El 12 de febrero de 1920, el general Manuel Fernández Silvestre y Pantiga, un militar valeroso y considerado con la tropa, tomó posesión del cargo de Comandante General de Melilla. Había nacido en El Caney en 1871, cuando Cuba era una provincia española. Con 21 años se graduó como segundo teniente de Caballería. Con 24 participó en la guerra de Cuba. En solo dos años, intervino en más de cincuenta combates y demostró un coraje desmedido y una audacia inigualable, que le valieron tres ascensos por méritos de guerra y varias condecoraciones. Recibió veintidós heridas en combate, de las que, al menos en dos ocasiones, salvó la vida milagrosamente, forjando así su leyenda de héroe con buena estrella. No obstante, cuando volvió a España con 26 años, traía el brazo izquierdo inutilizado.
En 1904 fue destinado a Melilla al mando de los Cazadores de Alcántara. Allí estudió chelja, obteniendo la calificación de sobresaliente que le otorgó –ironías del destino– Mohammed Abd el-Krim, quien entonces trabajaba como traductor para la administración española. Posteriormente desempeñó cargos en Casablanca y Larache, en los que tuvo ocasión de sufrir la tortuosa experiencia de negociar con las cabilas.
Cuando tomó posesión de la Comandancia General de Melilla, era una leyenda viva, con una amplísima experiencia militar y una hoja de servicios impresionante. Resulta muy difícil comprender como, al planear aquella campaña, pudo equivocarse tanto en sus estimaciones y concatenar tal cúmulo de decisiones desacertadas. Una trágica mañana de julio, en la trampa mortal de Annual a la que había conducido a sus tropas, no pudo soportar el inmenso descalabro causado por sus errores. El general era un hombre de honor y se sintió obligado a quitarse la vida con su pistola de reglamento, cuando ya sus hombres habían evacuado el campamento bajo el fuego enemigo.
El efecto retardado de ese disparo, por cierto, también pondría fin a la monarquía liberal de Alfonso XIII.
Su plan consistía en controlar el Rif por medio de una línea de pequeñas fortificaciones que llegara hasta Alhucemas, corazón del territorio rebelde; pero no contaba ni con información fidedigna, ni con las tropas adecuadas, ni con los medios materiales precisos, y además no supo valorar acertadamente las advertencias y prevenciones de los oficiales bajo su mando.
Sin embargo es injusto descargar sobre él toda la responsabilidad de “El Desastre de Annual”, como hizo la investigación posterior al mismo. En primer lugar porque, desde las altas instancias gubernativas, se le exigían resultados sin proporcionarle los medios para obtenerlos. En segundo lugar, porque no podía iniciar ninguna acción, por insignificante y necesaria que fuese, sin contar previamente con dos beneplácitos: la autorización militar de su “Plan de Maniobra” por parte del Ministro del Ejército y la autorización política del Ministro de Estado; por esta causa numerosas decisiones que debieron ser estrictamente militares, fueron diplomáticas y desacertadas desde el punto de vista estratégico. Y en tercer lugar, porque su inmediato superior jerárquico, Dámaso Berenguer y Fusté, Alto Comisario en Marruecos y jefe del Ejército de África, manifestaba más interés que el propio Silvestre en la ocupación militar de la bahía de Alhucemas, según se desprende de sus declaraciones a diversos diarios, previas al inicio de la operación. Bien es verdad que tenían opiniones diametralmente opuestas sobre la forma de realizar esa ocupación. Ambos eran cubanos, camaradas de armas desde sus inicios en la carrera militar y amigos, aunque mantenían una notoria rivalidad. Berenguer era partidario de un avance progresivo, basado en pactos y compra de lealtades, mientras que Silvestre defendía una gran acción militar que pacificara el Protectorado de una vez por todas. Al final resultó un plan híbrido que hizo aguas por todas partes.
La Comandancia Militar de Melilla disponía oficialmente de unos 26.000 efectivos, aunque en realidad eran menos, ya que algunos, inexistentes, solo aparecían en los estadillos de las unidades con el fin de incrementar las asignaciones económicas. En todo caso y en teoría, una fuerza suficiente para controlar el territorio. Sin embargo en la práctica, el ejército colonial constituía una estructura obsoleta, inoperante y corroída por un cúmulo de graves carencias, tanto militares como administrativas.
Entre la milicia del Protectorado la corrupción estaba muy extendida. Desde el oficial que ganaba 500 pesetas al mes (sueldo de un capitán en 1921) y gastaba el triple, hasta el recluta que vendía su munición a los futuros enemigos, pasando por la intendencia que vendía a los rifeños los fusiles destinados a la tropa. Contagiada por este ambiente de corruptela, indisciplina y falta de control, parte de la oficialidad ponía mayor empeño en conseguir permiso tras permiso que en ocuparse de los hombres bajo su mando. Esto se reflejaba en la ausencia de mandos naturales sobre el terreno, pues se encontraban de permiso en la península, o en Melilla con los más variados pretextos. Así ocurrió con muchos mandos los días 22 y 23 de julio, tal y como acreditó en su informe el laureado general Juan Picasso González –tío segundo del insigne pintor–, juez instructor contra el Comandante General de Melilla, en el sumario de responsabilidades para esclarecer los hechos que dieron lugar al Desastre. El conocido como Expediente Picasso.
La tropa estaba poco entrenada, mal alimentada y peor pagada. La mayoría de los soldados carecían de botas y calzaban albarcas o alpargatas que resultaban inadecuadas para moverse por aquel accidentado terreno. Estaban equipados con unos fusiles pesados, anticuados y defectuosos, procedentes en su mayoría de la guerra de Cuba, con los que era casi milagroso dar en el blanco. Hacía años que no se reponían las bajas ni de hombres ni de ganado, hasta el punto de que faltaban ya por cubrir unos 6.000 hombres y unas 2.000 cabezas de ganado. Carecían de armamento moderno, como por ejemplo morteros, que en aquella orografía hubieran resultado de enorme utilidad… Realmente, la única ventaja de aquel ejército sobre el que formaron los rifeños, era que disponían de cañones, pero eran tan anticuados, pesados e ineficaces como los fusiles. Sin embargo, en la memoria escrita por el Ministro de la Guerra, Luis de Marichalar y Monreal, VIII vizconde de Eza, tras visitar el Protectorado en el verano de 1920, describió la situación del Ejército como muy satisfactoria y de perfecta disciplina y organización e incluso afirmaba: por fin se ha dado con la orientación apetecible. Un pésimo observador el tal vizconde, o tal vez un hipócrita demagogo que públicamente defendía reducir el Servicio Militar a dos años y proclamaba que no enviaría ni un solo hombre más a Marruecos, al mismo tiempo que aprobaba todas las acciones militares tendentes a implementar la política de ocupación establecida por su Gobierno, aún a sabiendas de que los medios materiales eran deficientes y los humanos inadecuados.
Solo un año después, en el verano de 1921, el vizconde de Eza designó al general Picasso para que investigara los hechos y las causas del Desastre de Annual, pero impidiéndole buscar y atribuir responsabilidades a cargos situados por encima de la Comandancia General de Melilla.