1 – INTRODUCCIÓN
“¿Qué ha hecho España por Europa? ¿Qué le debe a España la cultura universal?” Esto se preguntaba y le preguntaba al mundo en sus escritos, el enciclopedista francés Nicolas Masson de Morvilliers en el siglo XVIII. Su artículo “Espagne” publicado en la “Encyclopédie métodique” provocó una de las polémicas más célebres del siglo y originó un conflicto diplomático entre España y Francia.
Obviamente la respuesta implícita que pretendía inducir en la mente del lector era “nada”, y a tal fin hablaba de la carencia de industrias, de la ociosidad de las clases altas, del poder de la Iglesia y de la Inquisición, al tiempo que cifraba las esperanzas de nuestra patria para salir de su ostracismo, en la entonces recién instalada dinastía de los Bourbon (ahora Borbón); gabacha como él, claro. En realidad, su francesa mentalidad de francés, albergaba la íntima convicción de que la cultura universal se lo debe todo a “La France”, motivo por el cual no puede deberle nada a otra nación, y menos que a ninguna, a esa España repleta de bárbaros del Sur, sobre la que los franceses cultivaban ya por entonces, un tan ilusorio como gratificante sentimiento de superioridad. Ellos son así.
Pero el de Francia no es un caso aislado. No es más que otro engranaje de la conjura internacional que urdió y continúa tejiendo con esmero la aciaga Leyenda Negra, que pretende eliminar o al menos, desacreditar, todo lo que la cultura universal y la historia de Europa y del mundo le deben a España, que es muchísimo más de lo que el común de los españoles, cerriles y ovinos acólitos de la luctuosa Leyenda, llegamos siquiera a sospechar. Nosotros somos así.
Es grotesco, que sea un alemán, el gran filólogo Karl Vossler, el que tenga que aclararnos las ideas. En su obra “España y Europa” escribe: “Este belicoso y devoto pueblo de señores fue tan admirado como odiado y temido mientras fue poderoso, y cruelmente olvidado tan pronto como decayó su poder. El racionalismo francés, el deseo de libertad de los flamencos y el espíritu comercial anglosajón le dieron el golpe de gracia.” Por eso, yo a mi entretenimiento favorito, que no es otro que abochornar a los iletrados adeptos de la Patraña Azabache.
El Renacimiento, ese periodo en el que estalló la lenta evolución que había ido fraguándose a lo largo de toda la Edad Media y que culminó con la Reforma del siglo XVI, representó el cambio más decisivo de la historia universal desde la llegada del cristianismo. En este cambio, el peso fundamental e indiscutible correspondió a la nación española. Los historiadores foráneos, no obstante, han conseguido difuminar el papel de España, ensalzando el protagonismo de Italia. Curiosa manipulación, porque a Italia le faltaban varios siglos para constituirse como nación. El estado italiano no existía. Lo que sí existía era la península itálica y una parte importante de ese territorio pertenecía a la corona española. Así, los libros de Historia, en su afán por eliminar las palabras España y español, llaman italianos a muchos participantes en el descubrimiento y colonización de América, cuando en realidad eran españoles nacidos en la península itálica. Esta malintencionada y contumaz “confusión”, sería equivalente a llamar españoles a los emperadores romanos nacidos en la península ibérica. Craso error, puesto que España no existía. Eran ciudadanos romanos nacidos en una región del Imperio llamada Hispania. Pues eso.
Hoy cinco de enero, se cumple el tricentésimo segundo aniversario del nacimiento del ilustre marino y brillantísimo científico don Jorge Juan y Santacilia; ese extraordinario regalo que los Reyes Magos de Oriente tuvieron a bien traernos a todos los españoles en la noche del cinco de enero de 1713. Claro que nosotros, como perfectos niñatos mal criados y peor educados, lo hemos arrumbado en un rincón del olvido o, lo que es aún peor, de la ignorancia. Por eso en estas fechas, no se me ocurre mejor ejemplo de lo que España y los españoles hemos aportado a la Humanidad, a la Ciencia, a la Cultura y a la Historia, que el conocimiento del planeta Tierra, este diminuto pedacito de Universo que constituye el hogar de nuestra especie.
Sirvan estas líneas de homenaje a don Fernando Magallanes, don Juan Sebastián Elcano, don Jorge Juan Santacilia, don Antonio de Ulloa y a todos los que con ellos arrostraron fabulosas aventuras a riesgo de sus propias vidas, para engrandecer de modo trascendental e irreversible, los conocimientos de la Humanidad.
