
Bien pronto, del socialismo surgieron dos corrientes que diferían en el método elegido para conseguir la transformación de la sociedad: la vía revolucionaria, violenta y destructora, defendida por el marxismo, y la vía de la transformación progresiva operada desde las propias instituciones democráticas, propuesta por las diversas modalidades de socialismo democrático: Sociedad Fabiana, laborismo, revisionismo, socialdemocracia, progresismo…
En lo que siempre estuvieron de acuerdo las diversas familias socialistas y comunistas surgidas del marxismo, es en que la manipulación del lenguaje constituye una herramienta fundamental de la ingeniería social. Una herramienta que, por medio de una adecuada labor de adoctrinamiento ideológico, consigue transformar en devotos feligreses del dogma socialista a los que antaño llamaron “el proletariado”, tras la caída de la URSS “el pueblo”, y hogaño “la gente”.
La idea matriz, que parece más propia del pensamiento mágico que del materialismo dialéctico, es que cambiando el nombre de algo se cambia la esencia misma de ese algo. En consecuencia, poniendo la ingeniería semántica al servicio de la ingeniería social, la palabra se convierte en el motor de la transformación de la sociedad. ¡Hágase la luz! y la luz se hizo o, como decía el ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich alemán, el socialista Joseph Goebbels (1897-1945): Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
Esta doctrina, aplicada ya desde los primeros tiempos del marxismo, se vio respaldada por la hipótesis de Sapir-Whorf que data de la primera mitad del siglo XX. Según el lingüista estadounidense Benjamin Whorf (1897-1941), que atribuye la idea a su profesor Edward Sapir (1884-1939), el lenguaje determina el pensamiento de los que lo usan; las estructuras gramaticales, el léxico o la sintaxis, afectan al modo en que los hablantes perciben y conceptualizan el mundo que los rodea. Según esto, los negros estadounidenses habrían conseguido la plenitud de sus derechos civiles como consecuencia de que en EE. UU. se desterrara el uso del vocablo nigger, considerado ofensivo, y se sustituyera primero por black y después por afroamerican. Obviamente, los que defienden tal cosa, soslayan la diferencia entre lengua y habla.
En esa misma línea, en España hemos rizado el rizo y, además de llamar “afroamericanos” a los negros estadounidenses, llamamos “subsaharianos” a los negros africanos. ¡Con un par! Y a los africanos suprasaharianos ya no los podemos llamar moros, hay que llamarlos “magrebíes”. En realidad, la palabra moro viene del latín maurus y es como llamaban los romanos a los habitantes del noroeste de África. De maurus también proceden las palabras Mauritania, moreno y morisco, pero la delicada sensibilidad semántica del progre ibérico, se ha centrado en el vocablo moro y ha detectado en él alguna suerte de matiz peyorativo, así es que lo ha excluido del lenguaje políticamente correcto. Por igual motivo tampoco podemos decir gitano (del latín aegyptano, procedente de Egipto), hay que decir “de etnia gitana”.
Estas artificiosas argucias no pasaron desapercibidas a un septuagenario Josep Pla que, en su libro LO QUE HEMOS COMIDO publicado en 1972 como vigésimo segundo volumen de su OBRA COMPLETA, escribió: …los agricultores, que ahora llaman productores, cosa que hace mucha gracia. Tan pronto como en Rusia denominaron productores a los campesinos del país, la hecatombe productiva y labriega fue total. Dejemos que las cosas se llamen según la gramática histórica, elemental y tradicional. Los tecnócratas y los intelectuales estipendiados trataron de demostrar que todo se resolvía cambiando las palabras. ¡Insensatos! Insensatos pero astutos, aprovechados de la ignorancia progresiva general.
¿Qué pensaría el señor Pla y qué pensarían sus coetáneos si vieran a qué extremos ha llegado la izquierda española en la imposición de su lenguaje políticamente correcto? En palabras del escritor donostiarra Eugenio del Río Gabarain (1943), exetarra, excomunista y exmarxista: Hoy, la extensión de lo políticamente correcto se ha convertido en una enfermiza ocultación de la realidad a través del lenguaje eufemístico.
Encontramos por doquier ejemplos de esta descarada manipulación. Desde rebautizar al recreo de toda la vida como “segmento de ocio”, hasta calificar de “hombre de paz” a un criminal convicto y confeso, pasando por llamar “memoria histórica”[1] a una perversa manipulación ideologizada y partidista de la historia real, o “ley de igualdad”[2] a una aberración jurídica que, para idéntica fechoría, condiciona la gravedad de la sentencia a la estructura anatómica de las entrepiernas de los implicados; una auténtica afrenta a la democracia, a los derechos civiles y a la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Pero tal vez, uno de los ejemplos más crueles sea la ley del aborto, a la que tuvieron la desvergüenza de llamar “de la salud reproductiva”[3]. ¡Qué poco tiene que ver con la salud y con la reproducción el derecho que se concede a la madre para eliminar a la criatura que lleva en sus entrañas!
