A propósito de la Armada de Inglaterra, hay un aspecto poco tratado habitualmente, y es la influencia determinante que ha tenido la meteorología en algunos acontecimientos históricos de capital importancia, como fue el desastroso destino de esa gran flota .
No me refiero a circunstancias climatológicas normales y previsibles, como esa clase de frío tan grande que pasaron los soldados, franceses primero y alemanes después, invadiendo Rusia. Lo raro hubiera sido que en las estepas rusas, durante el invierno, hubieran podido tomar el sol en bañador. No. Hablo de esas raras ocasiones en las que, de forma imprevisible y fortuita, los meteoros atmosféricos aliados con el azar, se han erigido en protagonistas absolutos de la situación y han dictado y ejecutado su sentencia inapelable sobre los acontecimientos, como implacables jueces y verdugos de la historia. Uno de esos casos asombrosos es el de la mal llamada Armada Invencible.
No es cierto que aquella armada se llamara invencible. En realidad, a aquella gran flota, compuesta por 130 barcos (entre ellos 19 galeones castellanos, 9 portugueses y 53 alemanes y flamencos), se le dio oficialmente el nombre de Armada de Inglaterra y, más coloquialmente, el de Gran Armada, porque nunca se había visto en España tanto barco junto, aunque el rey Felipe II gustaba llamarla “Grande y Felicísima Armada”. Eso de Armada Invencible lo inventaron posteriormente los ingleses para mofarse de nuestro infortunio.
Es igualmente falso que los navíos de su graciosa majestad provocasen daños graves a la Gran Armada. Otra invención inglesa para arrogarse un protagonismo en el desastre, que estuvieron muy lejos de tener ¡Qué más hubieran querido ellos! En esto de manipular la Historia a su capricho y conveniencia, los anglos se dan la mano con los nacionalistas que mariposean por toda la piel de toro y territorios insulares, libando el dulce néctar de la subvención, de administración en administración.
De los 130 barcos españoles, solo 6 se hundieron combatiendo contra los ingleses, y aún de estos, uno porque tuvo la mala fortuna de chocar con otro navío español y un segundo a causa de la explosión provocada por un artillero flamenco, despechado porque un capitán español se estaba beneficiando a su jocunda y rubia esposa. Del resto sólo regresaron 67, y solamente diez mil hombres de los treinta mil que partieran. ¿Qué ocurrió con los demás?
Abortada la operación por fallos en la logística, el duque de Medina Sidonia decidió con buen sentido, regresar a casa rodeando las islas británicas por el norte, ya que hacia el sur, la flota inglesa cerraba el Canal de la Mancha.
Y en esas estaba la armada española, circunvalando las costas de Irlanda, cuando una descomunal tormenta la alcanzó de lleno y provocó un desastre de proporciones gigantescas. Navíos de un calado importante, fueron zarandeados, revolcados y estrellados contra los abruptos acantilados irlandeses como si hubieran sido palillos de dientes. En unas cuantas horas, muchos miles de buenos católicos y mejores españoles, murieron víctimas de la mar embravecida y los vientos furibundos, para alborozo y regocijo de los herejes sajones y de su ruin soberana, tan amante de la piratería y la traición que en su vida no quedó sitio para otro tipo de amores, y murió virgen… o eso dicen. En sorprendente coincidencia con los japoneses del siglo XIII y su “kamikaze” (viento de los dioses), hizo grabar la siguiente inscripción: “Dios sopló y fueron dispersados”.
¿Cómo se produjo una tormenta de tales proporciones en ese lugar y en pleno mes de agosto, que es una época totalmente inusual para semejantes eventos meteorológicos?
Hoy día sabemos que en Europa se estaba produciendo un hecho completamente nuevo, un cambio climático que los científicos han bautizado como “Pequeña Edad de Hielo”. La tormenta que llegó al mar del Norte en agosto de 1588 y destrozó la armada española, tuvo su origen en el Caribe, donde un huracán tropical originó una importante depresión ciclónica en la zona de las Azores. Tres días después de abandonar las costas de Florida, el mismo vendaval del oeste sopló con furia a la altura de las costas de Irlanda, alcanzando de lleno a los buques españoles, y provocando el naufragio de la mayoría de ellos. Algo absolutamente inesperado y completamente imprevisible.
Lo que aún sigue y seguirá sin aclarar es por qué coincidieron en hora y lugar el temporal con la flota si ni siquiera habían quedado citados. ¿La voluntad de Dios? ¿El azar? Elija cada cual la respuesta que prefiera.
El rey Felipe II, obviamente ayuno de los conocimientos científicos actuales, eligió la primera opción, como queda patente en la frase que escribió tras conocer el desastre: En lo que Dios hace, no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello, con la que expresaba su cristiana resignación ante el infortunado designio de la Providencia. Es falso que dijera aquello de “Yo envié mis naves a luchar contra los hombres, no contra los elementos”. Otro infundio destinado a atribuir al monarca una frivolidad, una altanería y una soberbia que nunca estuvieron en su ánimo.