2 – JUAN SEBASTIÁN ELCANO
Cuando el gabacho Julio Verne escribió su novela “La vuelta al mundo en 80 días”, eligió como protagonista no a un viajero español, por supuesto, sino a un inglés del siglo XIX al que llamó “Hijo de la niebla” (Phileas Fogg). En el desenlace, le hace descubrir con estupor que, viajando hacia el Este, al finalizar el periplo había ganado un día con respecto al calendario del lugar de partida.
La realidad es que los primeros en circunnavegar el globo terráqueo y demostrar que la Tierra es esférica fuimos los españoles en el primer cuarto del siglo XVI, y en ese viaje ya constatamos tan curioso fenómeno: viajando hacia el Oeste, perdimos un día.
Si la primera parte de esa odisea constituye la más grande gesta de la historia de la navegación y una de las más grandes de la Historia a secas, la segunda parte no le anduvo a la zaga. Comenzó el quince de febrero de 1522 en las Molucas. Fernando de Magallanes había muerto combatiendo contra los nativos en Filipinas y Juan Sebastián Elcano había asumido el mando de la nave Victoria. La ruta a seguir era conocida desde principios del siglo por los portugueses, que habían establecido factorías en la India, África, Malaca, Mozambique y Cabo Verde. En ellas los navegantes podían hacer paradas y encontrar provisiones y repuestos. Pero la inmensa dificultad que Elcano tuvo que afrontar, fue la de evitar esas estaciones e incluso el encuentro con navíos portugueses, puesto que en la isla Tidore (Molucas), se había enterado de que el rey Manuel de Portugal, había mandado una escuadra para interceptar los barcos de Magallanes y había dado orden de apresarlos y de aplicar a sus tripulantes tratamiento de piratas, es decir, ahorcarlos. La nao de Elcano era un barco viejo, pequeño (85 toneladas) y cargado de mercancía hasta los topes. De él, tres años antes, en el puerto de Sevilla, el cónsul portugués Sebastián Alvares había afirmado que no serviría ni para ir a las Canarias. No obstante, la nave hizo honor a su nombre. Elcano atravesó con ella todo el océano Índico de un tirón, dobló el cabo de Buena Esperanza y rodeó toda África, sin hacer escala ni en un puerto siquiera. ¡Apabullante! Conviene seguir la ruta sobre un mapa para comprender en toda su magnitud la dificultad de la empresa. Aún hoy, casi quinientos años después, resultaría algo extraordinario para un barco moderno y bien equipado.
La sed y el hambre resultaban ya intolerables, y su inseparable cómplice el escorbuto, se cobraba nuevas vidas cada día. De los sesenta que embarcaron en las Molucas, cuarenta y siete europeos y trece indígenas, quedaban solo un puñado de espectros macilentos que se arrastraban por cubierta realizando penosamente sus tareas, cuando una tempestad arrancó el palo de proa y rompió el palo mayor. Sin embargo, como después narró Elcano al Emperador: “Decidimos antes morir que entregarnos a los portugueses”. La típica y orgullosa tozudez hispana.
Cuando avistaron el archipiélago portugués de Cabo Verde el día 9 de julio, después de cinco meses de navegación ininterrumpida, solo sobrevivía la mitad de la tripulación. A pesar de estar ya tan cerca de casa, no tenían ni alimentos ni agua suficientes para llegar y Elcano decidió atracar en el puerto Río Grande de la isla de Santiago (Cabo Verde), e intentar engañar a los portugueses contándoles que una terrible tormenta los había arrastrado hacia los dominios españoles. El estado deplorable de la nave contribuyó a reforzar el engaño y, sin realizar ninguna comprobación, les permitieron arriar un bote para cargar agua y víveres frescos. El esquife dio varios viajes, pero tras su última partida, pasaba el tiempo y no regresaba. Alguno de los doce marineros se había ido de la lengua. Elcano lo comprendió cuando avistó una embarcación que se les aproximaba costeando. Los dieciocho hombres que quedaban a bordo, muy pocos en verdad, para llevar la nave hasta España, dieron la talla una vez más. Levaron anclas, izaron velas y escaparon de allí justo a tiempo.
