fue la edición de un magno estudio sobre la flora del Virreinato del Perú que abarcaba principalmente los actuales Perú y Chile. La obra se centró en la utilidad terapéutica de los vegetales americanos.
En los años siguientes, Hipólito Ruiz López en colaboración con su compañero José Antonio Pavón, publicaron tres grandes volúmenes sobre la FLORA PERUVIANA ET CHILENSIS. Oficialmente, se les reconoce a Ruiz y Pavón el descubrimiento de ciento cuarenta y un géneros nuevos y más de quinientas especies que reflejan solo una fracción de la gigantesca labor desarrollada por ambos científicos, buena parte de la cual quedó inédita. Los dos tomos finales de la magna obra nunca llegaron a ser publicados, debido a las dificultades económicas que siguieron a la Guerra de la Independencia. De haber visto la luz, las especies nuevas descubiertas por Ruiz y Pavón, habrían alcanzado el millar.
Entretanto los expedicionarios que habían quedado en el Virreinato, Tafalla y su equipo, continuaron trabajando sobre el terreno y realizando nuevos envíos de material a España hasta la muerte de Tafalla, ocurrida el día uno de octubre de 1811. En 1804 sus investigaciones se centraron exclusivamente en los árboles de la quina. Después, la financiación de la expedición sufrió serias mermas, hasta el punto de que don Juan José Tafalla se vio obligado a vender su propia biblioteca de Botánica, para poder culminar el otro gran proyecto de la Corona Española: inaugurar una cátedra de Botánica en la Universidad San Marcos de Lima.
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Hipólito Ruiz siempre fue un trabajador incansable, y supo simultanear su labor investigadora con el ejercicio de la profesión de boticario. Apenas un año después de regresar, el cinco de febrero de 1790, aprobó los correspondientes exámenes y obtuvo el título de boticario por el que se le permitía «asentar y poner su botica pública». La asentó en Madrid, en la calle Encomienda esquina con Mesón de Paredes.
Siempre con el apoyo de don Casimiro Gómez Ortega, participó muy activamente en la vida corporativa farmacéutica, llegando a ser nombrado Visitador de Boticas de Madrid. Con anterioridad, en 1809, había rechazado el nombramiento de Examinador Supernumerario del Consejo de Sanidad que le ofreció el gobierno de José Bonaparte.
Don Hipólito falleció en Madrid en 1816, a consecuencia de un derramamiento masivo de sangre por las fosas nasales. Tras su muerte, Pavón se hizo cargo de continuar con la publicación de la FLORA PERUVIANA ET CHILENSIS, pero las adversas condiciones del reinado de Fenando VII, complicaron extraordinariamente su labor. Las dificultades económicas lo impulsaron a vender algunas colecciones a botánicos europeos interesados en la flora americana, quedando parte del herbario disperso por media Europa. No obstante, el grueso de la colección que aún se conserva en el Real Jardín Botánico, es el mejor monumento a la expedición botánica más importante de todos los tiempos.
¡Qué gozada, qué bien contado está!
Más adelante podrías añadir una sección «cotilleos botánicos y polémicas científicas» explicando los enfrentamientos de Hipólito con Mutis, con Cavanilles y lo mal que respondieron los franceses tras las denuncias a Dombey.
Hay tanta y tan apasionante Historia oculta de nuestro país… y somos tan pavos… Seguro que mucha gente ha oído hablar del capitán británico James Cook, pero a pocos les sonará el nombre de Alejandro Malaspina. ¡Así nos va!
Estoy de acuerdo. Gracias por tu comentario.
Más de cuatro años desde que escribiste este estupendo relato. Recién he podido encontrarlo y leerlo. Soy el chozno de Francisco Pulgar. MI tío, Javier Pulgar Vidal, fue un destacado geógrafo en Perú. Yo soy historiador. Hemos rastreado la vida de Pulgar en Perú, aunque no he encontrado nada de él en España. Ojalá tengas alguna pista que puedas ofrecerme. Gracias por leerme y por el relato magnífico.
Gracias a ti por leerme y por enseñarme la palabra chozno que hasta ahora desconocía. Lamentablemente, no te puedo aportar nada para tu investigación sobre Pulgar. Un saludo.
Muy interesante! Rescatar estas historias nos permite dimensionar en su real magnitud lo que fuimos y lo que somos. Muchas gracias.
Gracias a usted por leerlo y comentarlo. Un saludo.