Progre ibérico

Progre ibérico investido de la dignidad de parlamentario, impartiendo doctrina a sus señorías

Cuando yo moceaba, estuvo de moda el calificativo carpetovetónico, referido a los españoles apegados a las tradiciones y costumbres más vetustas. Gentes, mayormente de zonas rurales, cuyos usos, criterios y comportamientos, no se diferenciaban demasiado de los de Sancho Panza y sus coetáneos a pesar de los tres siglos mediantes.

En el polo opuesto, el culteranismo fue un movimiento, principalmente literario, caracterizado por la entusiasta aceptación de novedades foráneas y por la jactanciosa inclusión de neologismos innecesarios en el lenguaje.

Hoy día, por obra y gracia de la ingeniería social implementada por nuestros gobernantes progresistas apoyada en sus gacetilleros de plantilla y en sus cadenas de televisión, prácticamente no quedan en España carpetovetónicos como los de antaño. Hasta los más arriscados y perseverantes, ganados por el embeleco de las ayudas, subvenciones y subsidios sociales, han terminado cambiando la garrota por el móvil, el chiflido por el “guasap”, y la devoción hacia la derecha de orden pero tan cicatera, por el voto a la izquierda progresista tan dadivosa y munífica con el dinero público.

Esta milagrosa transmutación también ha tenido su reflejo en los usos indumentarios. Hasta en los más apartados rincones de la geografía española, sobre las cabezas de nuestros venerables ancianos de menguada estatura y carnes próvidas -más de lo que aconseja la moderna dietética-, ya no gravita la ilustre boina de enhiesta pirinola.  Ahora, como si de una cruel burla a su dignidad se tratara, sus respetables canas van cubiertas con ridículas gorritas de béisbol. Y en las antípodas de su anatomía, bajo el pantalón de paño asoman unas horribles deportivas de mercadillo que pretenden imitar a las zapatillas de deporte de marcas estadounidenses que sus nietos adquieren a precios exorbitantes y ponderan como el más preciado de sus tesoros.

Eso en lo que respecta a los mayores, porque los jóvenes, siempre a la vanguardia de todo cambio, han retro-revolucionado al izquierdismo más rancio, trasnochado y radical, al tiempo que abrazan con fervor religioso, próximo al fanatismo, todo lo que llega de Estados Unidos en materia de moda, deporte, música, cine, comida rápida, barbarismos… aunque de los preceptos liberales que fomentan el esfuerzo, ponderan la laboriosidad, recompensan el mérito, y menosprecian los vicios opuestos a esas virtudes, no quieran ni oír hablar. Se trata de un neoculteranismo de conveniencia, incongruente, cutre y logsiano que, afanoso por asumir las novedades extranjeras pero huérfano de instrucción y de criterio para discernir, propicia meteduras de pata que claman al cielo. Como muestra, algunos botones.

Gladiator es latín y significa el gladiador. Pronunciar una palabra latina en inglés puede tener cierto pase en Hollywood, donde ya no deben de saber latín ni los curas. Pero que, en lo que fue la Hispania romana, digamos gladieitour, es como para ganar el primer premio en el campeonato mundial de memos, tontoleches y mostrencos.

Claro que de casta le viene al galgo. Los antecesores de los actuales memoprogres, los lechuguinos decimonónicos, aquellos pisaverdes adinerados, afectados y afrancesados, que manifestaban hondo desprecio por todo lo español, ya les marcaron el camino a seguir a sus herederos espirituales, con la única salvedad de que, entonces, el  principal proveedor de neologismos espurios era el francés, y actualmente es el inglés. En España, a las pequeñas porciones de comida que preceden a los platos principales y sirven para ir “abriendo boca”, las podemos llamar bocaditos, aperitivos, tapas, pinchos… Sin embargo, a los lechuguinos les resultó más elegante importar el galicismo “entremeses” y, como era de esperar, metieron la pata. Porque los franceses llaman a los aperitivos hors d’oeuvre, mientras que entremets era como intitulaban a los platillos que servían durante la comida, para amenizar la espera entre plato y plato, al tiempo que limpiaban las papilas gustativas del sabor anterior, aprestándolas para el siguiente.

Por otro lado, está esa fascinación que siente el progre ibérico por inventarse palabras en un inglés inexistente y absurdo, mediante el sencillo artificio de añadir la terminación “ing”. Así, tirarse desde un puente con los pies atados a una goma, en inglés se llama bungee jumping, pero aquí, en nuestro inglés quimérico, lo hemos bautizado como puenting. Con un par. La carrera al trote que hemos dado en llamar footing, en inglés se llama jogging. Al campamento o lugar de acampada que ahora llamamos camping, en Gran Bretaña lo llaman campsite y en EEUU campground. El aparcamiento, estacionamiento o cochera al que ahora hemos dado en denominar parking, en Gran Bretaña se llama car park y en Estados Unidos campground. Lo que nosotros llamamos zapping en inglés se llama channel surfing… Y así un largo etcétera.

Y, para terminar, un último ejemplo que no me resisto a dejar en el tintero. Ibn y ben son partículas que en árabe y en hebreo significan “hijo de”, lo mismo que la terminación “ez” en nuestros apellidos. Ibn antecede al nombre propio mientras que ben se usa cuando va entre dos nombres. La historia de España entre los siglos VIII y XVI, está cuajada de personajes que llevan la partícula ben en sus nombres. Pero los estadounidenses, que no saben árabe ni falta que les hace, pronuncian ben en inglés: bin. Y, mire usted por dónde, desde que Osama ben Laden se hizo tristemente famoso, nosotros también hemos dado en pronunciar ben en inglés y en escribir bin, como los perfectos neoculteranos tontimemos que somos.

Precisamente, uno de esos personajes hispanos con la partícula ben en su nombre, un médico y escritor judío del siglo XII llamado Yosef ben Meir ben Zabarra, escribió en su LIBRO DE LOS ENTRETENIMIENTOS algo que viene muy a cuento: ¿Conoces las cinco cosas perdidas y que no tienen fundamento?: la lluvia sobre el vino, una vela a la luz del sol, una doncella desposada con quien no puede hacer el amor, guisos exquisitos colocados delante de un borracho y favores hechos a quien no los reconoce. De haber vivido hoy, entre las cosas perdidas y que no tienen fundamento habría incluido al progre ibérico. Sin duda.


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