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No recuerdo dónde lo leí allá por los ya lejanos tiempos de mi mocedad. Quizás en “Las mil y una noches”. Sí recuerdo el argumento, que era sobre poco más o menos así:

En un lugar muy lejano y en un tiempo muy remoto, dos reyezuelos vecinos entretienen su ocio odiándose con inquina y guerreando con denuedo.

En una incursión afortunada, uno de ellos consigue secuestrar al hijo del otro, un retoño tan tierno que aún no ha aprendido a hablar con soltura.

Para vengarse de tantos estragos y sufrimientos como han recibido del rey enemigo, los consejeros del venturoso captor se estrujan el magín, ideando tormentos refinados e imaginativos con los que sacrificar al heredero de su rival. Sin embargo el rey, para sorpresa de todos, ordena que lo críen en un lujosísimo palacio, rodeado por sirvientes que se desvivan por satisfacer hasta el más mínimo de sus caprichos.

Así, el infante crece siendo un niño mimado, caprichoso y malcriado, que se transforma en un adolescente cruel, déspota y mezquino, para terminar convertido en un joven malvado, lúbrico y pervertido.

Cuando el engendro tan pacientemente forjado cumple 20 años, el rey se lo devuelve a su enconado archienemigo que, ingenuamente, lo acoge con entusiasmo y agradecimiento.

Sin embargo, al cabo de pocas semanas esos benévolos sentimientos se han transformado en impotencia, rabia, abatimiento, rencor… hasta que cierta noche, el desesperado padre enloquecido por el dolor, se suicida arrojándose al vacío desde la torre del homenaje.

La venganza de su enemigo se ha cumplido.


Viendo cómo se comportan nuestros niños en plazas, paseos, supermercados, bares, centros comerciales… y viendo la actitud de sus padres, a menudo me pregunto si serán sus propios hijos o los hijos de algún odiado enemigo.


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