
Estofado de lentejas con níscalos y pato confitado
Siendo yo estudiante en Granada en unos años de cuyos guarismos no quiero acordarme, fui durante una temporada huésped de una pensión en la que también se alojaban varios estudiantes hispanoamericanos. El día que había para comer potaje de lentejas, la señora, que conocía sus gustos, disponía sobre la mesa una pequeña fuente con cascos de cebolla cruda que ellos distribuían sobre el potaje de sus platos antes de comenzar la deglución del condumio.
En aquella España en blanco y negro en la que apenas se viajaba, y menos aún al extranjero, y en la que para ver la televisión había que bajar al bar de la esquina, cualquier comportamiento que se diferenciara de nuestras costumbres tradicionales llamaba la atención. Por eso, a mí me resultaba sorprendente que aquellos primos ultramarinos aderezaran sus lentejas con cebolla cruda. Y el caso es que, si bien se piensa, ese aderezo no difiere mucho de nuestro gusto por acompañar los potajes con una ensalada de cebolla, lechuga y tomate, aliñada con vinagreta.
Costumbre harto salutífera, permítaseme el inciso, porque la mayor parte del hierro que contienen las lentejas, no se absorbe y se desperdicia. Sin embargo, el ácido acético que tiene el vinagre de la ensalada o del chorreón que le ponemos a las lentejas para realzar su sabor, favorece la absorción intestinal de ese hierro. Y si, en el colmo de la excelencia gastronómica y dietética, rematamos la comida tomando una naranja de postre, nuestro metabolismo se encontrará con el regalo de otra ración suplementaria de hierro, porque el ácido cítrico tiene idéntico efecto que su camarada el acético.
Cuando, al correr de los años, me aficioné a la historia de la gastronomía, la forma de comerse el estofado de lentejas de aquellos compañeros de pensión transoceánicos con los que compartí mesa y mantel en mi juventud, volvió a sorprenderme aunque, en esta ocasión, por un motivo bien distinto.
Las Lens culinaris, que así llaman los científicos a la planta de las lentejas, comenzaron a ser cultivadas hace entre ocho y nueve mil años en Oriente Próximo, es decir que su cultivo prácticamente se remonta a los inicios de la agricultura en el Creciente Fértil.
En Egipto, la referencia jeroglífica más antiguas data de hace cuatro mil doscientos años. En el país del Nilo, las lentejas se cultivaron de forma intensiva convirtiéndose en la base de la alimentación de las clases populares junto con el pan, las cebollas y la cerveza. No obstante, también gozaron del favor de la nobleza, como demuestra un fresco de la época de Ramsés III, de mil doscientos años antes de Cristo, en el que aparece un sirviente cocinando lentejas para los señores. En Egipto, la producción de lentejas fue tan abundante que constituyó su principal producto de exportación, y llegaron a usarlas como moneda para pagar el salario de los obreros… que entonces se llamaría lentejario, claro.
En la Grecia antigua, ya desde varios siglos antes de Cristo se elaboraba el potaje de lentejas prácticamente igual que lo seguimos haciendo a día de hoy, con aceite de oliva, ajos, cebollas, hojas de laurel, cilantro, y un buen trozo de panceta de cerdo cuando se lo podían permitir que no era muy a menudo. Y les gustaba aderezarlo con un chorrito de vinagre y… ¡con cascos de cebolla cruda por encima! Crisipo de Soli (279 a. C. – 206 a. C.) solía repetir: Lentejas con cilantro y cebolla cruda en la estación invernal, son como ambrosía en el frío.
Entre los griegos, y después entre los romanos, las lentejas eran consideradas un alimento de pobres y plebeyos. Un personaje de Aristófanes (s. IV a. C.) dice de otro que se ha enriquecido: Ahora ya no le gustan las lentejas. Crisipo, máximo representante de la escuela estoica de su tiempo, hacía ostentación de su gusto por las lentejas para mostrar humildad y dejar patente que acomodaba su vida personal a su filosofía estoica.
Presumiblemente, esta costumbre popular de añadir cebolla cruda a las lentejas llegó de Grecia a la península ibérica, de aquí viajó a América y de allí volvió a regresar cuando aquí ya se había perdido. Como nunca dijo el ingenioso hidalgo que comía “lantejas” los viernes: Cosas verás que te asombrarán[1].
Y, antes de terminar, una última curiosidad. Cuando en el siglo XIV se empezaron a fabricar las primeras gafas, a los cristales tallados de forma biconvexa que parecían grandes lentejas, se les llamó “lentejas de vidrio”. Y de lentejas, lendes[2] en latín, derivó la palabra lentes.
Lentejas con setas y pato confitado
Con esta suculenta, calórica y onerosa combinación de ingredientes, he dado en celebrar hogaño la llegada de los fríos otoñales. No es para cocinarla todas las semanas, pero si un día frío y lluvioso te quieres dar un homenaje, resulta muy apropiada.
Se pican cebollas / ajos / pimientos verdes / zanahorias.
Los muslos de pato confitado, uno por persona, se doran en la olla exprés y se retiran. No es necesario poner aceite ya que los propios muslos sueltan grasa suficiente.
En la misma grasa se rehogan las hortalizas picadas. Cuando casi estén, se añade tomate pelado y picado.
Cuando el sofrito esté en su punto, se añaden a la olla las lentejas / agua que sobrepase a las lentejas en un par de centímetros / sal / una hoja de laurel.
Se tapa la olla y se tiene la válvula girando 30’. 20’ si es una olla rápida.
Mientras tanto, en una sartén se fríe 1 diente de ajo y una rebanada de pan asentado. Se pasan al vaso de la batidora junto con perejil / pimienta / clavo / una cucharadita de pimentón.
En el aceite sobrante se saltean níscalos en trozos grandes. Se puede emplear cualquier otra seta. Como no es muy frecuente disponer de ellas frescas, las cultivadas y las de conserva dan un juego razonable.
La sartén se tapa y se pone a fuego lento para que las setas se hagan en su propio jugo. Si es necesario se añade un poco de agua o de vino blanco.
Cuando las lentejas estén, se destapan y se añade un poco de caldo al vaso de la batidora. Se tritura todo.
Se añaden a las lentejas el majado y el sofrito, y se ponen a fuego lento 10 minutos.
Con los muslos de pato caben dos posibilidades, la estética y la práctica. En la primera, una vez servidos los platos, se pone un muslo sobre cada uno de ellos con la piel dorada hacia arriba, y queda de foto. En la segunda, se limpian los muslos de piel y de huesos, se corta la carne en porciones regulares y se añaden a la olla. De esta forma se evita que los comensales tengan que realizar arriesgadas maniobras en sus platos que, indefectiblemente, terminan con algunas pecheras cuajadas de salpicaduras grasientas. Indudablemente es menos estética, pero evita disculpas, recriminaciones y situaciones desagradables.
A este plato le va muy bien un chorrito de vinagre… de Jerez, por supuesto.
Un consejo: como los vasos de las batidoras son de plástico y los plásticos al calentarse ceden a los alimentos productos cancerígenos… o no, pero yo no me fío, he encontrado un recipiente de acero inoxidable con la forma y el tamaño de un vaso de batidora, que excusa las reticencias.
[1] La frase procede del Cantar de Mío Cid, cuando Rodrigo Díaz de Vivar le dice a Alfonso VI: Muchos males han venido por los reyes que se ausentan… y el rey le replica: Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras. Con el tiempo, el uso popular la transformó en: Cosas verás que te asombrarán, amigo Sancho, y se la atribuyó a Don Quijote.
[2] Nominativo singular lens, plural lendes.