Casi todo lo que en nuestra cultura merece la pena, tiene su origen en el Imperio Romano y la cosa culinaria no es una excepción. No obstante, el descubrimiento de América nos trajo un río de productos nuevos que, poco a poco, se fueron haciendo los reyes de nuestros pucheros, hasta el punto de que hoy en día seríamos incapaces de cocinar sin patatas, pimientos o tomates, por poner solo tres ejemplos. Esto ha hecho que nuestra cocina, desde el siglo XVI, se fuera alejando de la que practicaban nuestros antepasados latinohablantes.
Sin embargo, todos los platos, sabores y combinaciones que se etiquetan como cocina andalusí o mozárabe y que, de unos años a esta parte, han dado en redescubrir y poner de moda nuestros cocineros, están ya en la obra de Apicio (siglo I d. C.) “De re coquinaria”. Se tiende a pensar e incluso a afirmar que los trajeron a España los árabes, pero no es cierto. Los árabes los aprendieron de la población hispano-romana o los traían ya aprendidos de la población romanizada del norte de África. Lo que ocurre es que, como es lógico, les pusieron nombres en árabe. Probablemente estos nombres, que son los que han llegado hasta nuestros días, están en el origen de la confusión. Según Néstor Luján, una de las pocas aportaciones árabes a la cocina hispana, fue el consumo de espinacas. Recalco consumo, porque los romanos ya conocían las espinacas, aunque no las consideraban dignas de sus mesas.
Pero centrémonos ya en el tema de este artículo. La principal característica de la cocina romana, consistía en el uso, más que abundante, abusivo, de una salsa de pescado llamada garum, palabra que deriva del griego garo, que era el nombre que daban a la caballa.
El invento se debe a los griegos, quienes la fabricaban y consumían desde el siglo V a. C. y le tomaron tal afición que fomentaron su preparación también en sus colonias, de suerte que el garo se extendió por todo el Mediterráneo. Roma asumió ésta como tantas otras cosas de la cultura griega.
Los romanos utilizaban esta salsa en lugar de sal, para condimentar sus platos y darles sabor salado, de modo semejante al uso que las actuales cocinas asiáticas hacen de la salsa de soja.
No se puede conocer el sabor que tendría este preparado, pero a juzgar por los ingredientes y el proceso de preparación, cabe deducir que resultaría poco tolerable para los paladares actuales. Los únicos datos sobre su elaboración nos han llegado en el recetario de Apicio, y son bastante imprecisos. Otros autores como Marcial también hablan del garum, pero para ponderar sus virtudes o para comparar las calidades saboras de los distintos tipos. Porque prácticamente cada factoría tenía su fórmula particular dependiendo de los pescados más abundantes en la zona y de las hierbas (aromata) que les adicionaban: cilantro, eneldo, hinojo, hierbabuena, apio, etc.
Se elaboraba poniendo en salmuera y dejando fermentar al sol, en grandes recipientes abiertos, las vísceras, las entrañas y la sangre de pescados azules, principalmente caballa. En algunos sitios, añadían a la mezcla algo de la carne desmenuzada de los propios pescados así como diversas plantas troceadas. La fermentación debía alcanzar a toda la masa, para lo cual se batía varias veces al día. El sol de verano y los microorganismos hacían lo demás.
Cuando esta masa alcanzaba su “punto” óptimo, se procedía a separar de la pasta, el líquido que aún quedaba tras la prolongada evaporación, usando para ello un tamiz muy fino. Era una operación muy delicada, pues no se admitían impurezas en ese filtrado que constituía el liquamen o garum de mejor calidad, el cual llegaba a alcanzar altísimos precios, solo al alcance de las grandes fortunas.
El más apreciado era el hecho exclusivamente con caballa (scomber), que se elaboraba en Cartago Nova. En sus costas la caballa era tan abundante que se cree que el nombre de Escombreras procede de scomber.
También se hacía con atún en las costas de Cádiz. Tenía un aroma más penetrante y un sabor más potente. Se llamaba muria y era de peor calidad, aunque algunos lo preferían.
Se fabricaba en muchos lugares de las costas sur y este de España, tales como Mallorca, Menorca, Granada, Málaga o Cádiz. El más cotizado de todos fue el que se elaboraba en Cartagena, llamado garum Sociorum, que se llegó a pagar a mil piezas de plata los seis litros y medio. Una auténtica fortuna. Permítaseme en este punto un pequeño inciso; casi el 90% de la plata que circuló por el Imperio Romano, también procedía de España, concretamente de las minas de Linares y La Carolina. Así pues, con la plata procedente de Hispania pagaban el garum fabricado en Hispania para consumirlo en Roma. El colonialismo es lo que tiene.
De la masa residual se obtenía el hallec o alec que era espeso como un jarabe y de menor calidad, pero consecuentemente más barato. La pasta restante era una especie de paté muy blando y de peor calidad aún, por lo que su precio lo ponía al alcance de la clase media romana.
Las fortunas mediocres de “quiero y no puedo” adquirían alec y le añadían agua para hacerlo pasar por garum. Esta adulteración llegó a estar tan extendida que hasta recibió su propio nombre, hidrogarum. Aunque tampoco las grandes fortunas se libraron de la tentación de añadir agua al garum genuino para “alargarlo”, especialmente al que se ponía en la mesa (oenogarum) en un ánfora (oenoforum) a disposición de los comensales, para que condimentaran los platos a su gusto.
La caída del Imperio Romano supuso el hundimiento de las comunicaciones y un empobrecimiento general que arrastró consigo la industria del garum. No obstante siguió consumiéndose en el Imperio Bizantino hasta su desaparición en 1453.
Actualmente se comercializan diversas salsas con el nombre de Garum que no tienen en común con la salsa romana más que eso, el nombre.
Éste fue el primer gran producto culinario español que conquistó el mundo civilizado, pero no será el único, ni mucho menos. Concretamente en materia de salsas, podemos sentirnos muy orgullosos.
Hoy día se conocen como salsas básicas, grandes salsas o salsas madres, aquellas que sirven de base o fundamento para la elaboración de las demás. La aportación de las llamadas “cocinas de España” a este capítulo, ha sido capital.
La salsa básica fría más importante es, sin duda, la mahonesa, originaria de la ciudad menorquina de Mahón y prima hermana del ajoaceite o all-i-oli típico en todo el Mediterráneo español. Le sigue en importancia la vinagreta, que basa su encanto en el empleo de aceite de oliva virgen extra y vinagre de Jerez, naturalmente.
Entre las salsas básicas calientes, la reina es sin duda la salsa española, que los franceses han popularizado internacionalmente con el nombre de demi-glacé.
Si hoy tuviéramos que señalar una salsa del imperio, ésta sería sin duda el ketchup, derivado de otro gran regalo español a los paladares del mundo, la salsa de tomate.
LA SALSA DEL IMPERIO. Fue publicado en “Revista Km 268” el 23/03/2011