En esos días, del nueve al quince de julio de 1522, fueron los primeros en constatar un fenómeno sorprendente en extremo. Los hombres que habían ido a por víveres trajeron, asombrados, la noticia de que en Cabo Verde era jueves; sin embargo a bordo, Pigafetta, el cronista de la expedición que había llevado su diario con toda exactitud, les aseguraba que era miércoles. El piloto, que llevaba también un registro minucioso en su libro de a bordo, lo confirmó; él también tenía aquel día registrado como miércoles. No cabía duda, en su vuelta al mundo, navegando siempre hacia el Oeste, habían perdido un día, por razones entonces inexplicables.
Tan singular fenómeno, que la fecha y las horas fueran diferentes en las distintas partes del mundo, provocó entre los sabios de la época una conmoción tan grande, como la que siglos después provocarían la evolución, la relatividad o la tectónica de placas. Don Pedro Mártir de Anglería, consejero de Indias, cronista del reino y autor de la primera “Historia general de América”, consultó el enigma con los más doctos eruditos, y comunicó la explicación al Emperador y al Papa.
Aquellos dieciocho héroes que el ocho de septiembre del año 1522, saludados por el atronador retumbar de las salvas de bienvenida, entraron en Sevilla remontando el Guadalquivir con su destrozada nave Victoria, habían coronado la hazaña más extraordinaria, admirable e incomparable, de la navegación y una de las mayores gestas realizadas por la Humanidad. En el camino, a lo largo de los tres años que duró la aventura, quedaron cuatro barcos y doscientos cuarenta y siete compañeros.
Habían logrado lo que parecía el sueño de un loco: llegar al país de las especias navegando hacia Poniente. Y tuvieron su premio: las veinticuatro toneladas de especias que trajo la pequeña nave, cubrieron los ocho millones de maravedís invertidos en la empresa, y dejaron una ganancia neta de quinientos ducados oro. Sin embargo, esta fortuna no era nada comparada con la gloria que catapultó su hazaña al Olimpo de la inmortalidad: eran los primeros hombres que habían dado la vuelta al mundo y que habían medido su orbe, demostrando que la Tierra es esférica y que gira de Oeste a Este sobre su eje N-S.
Ningún otro acontecimiento desde el viaje de Colón causó tanto entusiasmo en toda Europa. Se había probado incontestablemente que la Tierra es una esfera giratoria y que todos los mares forman un solo mar continuo. Por fin quedaba superada la cosmografía del mundo clásico y rendida la oposición de la Iglesia.
En esa histórica jornada, la entonces admirada y ensalzada nación española, alcanzó las más altas cotas de orgullo. Bajo pabellón español había emprendido Colón el descubrimiento del mundo, y bajo el mismo pabellón lo había completado Elcano. En un cuarto de siglo, la Humanidad había aprendido más sobre su planeta que durante tres millones de años de prehistoria y cinco mil quinientos años de historia. Esta generación de españoles abrió las puertas a un tiempo nuevo: la Edad Moderna.
3 – JORGE JUAN Y ANTONIO DE ULLOA
Demostrada por Elcano la esfericidad de la Tierra, conocido su perímetro, faltaba determinar con precisión la forma exacta del planeta. El asunto fue objeto de enconado debate durante parte del siglo XVII, pero no se resolvería hasta la primera mitad del XVIII, gracias a una iniciativa francesa que contó con la imprescindible colaboración española, fraguándose así la más importante expedición científica de un siglo pródigo en ellas. Y a propósito de expediciones científicas, deberíamos saber que las inventamos los españoles. La primera que registra la Historia, fue la realizada por Francisco Hernández de Toledo a Nueva España entre 1570 y 1577. Don Francisco, médico de Felipe II y experto ornitólogo y botánico, fue comisionado por el Rey para que estudiara la “Historia Natural” de los territorios conquistados por Hernán Cortés, y trajera a España muestras y dibujos de animales, plantas, semillas y minerales de todo tipo, como así hizo. Además estudió la arqueología y las prácticas médicas locales, y aprendió náhuatl.
Pero centrándonos en el asunto de este artículo, la aportación de los españoles al conocimiento del globo terráqueo, sucedió que en el año 1734, Luis XV de Francia, solicitó a su primo Felipe V, primer rey de la Casa de Borbón en España, permiso para que una expedición científica de la “Real Academia de Ciencias de París”, pudiera viajar a Quito, en el virreinato del Perú.