Cotidianamente, no tenemos más que leer u oír cualquier informativo para comprobar como una pléyade de eufemismos políticamente correctos ocultan, disfrazan o falsean la realidad. Así, un país arruinado es una “economía emergente”, al terrorismo criminal lo llaman “lucha armada”, a las matanzas racistas las llaman “limpieza étnica”, los despidos masivos son “reajustes laborales”, las víctimas civiles de las “bombas inteligentes» son “daños colaterales”, un ataque militar en respuesta a una agresión inexistente se denomina “ataque preventivo”, los cuchitriles con los que pretenden parchear la acuciante escasez de viviendas son “soluciones habitacionales”, los drogadictos son “usuarios de sustancias adictivas” o el aborto se nombra con el delicado circunloquio “interrupción voluntaria del embarazo”.
No obstante, esta manipulación del lenguaje no siempre oculta propósitos inmorales. Hay casos más triviales como sustituir la palabra cárcel, de seis letras, o prisión, de siete, por “establecimiento penitenciario” que tiene veintiocho. Y, claro, los ocupantes de los tales establecimientos ya no se pueden llamar presos, ni siquiera reclusos, ahora lo progresista es llamarlos “internos”, aunque este cambio de nomenclatura no proporcione alivio alguno a su privación de libertad.
El galardonado humorista gráfico estadounidense Jules Ralph Feiffer, ridiculiza esta moda haciendo decir a un personaje de sus tiras cómicas: Siempre pensé que era pobre. Pero un día me dijeron que no era pobre sino “necesitado”. Más tarde supe que era contraproducente pensar en mí mismo como necesitado, en realidad era “desfavorecido”. Luego escuché el término “desafortunado” pero ya había caído en desuso. Hoy soy “desaventajado”. Sigo sin tener un céntimo, pero he adquirido un gran vocabulario.
Ingenioso y esclarecedor. Sin embargo, la realidad siempre supera a la ficción, como demuestra lo ocurrido con la palabra “inválido”. Durante siglos se llamó así a los soldados mutilados que ya no eran válidos para el servicio y, por extensión, a todos aquellos que, por accidente o enfermedad, perdían alguna parte de su cuerpo. Sin embargo, la corrección política incluyó esta palabra en el catálogo de las ofensas y la sustituyó por “minusválido”. Esta nueva palabra no tardó en caer en desgracia y fue sustituida por “discapacitado”, término que también molestaba a la delicada sensibilidad progresista y fue reemplazado por “persona con capacidades diferentes” o, en el ámbito educativo, “persona con necesidades educativas especiales”. Pura indefinición pues, de hecho, cada uno de nosotros tiene capacidades y necesidades diferentes a las de los demás. El lenguaje políticamente correcto suele operar sustituyendo términos claros y descriptivos por unos larguísimos y ambiguos circunloquios que derrochan palabrería para no precisar absolutamente nada.
La vaguedad y el maltrato a la economía del lenguaje son constantes en la retórica políticamente correcta. La brida mongólica o pliegue del epicanto[4] caracteriza los ojos rasgados de los orientales, llamados ojos mongoloides. Todos los seres humanos desarrollamos ese pliegue durante una fase del desarrollo fetal, pero solo se conserva en los adultos de la raza mongoloide[5], los demás lo perdemos. Sin embargo, los individuos caucásicos que nacen con trisomía del cromosoma veintiuno lo mantienen, y por este motivo se les llamó mongólicos en alusión a esta característica anatómica común a todos ellos. Pues bien, la corrección política ha convertido esta palabra en una ofensa terrible y un tabú impronunciable. La ha sustituido por “síndrome de Down”, que es una locución más larga y confusa, pues síndrome es un término médico que casi nadie sabe definir, y muy pocos conocen qué o quién es Down.
También han sido desterradas las palabras idiota e imbécil. Los primeros padecen idiocia fenilpirúvica y los segundos hipotiroidismo severo. En ambos casos, el desarrollo del sistema nervioso es deficiente y eso provoca retraso mental. Idiotas, imbéciles, mongólicos, paralíticos cerebrales y otros, se agrupaban bajo la denominación común de subnormales, palabra cuyo uso estaba tan normalizado que, hasta los años ochenta del pasado siglo, los centros de enseñanza especializados en estos muchachos se llamaban colegios de subnormales[6]. También ese término fue proscrito del lenguaje políticamente correcto y sustituido por “discapacitado” acompañado del apellido “físico” o “psíquico”. Hoy, discapacitado tampoco gusta a la progresía bienhablante.
