Que los ucranianos no quieran ni oír hablar del comunismo, que la palabra sóviet les erice los pelos del lomo, que la mención de Stalin les ponga la piel de gallina y que no puedan ver a los rusos ni en pintura, resulta de una lógica aplastante a poco que se recuerde la historia reciente del país.
Desde 1922, por obra y gracia del triunfo bolchevique en la revolución rusa y en la posterior guerra civil, Ucrania se había convertido en la República Socialista Soviética de Ucrania, una de las quince repúblicas que constituyeron la Unión Soviética. Su destino pasó a depender por completo de las decisiones del autócrata de Moscú que, al iniciarse la década de 1930, era Iósif Stalin. Y fueron esas decisiones perpetradas por Stalin y su camarilla de aduladores –que pocos años después serían víctimas de la Gran Purga– las que condenaron a los ucranianos a padecer la peor hambruna de su historia.
En 1928, el grano ingresado por el Estado para alimentar a los habitantes de las ciudades de la URSS resultó escaso. Los campesinos apenas pudieron entregar cinco millones de toneladas, dos millones menos que el año anterior. Stalin culpó a los kulaks, los pequeños propietarios de tierras y de ganado, y los acusó de ocultar parte del grano producido. El Politburó ordenó requisar dos millones y medio de toneladas de grano y, entre 1929 y 1933 –plan quinquenal– intensificó la colectivización, deskulakización o requisa de maquinaria agrícola, ganado, cosechas y de todas las granjas para convertirlas en koljós o explotaciones colectivas, y sovjós o explotaciones estatales. La consecuencia fue que, sin necesidad de plagas ni sequías ni desastre natural alguno, solo por la voluntad política del déspota y la sumisión de sus adláteres, durante los años 1932 y 1933 murieron de hambre entre cuatro y siete millones de ucranianos. Desde 1930, en Ucrania, “el granero de Europa”, las autoridades soviéticas confiscaron las granjas a sus propietarios y requisaron el grano. Las requisas fueron tan abusivas que no les dejaron ni las semillas necesarias para plantar la siguiente cosecha. Confinaron a la población en sus aldeas cercándolas para que nadie pudiera salir y condenándolos a morir de inanición, mientras que brigadas paramilitares estalinistas recorrían las casas de los campesinos y les confiscaban pan, patatas, maíz y cualquier cosa comestible. Hubo aldeas en las que perecieron todos sus habitantes. En cambio, en las ciudades grandes como Kiev o Járkov la hambruna se dejó sentir bastante menos.
El objetivo era exportar el trigo ucraniano para conseguir divisas con las que llevar a cabo una industrialización tan rápida que asombrara a Occidente. Y para ello Stalin no dudó en condenar a los ucranianos a padecer sufrimientos, penurias y privaciones inenarrables. Los más débiles, niños, ancianos, enfermos, fueron los primeros en morir de hambre. Después, la desnutrición se generalizó y siguieron muriendo por millares. A pesar de la durísima Ley de las Espigas, muchos campesinos intentaban robar grano. La consecuencia fueron miles de detenciones seguidas de torturas inhumanas, ochocientas mil deportaciones a los gulags de Siberia y varios millares de ejecuciones. En el colmo de la desesperación, se comieron a los perros y a los gatos, se alimentaron de hierba, de cortezas de árboles, y llegaron a darse casos de canibalismo. En la primavera de 1932, un grupo de campesinos ucranianos le dirigió una carta al tirano genocida en la que decían: Honorable camarada Stalin, ¿hay alguna ley del Gobierno Soviético que establezca que los aldeanos deban pasar hambre? ¿Por qué nosotros, los trabajadores de las granjas colectivas, no hemos tenido una rebanada de pan en nuestra granja desde el uno de enero? ¿Cómo vamos a construir la economía del pueblo socialista si estamos condenados a morir de hambre? ¿Para qué caímos en el frente de batalla? ¿Para pasar hambre? ¿Para ver a nuestros hijos sufrir y morir de inanición?