Felipe V, que admiraba la Academia parisina fundada por su abuelo, aceptó encantado, pero a condición de participar en la que se llamó “Expedición Geodésica franco-española”. A tal fin sufragó la mitad de los gastos y aportó dos barcos: el navío de línea “El Conquistador” y la fragata “El Incendio”.
En Real Orden de 20 de agosto de 1734, mandó elegir a sus dos mejores oficiales en los que concurriesen, además de la necesaria pericia como navegantes, la instrucción científica precisa para ejecutar todas las observaciones e investigaciones, con independencia de las realizadas por los sabios franceses. Debían colaborar competentemente con ellos e incluso, en caso necesario, poder suplirlos y realizar por sí mismos las mediciones proyectadas.
Las tareas encomendadas eran como para no tener ni un momento de descanso: llevar diario del viaje; registrar las medidas físicas y astronómicas, así como los cálculos de longitud y latitud; trazar cartas de navegación; levantar planos y describir detalladamente puertos y fortificaciones; consignar observaciones etnográficas y realizar estudios de botánica y de mineralogía. También llevarían el encargo secreto de controlar la información a la que accedieran los franceses de los que el Rey no se fiaba ni un pelo, si lo sabría él, e indagar sobre la situación social y administrativa del entonces inmenso virreinato del Perú. Y por si todo esto fuera poco, debían hacer llegar sano y salvo a don Antonio José de Mendoza Caamaño y Sotomayor, marqués de Villagarcía, que acababa de ser nombrado virrey del Perú.
Para general sorpresa, don José Patiño y Rosales, Secretario de Marina e Indias, designó a dos brillantes pero jovencísimos Guardias Marinas de la Academia de Cádiz: el alicantino Jorge Juan y Santacilia, de veintiún años, y el sevillano Antonio de Ulloa y de la Torre-Giral, de diecinueve. Carentes aún de graduación, fueron ascendidos para la ocasión al empleo de tenientes de navío el tres de enero de 1735, saltándose de un golpe tres niveles inferiores del escalafón de la época: los de alférez de fragata, alférez de navío y teniente de fragata. La suerte de los campeones se llama eso.
Jorge Juan sería el astrónomo y matemático y viajaría en “El Conquistador” acompañando al Virrey; Antonio de Ulloa sería el naturalista y viajaría en “El Incendio”. Partieron de Cádiz el 26 de mayo de 1735.
Desde el primer momento surgió entre ellos una profunda compenetración, que cimentó la entrañable amistad que mantendrían durante el resto de sus vidas. Juan era serio, comedido y reflexivo, y su talento matemático era tan patente, que sus compañeros de la Academia gaditana lo llamaban “Euclides”. Ulloa era menudo, delgado, de inteligencia viva y carácter abierto, con esa mezcla tan sevillana de gracejo y picardía, que hacía su trato simpático y cordial. A pesar de su naturaleza enfermiza, vivió hasta 1795. Haciendo bueno el aforismo, gozó de una mala salud de hierro.
Entre ambos, el entendimiento y la buena armonía eran tales, que muchos los tomaban por hermanos, creyendo que el primer apellido de Jorge Juan era su segundo nombre de pila. A pesar de ello, o tal vez por ello, siempre se trataron de “vuestra merced”.
Justo lo contrario ocurría con los científicos franceses, que se trataban a cara de perro… rabioso. Louis Godin, prestigioso astrónomo, era el arquetipo de sabio despistado, siempre abstraído en sus meditaciones. De talante amistoso, era el más equilibrado y sensato y fue el que mejores relaciones mantuvo con los españoles. De hecho, concluida la misión, se quedó como profesor de Matemáticas en la Universidad de San Marcos de Lima y, años después, dirigió la academia de Guardias Marinas de Cádiz, a propuesta de Jorge Juan. Charles Marie de La Condamine era geógrafo y un intrépido viajero; de temperamento inquieto, de ingenio agudo y de ambición desmedida, no pensaba más que en su propia fama. Sentía poco aprecio por España y por los españoles a los que en sus memorias llamará “ignorantes”, y trataba a nuestros oficiales con especial desdén a causa de su juventud. Pierre Bouguer, excelente geómetra e hidrógrafo, tenía un carácter obstinado e irascible, acentuado por un padecimiento crónico de estómago. Compartía con La Condamine su desprecio por España. Discutía constantemente con sus compañeros y no soportaba a los jóvenes oficiales españoles, a los que llamaba “pigmeos”.
