Paella

El hombre es el único animal que cocina,  tal y como constató sagazmente el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss, allá por la segunda mitad del pasado siglo. Ya en el anterior, su compatriota Brillat-Savarin, en su libro “La fisiología del gusto”, había establecido claramente la diferencia entre el placer de comer y el placer de la mesa. El primero consiste en la satisfacción de una necesidad fisiológica y es común a hombres y animales, mientras que el segundo, exclusivamente humano, es la sensación refleja que nace de las circunstancias, lugares, cosas y personas que acompañan la comida.

Desde siempre, la intimidad existente entre los miembros de un grupo familiar o social, se ha forjado en el acto de comer juntos. Hasta tal punto, que la palabra “convivium” que significa banquete, deriva de “cum vivere” que significa vivir juntos. De “convivium” procede “convivir” que, consecuentemente, no es sino compartir con otros los placeres de la mesa… al menos en su etimología.

Tradicionalmente y hasta que la televisión primero y los móviles después, entraron a saco en la convivencia, la mesa era el lugar en el que los comensales, parientes, amigos o camaradas, hablaban con tranquilidad de sus cosas, compartían, departían, discutían… familiarizaban.

El poeta romántico Giacomo Leopardi, se quejaba amargamente de que el único momento del día en el que la boca está ocupada en menesteres tan importantes como masticar y deglutir, fuera precisamente el momento en el que más había que hablar.

¿Qué opinión le habrían merecido a Leopardi, un grupo de comensales en silencio sepulcral y abducidos por la hipnótica atracción de la pantalla de un televisor o de la pantallita de un móvil? ¿O esa demoníaca invención consistente en intentar comer, beber, charlar y mantener el equilibrio, estando de pie, con un vaso en una mano y un plato con viandas en la otra? Puestos a elegir entre posturas extremas, y nunca mejor dicho, me parece infinitamente más sensata la de los antiguos griegos y romanos que comían plácidamente reclinados para alargar cuanto fuera posible y con la máxima comodidad, los placeres de la mesa.

Vienen estas reflexiones a cuento del libro Catching Fire, publicado en 2014 por el profesor de Antropología Biológica Richard Wrangham, de la Universidad de Harvard. En él defiende la hipótesis de que, lo que transformó a nuestros antepasados homínidos en los humanos actuales, fue el hecho de cocinar los alimentos.

Comúnmente, se acepta en la comunidad científica que, el portentoso desarrollo cerebral de los homínidos, fue provocado por el cambio de dieta. Cuando las plantas, raíces, e insectos fueron sustituidas por carroña primero, y por carne de caza después, el desarrollo del cerebro se disparó. Wrangham, sin embargo, defiende que no fue tanto la carne como el uso del fuego, lo que provocó esta revolución evolutiva. Afirma que somos la única especie animal adaptada a la comida cocinada y que, en consecuencia, somos los primates con un sistema intestinal más pequeño en relación con el tamaño corporal. Eso liberó las enormes cantidades de sangre y de energía que requiere el funcionamiento de nuestro cerebro. Dicho de otro modo, si nuestros remotos antepasados no hubieran aprendido a cocinar los alimentos, se hubieran extinguido. El paso por el fuego permitió que, buena parte del trabajo que supone transformar las viandas en moléculas asimilables, se realizara en los peroles, liberando de él al aparato digestivo en beneficio del cerebro. En apoyo de su tesis, el estudio realizado por Corinna Koebnick con voluntarios que, durante un tiempo, se alimentaron exclusivamente con alimentos crudos, demostró que el 50% de las mujeres dejaron de menstruar. Hasta tal punto estamos adaptados a depender de los alimentos cocinados.

Pero Richard Wrangham no ha sido el primero. Cinco años antes, en 2009, Eduardo Angulo, biólogo de la Universidad del País Vasco, publicó “El animal que cocina: gastronomía para homínidos”. En él, incluye en los orígenes de las técnicas gastronómicas, anteriores incluso al empleo del fuego, los procesos de conservación tales como el secado, probablemente el más antiguo, el enterramiento y subsiguiente congelación en la tundra, el ahumado, etc. Procedimientos todos ellos que, al igual que el asado, hervido o frito, contribuyen a aliviar el trabajo posterior de las mandíbulas y de los enzimas gástricos y entéricos.

Yo carezco de formación e información para tener opinión sobre el asunto, pero confieso que en mí, a ese espontáneo e irreprimible sentimiento que llamamos simpatía, la hipótesis de que preparar la comida fuera lo que nos hizo diferenciarnos de nuestros antepasados simios y convertirnos en personas, le resulta muy, pero que muy simpática.


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