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Resulta que el inventor de este día en su versión actual y de la palabra que lo designa, fue un vasco y además obispo: don Zacarías de Vizcarra Arana (1880-1963). Qué cosas ¿no? La iniciativa fue de inspiración rioplatense, pues vio la luz en un artículo que publicó en 1926 estando en Buenos Aires, titulado LA HISPANIDAD Y SU VERBO. En él proponía sustituir el antiguo Día de la Raza, que se celebraba desde 1913, por el Día de la Hispanidad que abarca con un solo vocablo a todos los pueblos de origen hispano y a las cualidades que los distinguen de los demás.

Otro vasco insigne y español de bien, don Miguel de Unamuno (1864-1936), recogió la iniciativa EN 1927 y la defendió con su habitual elocuencia.

La idea tuvo ilustrísimos defensores que la apoyaron con entusiasmo, como el catedrático de Historia y militante comunista, don Santiago Montero Díaz (1911-1985), o don Antonio Machado (1875-1939), que en 1935, en el Congreso de Escritores de Valencia, pronunció un discurso en el que se definía como un español consciente de su hispanidad.

Pero fue un tercer vasco, don Ramiro de Maeztu, el que en 1931 apuntaló la iniciativa con mayor coherencia argumental. Don Ramiro llamó humanismo español a esa particular y españolísima manera de entender la conquista, la colonización y las relaciones con los colonizados, en la que los valores morales del catolicismo iluminaron las leyes y las conductas de las personas de bien. Don Ramiro hizo bandera del término “Hispanidad”, acuñado por don Zacarías de Vizcarra y Arana. En su obra DEFENSA DE LA HISPANIDAD, explica cuál es su concepto: Lo más característico de los españoles es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen… A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros o de unas clases sociales sobre otras.

Claro que Maeztu no fue más que el heredero de una larga y antigua tradición hispana. Esta profunda creencia en la igualdad esencial de los hombres, eje vertebrador de la Escuela de Salamanca, ya la había expresado de un modo harto categórico el fraile dominico Bartolomé de las Casas (1484-1566): Todas las gentes del mundo son humanas y solo hay una definición aplicable a todos y cada uno de los seres humanos y es que son racionales… de este modo, todas las razas son una. Esta afirmación tan clara y rotunda resulta de una audacia fascinante si pensamos que fue escrita en la primera mitad del siglo XVI, y que fue escrita para dejar clara la igualdad de derechos entre los civilizados españoles que acababan de sentar las bases de la Edad Moderna, y unos indígenas que vivían anclados en la Edad de Piedra. Puede parecer fray Bartolomé un hombre sorprendentemente adelantado a su tiempo, pero en realidad, esta idea de la igualdad esencial de todos los hombres, eje central del humanismo cristiano, protagonizó toda la legislación que reguló las relaciones jurídicas y administrativas en el Imperio español. La encontramos también expresada sin ambages, y con una modernidad sorprendente, por el sacerdote jesuita granadino Francisco Suárez (1548-1617) que para muchos es la máxima figura de la filosofía española. En su obra DEFENSIO FIDEI CONTRA ANGLICANAE SECTAE ERRORES que provocó enormes controversias en toda Europa, defendía la doctrina de que el rey recibe el poder del pueblo. El rey Jacobo I de Inglaterra, en el colmo de la indignación, mandó que un verdugo quemara el libro. Da miedo pensar lo que hubiera hecho con el autor si hubiera podido echarle el guante. Asimismo la encontramos formando parte de la médula moral de nuestros genios del Siglo de Oro. Don Miguel de Cervantes (1547-1616) la sintetiza magistralmente por boca de don Quijote: Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. O, como resumiría siglos después el torero don Rafael Gómez Ortega, El Gallo, con esa hondura suya, huérfana de letras pero prolífica de pensamientos: Cá uno es cá uno y naide es más que naide.


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