La colectivización forzosa se realizó en toda la Unión Soviética pero no en todas partes tuvo los mismos efectos. También provocó hambrunas en Kazajastán y en el norte del Cáucaso, pero fue en Ucrania donde se llevó a cabo con mayor saña y crueldad, y donde sus efectos alcanzaron un dramatismo sin parangón. En Ucrania, Stalin programó la aniquilación de los campesinos porque se resistían a la colectivización forzosa, especialmente los kulaks, y porque el nacionalismo ucraniano era contrario a Rusia y favorable a Occidente y quería extirparlo de raiz. A tal fin, incluyó en la purga a todos los personajes relevantes de la sociedad ucraniana y censuró el idioma ucraniano por ser, según él, un dialecto burgués del ruso. Sin duda, esta fue la forma en la que el déspota genocida se vengó de que los ucranianos, durante la Primera Guerra Mundial y tras la revolución rusa de 1917, aprovecharan la oportunidad y se proclamaran Estado soberano, la República Popular de Ucrania que duró hasta 1921. Este nuevo Estado era comunista, pero no se integró en la URSS porque la población albergaba un fuerte sentimiento nacionalista que buscaba desvincularse de la opresión rusa acercándose a Occidente. Alemania lo tomó bajo su protección hasta que, en 1918, perdió la guerra y Ucrania cayó de nuevo en manos rusas con la ayuda de Polonia y gracias al Ejército Rojo. Entre 1921 y 1922, las exigencias de grano de Lenin provocaron en Ucrania una hambruna terrible, pero de pequeñas dimensiones comparada con el gran holocausto estaliniano. Además, Lenin rectificó, redujo la cuota de grano que debía aportar Ucrania y suavizó la aplicación de la colectivización. Stalin, en cambio, llevó a cabo un exterminio fríamente calculado y ejecutado con una crueldad espantosa.
Cuando el campo ucraniano quedó completamente colectivizado, se prohibió hablar de la gran hambruna y se introdujeron colonos rusos para sustituir a los campesinos muertos. La versión oficial para explicar los muchos millones de víctimas fue que se debió a un desastre natural inevitable del que no se debía hablar para que lo sepultara el olvido.
Durante medio siglo, el silencio sobre el genocidio ucraniano fue total, pues iba la vida en ello. Solo mencionar la palabra hambruna estaba penado con hasta cinco años de prisión. No obstante, hubo filtraciones. A Occidente llegaron noticias de este holocausto al que se llamó Holodomor, palabra ucraniana que significa “matar de hambre”. Pero los demócratas occidentales somos como somos y preferimos no darnos por enterados. Por un lado, los gobiernos estaban demasiado ocupados intentando superar las consecuencias económicas del crac del veintinueve como para prestar atención a desgracias ajenas. Por otro, el eficaz aparato propagandístico de la Internacional Comunista y sus más eficaces agentes en las democracias occidentales, los intelectuales de izquierdas, se dieron buena maña en desacreditar los informes que algunos valientes, jugándose la vida, hacían llegar desde Ucrania. Y a los pocos que sí los creyeron nadie les hizo caso.
Fue en la década de los ochenta, durante la Perestroika de Mijail Gorbachov, cuando por fin se pudo hablar públicamente del tema. Poco después desapareció la Unión Soviética y se desclasificaron los archivos secretos. Ucrania se convirtió en un Estado independiente y pudo investigar el Holodomor. Aunque la documentación sobre el genocidio era escasísima, resultó suficiente para comprobar que la mortandad había sido terriblemente elevada. Las víctimas que no murieron durante la hambruna lo hicieron en los años siguientes como consecuencia de las secuelas que les dejaron los sufrimientos padecidos. Aunque no hay datos suficientes, se calcula que el número total de muertos causados directa e indirectamente por el Holodomor debió superar los diez millones. Además, la natalidad bajó entre un veinte y un cuarenta por ciento en comparación con los años previos al holocausto.
Hoy, el Holodomor es un episodio conocido y recordado en la república de Ucrania, que lo conmemora todos los cuartos sábados de noviembre. En la capital, Kiev, hay un museo nacional dedicado a su memoria, y también lo recuerdan diversos monumentos repartidos por todo el país.