No conozco a nadie, ni siquiera entre esos envidiables delgaduchos que habitualmente comen por obligación y parecen estar inmunizados contra el pecado de la gula, que no reconozca que una buena comida se disfruta mucho más en un entorno cuidado, donde todo esté dispuesto para la delectación multisensorial: salón bellamente decorado, mesa primorosamente dispuesta, vajilla cubertería y cristalería de calidad, iluminación relajante, música de fondo que acompañe sin molestar la conversación, presentación atrayente de los platos, servicio discretamente eficaz… No somos pocos los que opinamos que, para disfrutar plenamente de la velada, un ambiente esmerado es aún más importante que las propias viandas y su correcta factura. Precisamente en eso se basa el negocio de la restauración y por eso estamos dispuestos a pagar por una comida, cinco o seis veces más de lo que nos costaría tomarla en casa. No solo pagamos por los manjares propiamente dichos, sino por todo el conjunto de sensaciones envolventemente gratificantes que los acompañan.
Ahora bien ¿modifican estas sensaciones extragustativas nuestra percepción de los sabores, de una forma real y mensurable? El profesor Spence opina que sí y, probablemente no haya opinión mejor cualificada que la suya en este asunto.
Charles Spence es neurólogo cognitivo y experto en mercadotecnia sensorial (ahí es nada). Dirige el Laboratorio de Investigación Intermodal en el Departamento de Psicología Experimental de la Universidad de Oxford. El término intermodal, crossmodal en inglés, se refiere al modo en que se integran en el cerebro las diferentes informaciones sensoriales. Un ejemplo: en el cerebro de una persona ciega, las regiones que normalmente se utilizarían para gestionar información visual, son aprovechadas para procesar información auditiva o táctil. Otro ejemplo: la sinestesia es una alteración consistente en que determinados estímulos provocan en el sujeto sensaciones “equivocadas”. Se cree que el pintor Wassily Kandinsky la padecía, y podía oír colores o ver sonidos.
Spence y sus colegas están especializados en investigar la intermodalidad en relación con la comida, ya que su laboratorio está financiado por industrias relacionadas con la alimentación e interesadas en aplicar sus avances en neurociencia al diseño de alimentos, envases, ambientes o servicios, que estimulen más eficazmente los sentidos del consumidor.
Su investigación sobre estímulos auditivos y gustativos demuestra la existencia de relaciones intermodales entre el gusto y el sonido. Así, los sonidos agudos van asociados con comidas dulces y agrias mientras que los sonidos graves van con sabores amargos y salados. Ha encontrado evidencias de que el sonido del piano refuerza el sabor de frutas como el albaricoque, la frambuesa o la mora, probablemente porque son dulces. Sus experimentos sugieren que nuestra percepción de los sabores resulta modificada por lo que estemos oyendo, y a los ejecutivos de Starbucks y de British Airways les han debido parecer lo suficientemente concluyentes, puesto que lo han contratado para seleccionar temas musicales que mejoren los sabores de sus respectivas especialidades culinarias, como el aria “Nessun dorma” interpretada por Plácido Domingo, con la que acompañan el café en la compañía aérea británica.
Otra idea surgida en el transcurso de estas investigaciones es que las comidas típicas de cada país, mejoran si se acompañan con su propia música. Las pruebas sensoriales realizadas a 50 voluntarios de seis países europeos, probaron que la música nativa refuerza el sabor de las comidas étnicas. Así, los participantes reconocieron que la comida francesa les sabía mejor cuando sonaba música francesa de acordeón, que Puccini mejoraba el aroma de los platos de pasta, que el sonido del sitar intensificaba los sabores de la comida india, y que lo propio ocurría con las comidas española, alemana o griega y sus respectivas músicas típicas.
Spence también ha colaborado con cocineros como Heston Blumenthal, cuyo restaurante londinense “El pato gordo” tiene tres estrellas Michelin y, probablemente, al menos una de ellas se deba al nombre tan bonito que le ha puesto a su local… vamos, digo yo. La colaboración duró doce años. En uno de los dos experimentos planteados en “El pato gordo”, les dieron a los participantes, helado de panceta y huevo. Cuando el sonido ambiente fue el de gallinas cloqueando, todos ellos afirmaron que el sabor sobresaliente era el del huevo, pero cuando sonó el coscorroneo de la panceta friéndose en la sartén, todos confirmaron que aquel helado sí que sabía a panceta.
En el segundo experimento, los participantes coincidieron en que las ostras servidas en su concha y con el mar sonando de fondo, estaban mucho más sabrosas que las que les sirvieron en una placa Petri y con sonido de animales de granja. Como consecuencia, Blumenthal creó su plato “Sonidos del mar”, en el que, escondido bajo una concha, te sirven un reproductor en el que suena el oleaje rompiendo contra la playa. Eso sí, el camarero-asesor tiene que advertir al comensal que eso no se come, que como decía el torero cordobés, “hay gente pa to”.
Charles Spence concluye que gracias a sus investigaciones, ahora puede prepararse el escenario perfecto para disfrutar de una experiencia gastronómica multisensorial, donde la música ayude a obtener lo mejor de la comida.
Otros corolarios de sus investigaciones son que la música clásica auspicia que el vino y los licores parezcan de mejor calidad y más caros; que la música lenta favorece la persistencia de los aromas en la boca, mientras que el tempo rápido provoca que los aromas duren menos; o que cuanto más guste la música, más gustará lo que se esté probando, lo cual se conoce como transferencia de sensaciones: transferimos lo que la música nos hace sentir a la comida y la bebida que estamos tomando. El conocimiento de este fenómeno y el nombre que lo designa, se lo debemos a Louis Cheskin, el gran gurú de la mercadotecnia estadounidense. Allá por los años treinta consiguió, por ejemplo, que añadiendo un 15% más de color amarillo al envase de una conocida marca de gaseosa, los consumidores creyeran que contenía mayor proporción de zumo de cítricos.
Las líneas de investigación abiertas por Spence y su equipo, se han extendido a otros ámbitos. Así, en la Universidad de Manchester han comprobado que el volumen del ruido de fondo puede llegar a enmascarar los sabores dulces y salados, y a esto atribuyen que la comida de los aviones sepa tan sosa. Aunque, por otro lado, el ruido de motor potencia la sensación de lo crujiente.
También se ha constatado experimentalmente que consumimos un 35% más si comemos en compañía de otra persona y un 75% más si lo hacemos acompañados por otras tres personas; que los clientes de los bares beben más rápidamente y, en consecuencia, consumen más cerveza, cuando la música es más rápida y está a mayor volumen; y que lo mismo sucede en los restaurantes: los comensales tienden a acomodar su ritmo de deglución al tempo de la música de fondo.
En definitiva, la investigación científica de algo que, probablemente, ya habían advertido nuestros antepasados neolíticos, está teniendo efectos cada vez mayores en nuestra vida cotidiana: desde influenciar nuestros hábitos alimenticios, mejorar el sabor de la comida en los aviones por medio de la música, o que nos demoremos menos en el restaurante, hasta nuestro gasto en el bar de la esquina o la elección de determinados productos en el supermercado de enfrente. Conviene que seamos conscientes de ello, para aprovechar lo que de bueno podemos extraer de estas investigaciones por un lado, y para evitar que nos manipulen como a marionetas, por otro. Recuerda el lema con el que la propaganda oficial intentaba estimular los hábitos lectores de los españoles, allá por los años sesenta: «Una persona sin información es una persona sin opinión».