Así las cosas, empezaron por llegar a Cartagena de Indias con cinco meses de retraso. Nuestros diligentes oficiales, aprovecharon la espera para iniciar los profusos trabajos encomendados, y los americanos, que los veían apuntar al cielo con sus instrumentos geodésicos durante horas, dieron en llamarlos “Los caballeros del punto fijo”.
Cuando por fin llegaron los científicos franceses y se inició la dificultosa marcha hacia Quito, las desavenencias llegaron a un punto tal, que recorrieron la última parte del camino en tres grupos separados. Los españoles permanecieron con Louis Godin por ser el jefe de la expedición.
El objetivo de la empresa era medir, en el Ecuador, la longitud del arco de meridiano terrestre generado por un ángulo de un grado, para comparar su valor con el medido en Laponia, cerca del Polo Norte, por otra expedición similar encabezada por Pierre Louis Moreau de Maupertuis. Esto permitiría conocer definitivamente la forma de la Tierra.
Desde 1672, las sucesivas mediciones de distancias en los meridianos terrestres, arrojaban valores distintos según la latitud. Por otro lado, los valores de la gravedad diferían de unas regiones a otras. Además, la frecuencia de oscilación del péndulo, también variaba de unos lugares a otros. Todos estos datos evidenciaban que la Tierra no era una esfera perfecta y, en consecuencia, los principios de la cartografía y de la navegación se apoyaban en supuestos falsos que originaban cálculos erróneos. Pero ¿cómo estaba deformado el planeta? ¿Estaría achatado por los polos como una naranja o por el ecuador como un limón? La polémica llegó a adquirir tintes de enfrentamiento nacional entre Francia e Inglaterra.
Los partidarios de la mecánica cartesiana, como el director del Observatorio de París Jacques Cassini y los ilustrados españoles con Benito Feijoo a la cabeza, eran partidarios del limón (escuela francesa), mientras que Newton, Halley, Huygens y los que con ellos se apoyaban en la teoría de la gravitación universal, eran partidarios de la naranja (escuela inglesa).
Serían los trabajos de la expedición francesa a Laponia y de la franco-española a Quito, los que zanjarían definitivamente la cuestión.
Lógicamente, en una esfera perfecta, si elegimos un meridiano y medimos la longitud del arco que corresponde a un ángulo de un grado, el valor va a ser igual en cualquier tramo de su recorrido. En cambio, si la esfera está deformada, el valor será distinto. Si la Tierra estuviera achatada en el ecuador (limón), el valor en Quito sería mayor que en Laponia. En cambio, al estar achatada en los polos, el arco correspondiente ha de ser mayor en Laponia, como así se comprobó: la Tierra resultó tener forma de naranja o, dicho más técnicamente, de geoide. En Francia se dijo que los académicos habían aplastado a la Tierra y a Cassini.
Veámoslo gráficamente:
El misterio estaba resuelto. El exacto conocimiento de la forma y las medidas de la Tierra, permitió cartografiar sin error, situando con precisión las longitudes y las latitudes. De hecho, Jorge Juan y Antonio de Ulloa realizaron cuarenta de las cien cartas modernas del mundo.
Este fue el primer gran beneficio que la expedición aportó a la Ciencia y a la Humanidad, pero no el único. Otra de sus consecuencias fue la implantación a medio plazo, de un sistema universal de medidas: el sistema métrico decimal.
Los expedicionarios empleaban la toesa, unidad francesa equivalente a 1’94 metros actuales. El cálculo más preciso, del grado de meridiano contiguo al ecuador, resultó ser el realizado por Jorge Juan en solitario, cuando al regresar de la guerra del Asiento para reincorporarse a sus trabajos, ya los franceses habían partido. Se trataba de una medición extremadamente compleja, tanto por los instrumentos necesarios, como por los cálculos a realizar, mezcla de trigonometría esférica y de astronomía. Jorge Juan, matemático brillante, ingenió un recurso geométrico para simplificar la resolución de triángulos esféricos, y obtuvo una longitud de 56.767,788 toesas o 132.203 varas castellanas. Este fue el cálculo más exacto de todos los realizados por los expedicionarios y fue el primer valor que se usó para establecer la medida del metro: “la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre”, cuyo patrón sería la famosa barra de platino iridiado. Por cierto, el platino fue descubierto por Antonio de Ulloa durante sus investigaciones en esta expedición, aunque él lo llamó “platina” por su semejanza con la plata, con la que se había confundido hasta entonces.