Pero donde la corrección política del lenguaje (léase descarada y proterva manipulación) ha alcanzado las cotas de lo esperpéntico, es en el mal llamado lenguaje no sexista. Y digo mal llamado porque, como es obvio, las palabras no tienen sexo, tienen género, mientras que las personas tenemos sexo, no género. Pues bien, a despecho de una evidencia tan palmaria, los ingenieros sociales de la progresía han conseguido obligarnos a llamar “violencia de género” a las agresiones entre individuos de distinto sexo, y “lenguaje sexista” a determinados usos de los géneros gramaticales.
Los ejemplos son incontables. El más obvio es forzar el femenino de sustantivos comunes en cuanto al género[7], a los que basta con cambiar el género del artículo. Es el caso de palabras como rector, estudiante, votante, cónyuge, árbitro, modelo, monarca, mandamás, auxiliar, médico, agente, cliente, confidente, cónsul, cómplice, corresponsal, cadete, portavoz, cantante, presidente, detective, capataz, bachiller, profesional, peón, piloto o juez. Especialmente superflua es la palabra jueza, porque la z no es terminación masculina y porque las palabras terminadas en z son mayoritariamente femeninas: emperatriz, actriz, institutriz, acidez, altivez, cerviz, coz, faz, escasez, honradez, paz, sencillez, raíz, redondez, insensatez… y, por supuesto, estupidez. En cambio, y afortunadamente, nadie se preocupa de masculinizar palabras como policía, camarada, geriatra, gimnasta, atleta, poeta, esteta, absolutista, accionista, taxista, psiquiatra, artista, acuarelista, nacionalista, flautista, pianista, bajista, bañista, analista, dentista, reservista, ajedrecista, capitalista, comunista, alarmista, alpinista, anarquista, antagonista, congresista, bromista, fantasma, finalista, terrorista o trapecista. Sí se han masculinizado comadrón, modisto, azafato… y no se me ocurre ninguna más.
Por otro lado, en su vehemente afán de reemplazar a la bestia negra del feminismo progre, el masculino genérico, el lenguaje no sexista ha invadido el terreno de la sintaxis, convirtiendo el doblete en seña de identidad y banderín de enganche. El “todos y todas” ha desplazado definitivamente al “señoras y señores” de toda la vida, y se le han unido “alumnas y alumnos”, “amigas y amigos”, “vascos y vascas”, “ciudadanos y ciudadanas”, etc. En discursos, mítines y cualquier suerte de alocuciones públicas, no respetar la imposición del doblete resulta hoy casi una grosería. Eso sí, solo en la introducción, porque mantenerlo durante toda la perorata resultaría absolutamente insoportable para el auditorio. Frases como: todos y todas las socias y los socios, tenemos derecho a manifestarnos contrarias y contrarios al nuevo proyecto; ninguna ni ninguno debe permanecer callada ni callado… pueden acabar con la calma del más paciente de los oyentes.
En el lenguaje escrito, parece ser que un inusitado rapto de sentido común ha terminado por relegar el mareante y antiortográfico empleo de barras oblicuas: estimados/as, padres/madres, alumnos/as, profesores/as… una absurda aberración que dificultaba enormemente la lectura de los escritos y hacía prácticamente imposible su recitado. No ha ocurrido lo mismo con la extravagante ocurrencia de emplear impronunciables arrobas, y ello a pesar de que, en la arroba, la o masculina envuelve protectora y paternalista a la a femenina. En todo caso, si el empleo de barras y arrobas en las comunicaciones privadas es cosa de cada cual, en los documentos públicos representa una intolerable desconsideración hacia el ciudadano, pues supone imponer la perspectiva de género por encima de las convenciones ortográficas que permiten la comunicación entre hispanohablantes.
[1] Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura.
[2] Ley Orgánica 2/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres.
[3] Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo.
[4] Pliegue del párpado superior que cubre la esquina interna del ojo y parte de su lagrimal.
[5] La clasificación de la humanidad en cinco grandes grupos raciales, hoy pasada de moda, se debe al científico alemán Johann Friedrich Blumenbach (1752-1840) padre de la Antropología Física: mongoloides, malayos, americanos, etíopes y caucásicos.
[6] “Subnormales: más de la mitad sin escolarizar”. Titular del diario El País de 23/03/1979.
[7] También llamados sustantivos de género común, son sustantivos que poseen una sola forma para referirse a ambos géneros y, en consecuencia, el género queda determinado por el artículo.