Corría el año de gracia de 1508, cuando el aventurero, conquistador e incansable viajero, Juan Ponce de León (Valladolid 1460, Cuba 1521) recibió del Gobernador Ovando el encargo de conquistar Puerto Rico.
Ponce, que ya había participado en la conquista de Granada y en la de La Española, llevó a cabo el encargo sin dificultad a pesar de las escasas fuerzas con las que contaba.
Seguramente, además de su probado valor y de su pericia militar, también influyó el hecho de que los indios taínos, habitantes de la isla, consideraban a los españoles dioses, y por tanto inmortales.
La superchería funcionó durante algún tiempo, hasta que apareció el típico fulano descreído e iconoclasta que nunca falta, dispuesto a poner en solfa a la divinidad.
En esta ocasión, el escéptico fue el cacique Urayoán, quién decidió comprobar por vía experimental la presunta inmortalidad de los españoles. Para ello reunió una partida de sus súbditos más decididos y les ordenó comprobar si se podía ahogar a un español. Los elegidos intentaron negarse, pero Urayoán hizo valer su autoridad de jefe y sus asustados vasallos terminaron agachando las orejas y juramentándose para cumplir la misión. En fin, lo de siempre pero en lengua taína.
Acababa de llegar a la región de Añasco, residencia de Urayoán y su tribu, un joven e inexperto conquistador llamado Diego Salcedo. Para guiarlo hasta las minas de oro de las tierras altas del Coayuco, el avieso cacique le ofreció la compañía de los naborías previamente aleccionados. Cuando llegaron a orillas del río Guaorabo, hoy llamado río Grande de Añasco, el confiado Don Diego iba tarareando un romancillo de Juan del Encina que en aquellos entonces hacía furor. Poco sospechaba el pobre hombre lo que le esperaba. Sus traicioneros guías se ofrecieron a pasarlo en volandas a la otra orilla para que no se mojara la ropa, pero en mitad del río lo soltaron y, en un santiamén, cayeron sobre él inmovilizándolo bajo el agua para ver lo que ocurría.
Este cacique taíno bien pudiera considerarse precursor del método empírico-analítico de investigación científica, pero para nuestro buen Salcedo no fue más que un sacrílego tremendamente desconsiderado, pues como es bien sabido, los españoles que durante los siglos XVI y XVII recorrieron todo lo largo y ancho de este mundo, bebían vino para evitar las enfermedades que las aguas en mal estado pueden transmitir.
Ya fuera por el berrinche de tener que beber tanta agua de golpe, ya por la asfixia y el encharcamiento de los pulmones, el caso es que el pobre Salcedo pereció en ese lance. No obstante, los secuaces de Urayoán no quedaron muy convencidos con la prueba y se pasaron tres jornadas vigilando el cadáver de día y de noche por si revivía. Finalmente el olor los terminó de convencer de que los españoles se podían matar, y este descubrimiento tuvo nefastas consecuencias para todos.
Juan Ponce, que era peor gobernante que militar, tenía a los indios sometidos a trabajos forzados, extrayendo oro a destajo en unas condiciones próximas a la esclavitud. El descubrimiento de Urayoán lo decidió a levantarse en armas y en su primera oleada de ataques por sorpresa, sus hombres mataron a más de doscientos colonos y soldados. Ante la desproporcionada inferioridad numérica de su tropa, Ponce, que sólo contaba con ciento veinte hombres, optó por la guerra de guerrillas. Organizó cuatro grupos de treinta hombres que lanzaban incursiones por sorpresa o realizaban emboscadas. Tras una dura y cruenta lucha, Ponce de León se impuso a los nativos.
Con ingenio y audacia, Ponce de León había salvado la situación militar, pero no así la política. En 1511 el Gobernador, descontento con su gobierno, lo destituyó. Como Ponce se resistiera a dejar el cargo, tuvo que ir el propio Diego Colón a exigírselo.
Pero no era Don Juan un hombre que se quedara mano sobre mano. Como ya iba teniendo una edad y había oído hablar de una “fuente de la eterna juventud” de la que bastaba con dar un par de tragos para quedar hecho un chaval, se embarcó en una nueva expedición hacia el norte, en busca de la maravillosa fuente que, según cierta leyenda indígena, estaba en Bímini, una de las Islas de la Bajamar (actuales Bahamas). Llegó hasta una península a la que llamó La Florida por su abundante vegetación y por ser el 2 de abril de 1513, Domingo de Ramos y tiempo de Pascua Florida. No pudo conquistar el territorio porque los indios Calusa no lo dejaron, pero ya puestos a descubrir y como le cogía de camino, bordeando las costas de La Florida descubrió la corriente del Golfo.
En febrero de 1521 organizó y costeó una nueva expedición compuesta por dos pequeñas carabelas, pero tampoco esta vez tuvo éxito en sus pesquisas, ni en su propósito de colonizar la península. Regresó a Cuba malherido por una flecha envenenada, y como no había encontrado la dichosa fuente milagrosa, no le quedó otro remedio que morirse, cosa que hizo en julio de ese mismo año.
En aquel tiempo, incluso las personas cultas daban crédito a todo tipo de leyendas, y las maravillas y rarezas que los españoles encontraron en el Nuevo Mundo, no hicieron sino afianzar aún más esa credulidad. No es de extrañar pues, que Juan Ponce de León, que pertenecía a una familia noble y había recibido una educación esmerada, se creyera a pies juntillas las leyendas indias que hablaban de una fuente de la eterna juventud.
Pedro Mártir, miembro del Consejo de Indias, cronista de Indias y hombre que en su tiempo gozó de reconocimiento general por su talento y erudición, escribió al papa León X lo siguiente: “Al norte de la isla La Española y a unas 325 leguas de distancia, según los que lo han explorado, se encuentra un manantial de agua viva que tiene la virtud de restablecer a los ancianos su juventud cuando beben de ella”.
Tras la muerte de Juan Ponce, Antón de Alaminos que fuera su piloto en la primera expedición a la península de La Florida, continuó la búsqueda hasta que dio con la isla Bímini, comprobando con gran decepción que el mito era falso. El antiquísimo sueño de una fuente cuyas aguas curativas proporcionaran la juventud eterna, se había esfumado para siempre.
Publicado en la revista KM268