Otra productiva sorpresa, fue la que depararon las mediciones de la fuerza de atracción gravitatoria. A pesar de la enorme masa de la cordillera andina, el valor de la gravedad resultó ser considerablemente menor que el calculado teóricamente. Investigaciones posteriores demostrarían que lo mismo sucede en todos los macizos montañosos del planeta. En cambio, sobre los océanos ocurre justo lo contrario: el valor real de la gravedad es mayor que el calculado teóricamente. La explicación de estos sorprendentes datos, no llegaría hasta el siglo XIX con el “principio de la Isostasia”. La fuerza de atracción gravitatoria depende de la masa, y ésta se obtiene multiplicando el volumen por la densidad. Según la Isostasia, en las cordilleras el enorme volumen sobre el nivel del mar, se compensa con materiales de densidad pequeña por debajo, en cambio en los océanos, la deficiencia de volumen sobre el nivel del mar se compensa con materiales de elevada densidad por debajo. Así, a una cierta profundidad, en el llamado “nivel de compensación”, las masas se igualan.
Once años duró esta fructífera, pero ardua, extraña y formidable aventura que se desarrolló entre las ciudades de Quito y Cuenca. Los expedicionarios tuvieron que sufrir condiciones extremas que convirtieron sus trabajos en una prolongada sucesión de adversidades y padecimientos. A la ciclópea orografía se sumaba una climatología inhumana. Calor y humedad insoportables en los valles, frío glaciar en las cumbres, temporales interminables con lluvias torrenciales, nevadas intensísimas y vientos huracanados, durante los cuales no cabía sino permanecer refugiados en sus frágiles tiendas hechas de pieles, temiendo que las fuertes ventiscas los dejaran a la intemperie en cualquier momento. Los sabios franceses trabajando en tres equipos separados para evitar sus interminables desavenencias. En numerosas ocasiones los indígenas contratados como ayudantes, que no veían motivos para soportar tantas penalidades, desertaron abandonándolos a su suerte. Etc. etc.
Y como las desgracias nunca vienen solas, encontrándose a punto de completar sus trabajos, los marinos españoles fueron requeridos por el Virrey para tomar parte en la Guerra del Asiento provocada por Inglaterra. Entre 1740 y 1744 mejoraron las defensas de puertos y fortificaciones, y patrullaran las costas de Chile y el archipiélago Juan Fernández al mando de sendas fragatas, para prevenir las asechanzas del comodoro George Anson. En esa guerra, el engreído almirante Vernon al mando de 186 naves, la mayor flota que vieran los mares hasta el desembarco de Normandía, fue aplastado por Blas de Lezo, antiguo profesor de Juan y de Ulloa en Cádiz, que contaba con… ¡seis navíos de línea!
Una curiosidad colateral: a una de las islas de Juan Fernández, fue a parar el náufrago escocés Alexander Selkirk entre 1704 y 1709. Su historia inspiró a Daniel Defoe su “Robinson Crusoe”.
Al igual que hicieran desde su salida de Cádiz, mientras participaron en la guerra del Asiento, nuestros marinos fueron anotando rumbos, derroteros, corrientes y vientos; realizando observaciones astronómicas, barométricas, de latitud y del péndulo; y levantando planos de las costas, bahías y ciudades por las que pasaban. El resultado final fue un trabajo impresionante que desbordó cualquier expectativa. Así lo comprendió el marqués de la Ensenada, nuevo Secretario de Marina que, tras el regreso de los jóvenes científicos, consiguió que con cargo al erario real, se publicaran en 1748 sendas memorias titulados “Observaciones Astronómicas y Physicas hechas de orden de S. Mag. en los Reynos del Perú” (Jorge Juan) y “Relación Histórica del viaje a la América Meridional” (Antonio de Ulloa), aunque ambas aparecieron firmadas por los dos amigos.
Estas memorias, pusieron de manifiesto la distancia entre la labor realizada por los científicos españoles y la de los académicos franceses. Su repercusión fue enorme en toda Europa donde, en los ambientes científicos, Jorge Juan fue conocido desde entonces como “El sabio español”. Las tradujeron las academias científicas de Francia (tres ediciones), Inglaterra (cinco ediciones), Alemania y Holanda (una edición). En 1773 volvieron a ser reeditadas en español.
Publicado en la “Revista de La Carolina” en diciembre de 2013 y enero de 2014.
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